Выбрать главу

Un rey sobre un trono eléctrico.

Era Maximilian Kohler.

CAPÍTULO 111

A Kohler le repugnaba la opulencia del vestíbulo del Belvedere. Sólo con el pan de oro que decoraba el techo se podría haber financiado todo un año de investigación sobre el cáncer. Rocher condujo a Kohler al interior del Palacio Apostólico por una rampa para discapacitados.

—¿No hay ascensor? —preguntó el director del CERN.

—No hay electricidad. —Rocher le señaló las velas encendidas que iluminaban su camino en el oscuro edificio—. Parte de nuestra táctica de búsqueda.

—Táctica que sin duda ha fracasado.

El capitán asintió.

Kohler sufrió otro ataque de tos y supo que seguramente sería uno de los últimos. La idea, sin embargo, no le desagradaba del todo.

Cuando llegaron a la planta superior y tomaron el pasillo en dirección al despacho del papa, cuatro guardias suizos se acercaron corriendo a ellos con aspecto preocupado.

—¿Qué hace aquí arriba, capitán? Pensaba que este hombre poseía información que...

—Sólo hablará con el camarlengo.

Los guardias retrocedieron, recelosos.

—Díganle al camarlengo —dijo Rocher enérgicamente— que Maximilian Kohler, el director del CERN, ha venido a verlo. Ahora mismo.

—¡Sí, señor!

Uno de los guardias corrió hacia el despacho del papa. Los demás permanecieron en su sitio examinando a Rocher, inquietos.

—Un momento, capitán. Anunciaremos a su invitado.

Kohler, sin embargo, no se detuvo. Maniobró la silla y rodeó a los centinelas.

Los guardias dieron media vuelta y corrieron tras él.

Si fermi, per favore! ¡Señor! ¡Deténgase!

Kohler se sintió asqueado. Ni siquiera la fuerza de seguridad más selecta del mundo era inmune a la compasión que todo el mundo sentía por los discapacitados. De haber sido Kohler un hombre sano, los guardias se habrían arrojado sobre él. «Los discapacitados son inofensivos —pensó—. O, al menos, eso cree la gente.»

Kohler sabía que tenía muy poco tiempo para llevar a cabo lo que había ido a hacer. También que seguramente moriría esa noche. Le sorprendía lo poco que le importaba. La muerte era un precio que estaba dispuesto a pagar. Había sufrido demasiado en la vida para que ahora alguien como el camarlengo Ventresca destruyera su obra.

Signore! —gritaron los guardias. Rápidamente, le adelantaron y formaron una barrera en el pasillo—. ¡Deténgase! —Uno de ellos desenfundó su pistola y lo apuntó.

Kohler se detuvo.

Rocher intervino, algo azorado.

—Señor Kohler, por favor. Será sólo un momento. Nadie entra en el despacho del papa sin ser anunciado.

El director pudo ver en los ojos de Rocher que no le quedaba otra opción. «Está bien —pensó—. Esperaremos.»

No sin cierta crueldad, los guardias habían detenido a Kohler junto a un espejo dorado de cuerpo entero. El anciano sintió repulsión al ver su propia figura. Una vieja ira volvió a salir a la superficie, fortaleciéndolo. Ahora se encontraba entre enemigos. Esas personas le habían robado la dignidad. Por su culpa nunca había sentido el tacto de una mujer, ni se había puesto de pie al recibir un premio. «¿Qué verdad posee esta gente? ¿Qué prueba, maldita sea? ¿Un libro de antiguas fábulas? ¿Promesas de milagros futuros? ¡La ciencia crea milagros a diario!»

Kohler se quedó mirando fijamente el reflejo de sus fríos ojos. «Esta noche puede que muera a manos de la religión —pensó—. Pero no será la primera vez.»

Por un momento volvió a tener once años. Estaba tumbado en su cama, en la mansión que sus padres tenían en Fráncfort. Las sábanas eran del mejor lino de Europa, pero ahora estaban empapadas de sudor. El cuerpo del joven Max ardía, y el dolor que sentía era inimaginable. Sus padres estaban arrodillados junto a su cama; llevaban dos días rezando.

En la penumbra de la habitación también se encontraban tres de los mejores médicos de la ciudad.

—¡Le pido que lo reconsidere! —exclamó uno de ellos—. ¡Mire al niño! ¡La fiebre va en aumento! El dolor es insoportable. ¡Su vida corre peligro!

Pero Max sabía cuál sería la respuesta de su madre antes incluso de que ella contestara.

Gott wird ihn beschützen.

«Sí —pensó el chico—. “Dios me protegerá.”» La convicción de su madre le infundió fuerzas. «Dios me protegerá.»

Una hora después, sin embargo, Max se sentía como si un coche le estuviera aplastando el cuerpo. No podía siquiera llorar.

—Su hijo está sufriendo —dijo otro médico—. Permítame al menos que alivie su dolor. Tengo en mi maletín una simple inyección de...

Ruhe, bitte! —Su padre hizo callar al doctor sin tan siquiera abrir los ojos. Se limitó a seguir rezando.

«¡Padre, por favor! —quería gritar él—. ¡Deje que me alivie el dolor!» Pero sus palabras quedaron ahogadas en un ataque de tos.

Una hora después, el dolor había empeorado.

—Su hijo podría quedarse paralítico —declaró uno de los médicos—. ¡O incluso morir! ¡Tenemos medicinas que podrían ayudarlo!

Frau y Herr Kohler no lo permitieron. No creían en la medicina. ¿Quiénes eran ellos para inmiscuirse en el plan maestro de Dios? Rezaron con mayor fervor. Al fin y al cabo, Dios los había bendecido con ese niño, ¿por qué iba a quitárselo ahora? Su madre le dijo a Max que fuera fuerte. Le explicó que Dios estaba poniéndolo a prueba... Era una prueba de fe, como la historia de Abraham en la Biblia.

Max intentaba tener fe, pero el dolor era atroz.

—¡No puedo ver esto! —estalló finalmente uno de los médicos, y salió de la habitación.

Al amanecer, el chico apenas estaba consciente. Todos los músculos de su cuerpo sufrían espasmos de dolor. «¿Dónde está Jesús? —se preguntó—. ¿Es que no me quiere?» Sentía cómo la vida escapaba de su cuerpo.

Su madre se había quedado dormida junto a la cama, con las manos todavía entrelazadas sobre él. Su padre estaba al otro lado de la habitación, mirando el amanecer por la ventana. Parecía estar en trance. Max podía oír el débil murmullo de sus incesantes plegarias.

Fue entonces cuando sintió la presencia de una figura que se cernía sobre él. «¿Un ángel?» Max apenas podía ver nada. Tenía los ojos prácticamente cerrados a causa de la hinchazón. La figura le susurró algo al oído. No se trataba de ningún ángel. Max reconoció entonces la voz de uno de los médicos..., el mismo que había permanecido dos días sentado en un rincón, rogando a sus padres que le permitieran administrarle un nuevo fármaco procedente de Inglaterra.

—Si no hago esto —susurró el hombre—, nunca me lo perdonaré. —El médico cogió con cuidado el frágil brazo de Max—. Ojalá lo hubiera hecho antes.

Max notó un pequeño pinchazo en el brazo, apenas discernible por el dolor.

Luego el médico recogió sus cosas. Antes de irse, le puso la mano sobre la frente.

—Esto te salvará la vida. Tengo una gran fe en el poder de la medicina.

Al cabo de unos minutos, el chico sintió como si una especie de espíritu mágico le recorriera las venas. La calidez se extendió por todo su cuerpo, aliviándole el dolor. Finalmente, por primera vez en días, Max se quedó dormido.

Cuando la fiebre remitió, sus padres lo consideraron un milagro divino. Sin embargo, cuando fue evidente que su hijo se había quedado paralítico, se sintieron completamente abatidos. Llevaron al muchacho a la iglesia y le pidieron consejo al sacerdote.