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«Kohler es Janus.»

—Si Kohler no está implicado —dijo Langdon en tono desafiante—, ¿qué está haciendo entonces aquí?

—Seguramente, intentando detener esta locura. Mostrar su apoyo. ¡Puede incluso que quiera actuar como un auténtico samaritano! ¡Quizá ha descubierto quién sabía lo del proyecto de la antimateria y ha venido para revelar personalmente esa información!

—El asesino ha dicho que venía a marcar a fuego al camarlengo.

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Eso sería una misión suicida. Max nunca saldría con vida.

Langdon lo consideró. «Quizá ésa es precisamente su intención.»

El contorno de una puerta de acero que bloqueaba su avance por el túnel se hizo visible ante ellos. A Langdon le dio un vuelco el corazón. Al llegar junto a ella, sin embargo, descubrieron que el antiguo cerrojo había sido forzado, y la puerta se abrió sin mayores problemas.

Él exhaló un suspiro de alivio al confirmar que el antiguo túnel había sido utilizado. Recientemente. Ese mismo día. Ahora ya tenía bastante claro que los cuatro aterrados cardenales habían sido secuestrados utilizando ese pasadizo.

Siguieron corriendo. Langdon ya podía oír el caos del exterior a su izquierda. Era la plaza de San Pedro. Se estaban acercando.

Llegaron a otra puerta, ésta más pesada. También estaba abierta. El ruido procedente de la plaza de San Pedro se apagó a sus espaldas. Langdon intuyó que debían de haber cruzado la muralla exterior de la Ciudad del Vaticano. Se preguntó en qué lugar estaría la salida de ese pasadizo. «¿En los jardines? ¿En la basílica? ¿En la residencia papal?»

Entonces, sin previo aviso, el túnel terminó.

La voluminosa puerta que bloqueaba su camino era un grueso muro de hierro forjado. Incluso bajo la luz de los últimos parpadeos de su antorcha, Langdon pudo ver que el portal era completamente liso, sin picaportes, tiradores, cerraduras, goznes... Nada.

Sintió una oleada de pánico. En el argot de los arquitectos, a ese raro tipo de puertas se las llamaba senza chiave. Era un portal de sentido único, utilizado por motivos de seguridad, que sólo podía abrirse desde un lado. El otro lado. Las esperanzas de Langdon se desvanecieron... al mismo tiempo que la antorcha que portaba en la mano.

Consultó su reloj. Mickey resplandecía.

Las 23.29 horas.

Con un grito de frustración, empezó a aporrear la puerta con la antorcha.

CAPÍTULO 113

Algo no iba bien.

El teniente Chartrand permanecía ante la puerta del despacho del papa y advirtió en la inquieta mirada del soldado que había a su lado que compartían la misma ansiedad. Rocher les había dicho que el encuentro privado que estaban protegiendo podía salvar al Vaticano de la destrucción. Chartrand se preguntó entonces por qué su instinto de protección seguía alerta. ¿Y por qué actuaba el capitán de un modo tan raro?

Definitivamente, algo no iba bien.

El capitán Rocher se encontraba a su derecha, con la mirada clavada al frente, inusualmente distante. Chartrand apenas reconocía al capitán. No era él mismo desde hacía una hora. Sus decisiones no tenían sentido.

«¡Alguien debería estar presente en ese encuentro!», se dijo. Había oído cómo Maximilian Kohler cerraba la puerta con cerrojo después de entrar. ¿Por qué lo había permitido Rocher?

Pero muchas más cosas le preocupaban. «Los cardenales.» Aún estaban encerrados en la capilla Sixtina. Era una locura. ¡Deberían haber sido evacuados hacía quince minutos! Rocher había invalidado la orden del camarlengo sin decirle nada a éste. Chartrand había mostrado su preocupación, y Rocher había estado a punto de arrancarle la cabeza. La cadena de mando nunca se ponía en entredicho en la Guardia Suiza, y el capitán era ahora la máxima autoridad.

«Media hora —pensó Rocher mientras consultaba discretamente su cronómetro suizo bajo la tenue luz de los candelabros del pasillo—. Por favor, que pase deprisa.»

A Chartrand le habría gustado poder oír lo que tenía lugar al otro lado de las puertas. Aun así, sabía que nadie mejor que el camarlengo podía hacer frente a esa crisis. Esa noche había sido sometido a una prueba inconcebible, y no se había acobardado en ningún momento. Había abordado el problema de frente, con honestidad y franqueza, demostrando ser un ejemplo para todos. Chartrand se sentía orgulloso de ser católico. Los illuminati habían cometido un error al desafiar al camarlengo Ventresca.

En ese momento, sin embargo, un ruido inesperado sobresaltó a Chartrand. Unos golpes. Provenían del final del pasillo. Eran unos golpes distantes y débiles, pero incesantes. Rocher levantó la mirada. Se volvió hacia Chartrand y le hizo una seña. Él comprendió. Encendió su linterna y fue a ver de qué se trataba.

Los golpes sonaban cada vez más desesperados. Chartrand corrió treinta metros y llegó a otro pasillo. El ruido parecía proceder de la esquina, más allá de la sala Clementina. El teniente se quedó estupefacto. Allí sólo había una habitación, la biblioteca privada del papa, y había permanecido cerrada desde el fallecimiento de su santidad. ¡Era imposible que hubiera nadie dentro!

Tomó rápidamente el segundo pasillo, dobló otra esquina y corrió hacia la puerta de la biblioteca. El pórtico de madera era minúsculo, pero destacaba en la oscuridad como un adusto centinela. Los golpes provenían del interior. Chartrand vaciló. Nunca había estado en la biblioteca privada. Pocos lo habían hecho. Nadie podía entrar a no ser que lo acompañara el propio papa.

Vacilante, cogió el pomo e intentó abrir la puerta. Tal y como había imaginado, estaba cerrada. Aplicó la oreja. Los golpes se oían con mayor intensidad. También pudo oír algo más. «¡Voces! ¡Alguien está gritando!»

No podía entender lo que decían, pero sí advirtió el pánico en su tono. ¿Había alguien atrapado en la biblioteca? ¿Acaso la Guardia Suiza no había evacuado adecuadamente el edificio? Chartrand vaciló, preguntándose si no sería mejor regresar y consultar con Rocher. Al diablo con eso. Había sido entrenado para tomar decisiones, y ahora tomaría una. Cogió su pistola y disparó al pestillo. La madera quedó hecha añicos y la puerta se abrió.

Más allá del umbral, el teniente no vio nada más que oscuridad. Iluminó el lugar con su linterna. La habitación era rectangular, con alfombras orientales, altas estanterías de roble repletas de libros, un sofá de piel y una chimenea de mármol. Chartrand había oído hablar de ese sitio. Contenía tres mil volúmenes antiguos, así como cientos de revistas y periódicos actuales. Todo lo que su santidad solicitara. La mesita de centro estaba cubierta de revistas científicas y políticas.

Los golpes se oían ahora con mayor claridad. Chartrand enfocó con su linterna el lugar del que procedía el ruido. En la pared que había al otro extremo de la habitación, más allá de la zona de lectura, distinguió una enorme puerta de hierro. Parecía tan impenetrable como una cámara acorazada. Tenía cuatro cerraduras gigantescas. Las diminutas letras grabadas en el centro de la puerta lo dejaron anonadado.

IL PASSETTO

Chartrand se quedó mirando fijamente la inscripción. «¡El pasadizo secreto del papa!» Conocía la existencia del Passetto, e incluso había oído rumores de que antaño la entrada estaba en la biblioteca, pero ¡hacía siglos que nadie utilizaba ese túnel! «¿Quién puede estar dando esos golpes al otro lado?»

El teniente golpeó la puerta con su linterna. Oyó unos apagados gritos de júbilo al otro lado. Los golpes cesaron y las voces gritaron con mayor fuerza. Chartrand apenas podía entender lo que decían.