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—Que este chico haya sobrevivido se debe únicamente a la gracia de Dios —dijo él.

Max lo escuchó sin decir nada.

—Pero ¡nuestro hijo no puede caminar! —Frau Kohler lloraba.

El sacerdote asintió apesadumbrado.

—Sí. Parece que Dios lo ha castigado por no tener suficiente fe.

—¿Señor Kohler? —dijo el guardia suizo que se había adelantado—. El camarlengo accede a concederle audiencia.

Kohler gruñó y arrancó de nuevo la silla.

—Le ha sorprendido su visita —comentó el guardia.

—Estoy seguro de ello —repuso Kohler—. Me gustaría verlo a solas.

—Eso es imposible —dijo el guardia—. Nadie...

—Teniente —exclamó Rocher—. El encuentro será como el señor Kohler desee.

El guardia se lo quedó mirando con incredulidad.

Antes de dejar entrar a Kohler al despacho del papa, el capitán Rocher permitió a sus guardias que tomaran las medidas de seguridad habituales. El detector de metales manual resultaba inútil debido a la cantidad de aparatos electrónicos que incorporaba su silla de ruedas. Así pues, los guardias lo cachearon, pero, demasiado cohibidos por su discapacidad, no lo hicieron debidamente. No encontraron el revólver que escondía bajo el asiento. Tampoco le requisaron otro objeto, algo con lo que Kohler pretendía poner el broche de oro a la cadena de acontecimientos de esa noche.

Cuando entró en el despacho del papa, el camarlengo estaba solo, rezando de rodillas ante un fuego moribundo. No abrió los ojos.

—Señor Kohler —dijo Ventresca—. ¿Ha venido para convertirme en mártir?

CAPÍTULO 112

Mientras tanto, Langdon y Vittoria recorrían el estrecho túnel conocido como Passetto en dirección a la Ciudad del Vaticano. La antorcha que él llevaba en la mano sólo les permitía ver unos metros por delante. La distancia entre las paredes era mínima, y el techo, muy bajo. El aire olía a humedad. Langdon corría a toda velocidad en la oscuridad, seguido de cerca por la joven.

Nada más salir de Castel Sant’Angelo, el túnel ascendía abruptamente por la parte inferior de un baluarte de piedra que parecía un acueducto romano. Allí, el túnel se nivelaba y comenzaba su curso secreto hacia el Vaticano.

Mientras Langdon corría, sus pensamientos no dejaban de dar vueltas en un caleidoscopio de confusas imágenes: Kohler, Janus, el hassassin, Rocher..., ¿una sexta marca? «Estoy seguro de que ha oído hablar de la sexta marca.» Que él recordara, sin embargo, ni siquiera las teorías conspirativas hacían referencia alguna a una sexta marca. Real o imaginaria. Había rumores acerca de un lingote de oro, así como del perfecto diamante de los illuminati, pero ninguna mención a una sexta marca.

—¡Kohler no puede ser Janus! —declaró Vittoria mientras recorrían a toda velocidad el interior del pasadizo subterráneo—. ¡Es imposible!

«Imposible» era una palabra que Langdon había dejado de utilizar esa noche.

—No lo sé —repuso él mientras corrían—. Pero Kohler le guarda un gran rencor a la Iglesia y, además, es una persona muy influyente.

—Pero ¡esta crisis deja al CERN en muy mal lugar! ¡Max nunca haría nada que pudiera perjudicar su reputación!

Por un lado, Langdon sabía que esa noche la imagen pública del CERN había sufrido un serio revés por culpa de la estrategia de los illuminati de convertir eso en un espectáculo mediático. Y, sin embargo, no podía dejar de preguntarse hasta qué punto salía realmente perjudicado el CERN. Las críticas de la Iglesia no eran nada nuevo. De hecho, cuanto más pensaba en ello, más le parecía que en realidad esa crisis los beneficiaba. Si el objetivo del juego era la publicidad, la antimateria había ganado el premio gordo. Todo el planeta estaba hablando de ella.

—Ya sabes lo que dijo el promotor P. T. Barnum —comentó Langdon por encima del hombro—. «No me importa lo que digas sobre mí, siempre y cuando deletrees bien mi nombre.» Estoy seguro de que ya hay gente haciendo cola para obtener la patente de la antimateria. Y cuando a medianoche comprueben su auténtico poder...

—Eso no tiene sentido —repuso Vittoria—. ¡No se publicitan descubrimientos científicos demostrando su poder destructor! ¡Esto es terrible para la antimateria, créeme!

La antorcha de Langdon se estaba apagando.

—Puede que sea todo mucho más simple. Quizá Kohler confiaba en que el Vaticano mantendría la antimateria en secreto para evitar que la confirmación de la existencia del arma otorgara más poder a los illuminati. Quizá Kohler esperaba que la Iglesia actuara con su actual renuencia, pero el camarlengo ha cambiado las reglas.

Vittoria no contestó.

Esa posibilidad cobraba cada vez mayor sentido para Langdon.

—¡Sí! Kohler nunca contó con la reacción del camarlengo. Éste ha roto con la tradición de secretismo vaticana y ha hecho pública la crisis. Ha sido completamente honesto. ¡Ha mostrado incluso la antimateria por televisión! Ha sido una respuesta brillante, y Kohler no se la esperaba. Y lo más irónico de todo es que a los illuminati les ha salido el tiro por la culata. Sin querer, han creado un nuevo líder en la Iglesia: el camarlengo. ¡Y ahora Kohler ha venido a matarlo!

—Max es un desgraciado —declaró Vittoria—, pero no un asesino. Y es imposible que esté implicado en el asesinato de mi padre.

Langdon recordó lo que le había dicho Kohler: «Muchos puristas del CERN consideraban peligroso a Leonardo. Fusionar ciencia y Dios es la mayor blasfemia científica».

—Puede que el director descubriera el proyecto de la antimateria hace unas semanas y no le gustaran sus implicaciones religiosas.

—¿Y por eso decidió asesinar a mi padre? ¡Ridículo! Además, es imposible que Max Kohler supiera nada acerca del proyecto.

—Puede que, mientras tú estabas de viaje, tu padre le pidiera consejo. Tú misma has dicho que a tu padre le preocupaban las implicaciones morales de la creación de una sustancia tan mortífera.

—¿Buscar orientación moral en Maximilian Kohler? —se burló Vittoria—. ¡Lo dudo mucho!

El túnel se desvió ligeramente hacia el oeste. Cuanto más avanzaban, menos tiempo le quedaba a la antorcha de Langdon. Empezó a temer lo que ocurriría si la luz se apagaba. El lugar quedaría a oscuras.

—Además —prosiguió Vittoria—, ¿para qué iba Kohler a llamarte esta mañana y pedirte ayuda si es él quien está detrás de todo esto?

Langdon ya había pensado en eso.

—Al llamarme, se aseguraba de que nadie pudiera acusarlo de no hacer nada ante la crisis. Seguramente no esperaba que llegáramos tan lejos.

La idea de haber sido utilizado por Kohler enfurecía al profesor. Su implicación habría otorgado credibilidad a los illuminati. Los medios llevaban toda la noche citando sus credenciales y sus publicaciones, y por ridículo que pudiera parecer, la presencia de un profesor de Harvard en el Vaticano había provocado que la emergencia trascendiera el ámbito de la fantasía paranoica y había convencido a los escépticos de todo el mundo de que la hermandad illuminati no sólo era un hecho histórico, sino una fuerza que había que tener en cuenta.

—Ese reportero de la BBC —dijo— piensa que el CERN es la nueva guarida de los illuminati.

—¿Cómo? —Vittoria tropezó. Rápidamente volvió a ponerse en pie y siguió adelante—. ¡¿Ha dicho eso?!

—En directo. Ha relacionado el CERN con las logias masónicas: una organización inocente que, sin saberlo, alberga en su interior a la hermandad de los illuminati.

—Dios mío, todo esto destruirá el CERN.

Langdon no estaba tan seguro de ello. En cualquier caso, esa teoría parecía cada vez más verosímil. El CERN era el auténtico paraíso de la ciencia. Albergaba a científicos de más de una docena de países. Parecían contar con financiación privada inagotable. Y Maximilian Kohler era su director.