La imagen que tenía delante, sin embargo, no era ni por asomo la de un pasillo.
CAPÍTULO 13
Desconcertado, Langdon contempló el estudio que tenía ante sí.
—¿Qué es este lugar?
A pesar de la bienvenida ráfaga de aire cálido que notó en la cara, cruzó el umbral con aprensión.
Kohler entró detrás de él en silencio.
La mirada de Langdon recorrió la habitación, sin la menor idea de qué pensar al respecto. Contenía la mezcla de artefactos más peculiar que hubiera visto nunca. En la pared opuesta, dominando la decoración, había un enorme crucifijo de madera (español, del siglo XIV, se dijo). Encima del crucifijo, colgando del techo, se podía ver un móvil metálico de planetas en órbita. A la izquierda, una pintura al óleo de la Virgen María, y al lado de ésta, una lámina con la tabla periódica de los elementos. En la pared lateral, dos crucifijos de latón flanqueaban un póster de Albert Einstein en el que se podía leer su famosa cita: DIOS NO JUEGA A LOS DADOS CON EL UNIVERSO.
Langdon deambuló por la habitación, mirando asombrado a su alrededor. Una biblia encuadernada en piel reposaba sobre el escritorio de Vetra junto a un modelo de Bohr del átomo y una réplica en miniatura del Moisés de Miguel Ángel.
«A esto lo llamo yo ser ecléctico», pensó. Agradecía el calor, pero había algo en la decoración de la estancia que le resultaba escalofriante. Se sentía como si estuviera contemplando el choque de dos titanes filosóficos..., una inquietante mezcla de fuerzas opuestas. Examinó los títulos que había en la estantería:
La partícula de Dios.
El tao de la física.
Dios. La evidencia.
En uno de los sujetalibros había grabada la siguiente cita:
LA VERDADERA CIENCIA DESCUBRE
A DIOS DETRÁS DE CADA PUERTA.
PAPA PÍO XII
—Leonardo era un sacerdote católico —explicó Kohler.
Langdon se volvió hacia él.
—¿Un sacerdote? ¿No había dicho usted que era físico?
—Era ambas cosas. A lo largo de la historia ha habido no pocos hombres de ciencia y religión. Leonardo era uno de ellos. Consideraba que la física era la «ley natural de Dios». Aseguraba que la huella de Dios era visible en el orden natural que nos rodea. Y a través de la ciencia esperaba demostrar la existencia de Dios a las masas escépticas. Se consideraba a sí mismo un teofísico.
«¿Teofísico?», a Langdon se le antojó un oxímoron imposible.
—En el campo de la física de partículas —prosiguió Kohler—, últimamente se han realizado algunos descubrimientos sorprendentes. Descubrimientos con implicaciones espirituales. Leonardo fue el responsable de la mayoría.
Langdon estudió el rostro del director del CERN mientras seguía intentando procesar el extraño entorno en el que se encontraban.
—¿Espiritualidad y física? —inquirió.
Se había pasado toda la carrera estudiando la historia de las religiones, y si había algún tema recurrente, era que la ciencia y la religión habían sido agua y aceite desde el primer día... Archienemigos irreconciliables.
—Vetra estaba a la vanguardia de la física de partículas —dijo Kohler—. Había comenzado a fusionar la ciencia y la religión... Y estaba demostrando que se complementaban mutuamente de maneras inesperadas. Llamaba al campo «nueva física».
Kohler cogió un libro de la estantería y se lo tendió.
Langdon examinó la cubierta: Dios, milagros y la nueva física, por Leonardo Vetra.
—El campo es pequeño —explicó Kohler—, pero está proporcionando nuevas respuestas a algunas viejas preguntas sobre el origen del universo y las fuerzas que nos aglutinan a todos. Leonardo creía que su investigación tenía el potencial para convertir a millones de personas a una vida más espiritual. El año pasado demostró categóricamente la existencia de una energía que nos une a todos. Demostró que todos estamos físicamente conectados, que las moléculas de su cuerpo están entrelazadas con las del mío, que hay una única fuerza en el interior de todos nosotros...
Langdon se sentía desconcertado. «Y el poder de Dios nos unirá a todos.»
—¿Llegó a demostrar el señor Vetra que las partículas están interconectadas?
—Con pruebas concluyentes. Un reciente artículo de la revista Scientific American saludó la nueva física como un camino para llegar a Dios más seguro que la propia religión.
El comentario dio en el blanco. De pronto, Langdon se puso a pensar en los antirreligiosos illuminati. A regañadientes, se obligó a realizar una momentánea incursión intelectual en lo imposible. Si efectivamente la hermandad estuviera en activo, ¿habría asesinado a Leonardo para impedir que llevara su mensaje religioso a las masas? Sin embargo, descartó la idea. «¡Eso es absurdo! ¡Los illuminati son historia! ¡Todos los académicos saben eso!»
—Vetra tenía muchos enemigos en el mundo científico —prosiguió Kohler—. Muchos científicos puristas lo despreciaban. Incluso aquí, en el CERN. Opinaban que usar la física analítica para apoyar principios religiosos era una traición a la ciencia.
—Pero ¿no están hoy en día los científicos menos a la defensiva respecto a la Iglesia?
Indignado, Kohler soltó un gruñido.
—¿Por qué deberíamos estarlo? Puede que la Iglesia ya no queme a científicos en la hoguera, pero si piensa usted que han suavizado la presión sobre la ciencia, pregúntese por qué en la mitad de las escuelas de su país no se enseña la teoría de la evolución. Pregúntese por qué la Coalición Cristiana de Estados Unidos es el lobby más influyente del mundo contra el progreso científico. La guerra entre ciencia y religión sigue viva, señor Langdon. Puede que se haya trasladado de los campos de batalla a las salas de juntas, pero le aseguro que sigue viva.
Langdon se dio cuenta de que el director tenía razón. Hacía apenas una semana, miembros de la Facultad de Teología de Harvard se habían manifestado delante de la Facultad de Biología en contra de la ingeniería genética que se llevaba a cabo en su programa de posgrado. El director del Departamento de Biología, el célebre ornitólogo Richard Aaronian, defendió su plan de estudios desplegando una enorme pancarta desde la ventana de su despacho. En ella se podía ver un «pez» cristiano al que había añadido cuatro pequeños pies; un tributo, según Aaronian, a la evolución de los dipnoos africanos al llegar a tierra firme. Bajo el pez, en lugar del nombre «Jesús», se podía leer la proclamación «¡Darwin!».
De repente, se oyó un agudo pitido y Langdon levantó la mirada. Kohler extendió la mano hacia la colección de aparatos electrónicos de su silla de ruedas. Sacó el buscapersonas de su funda y leyó el mensaje entrante.
—Bien. Es la hija de Leonardo. La señorita Vetra está a punto de llegar al helipuerto. Iremos a recogerla. Creo que es mejor que no vea a su padre así.
Langdon se mostró de acuerdo. Eso supondría una conmoción que ningún hijo merecía.
—Le pediré a la señorita Vetra que le explique el proyecto en el que ella y su padre estaban trabajando. Puede que eso arroje algo de luz al asesinato.
—¿Cree usted que el trabajo de Vetra ha sido el motivo de su asesinato?
—Posiblemente. Leonardo me contó que tenía algo verdaderamente innovador entre manos. Eso fue todo lo que dijo. Se había vuelto muy reservado respecto a su proyecto. Contaba con un laboratorio privado y había pedido permanecer aislado, algo que no tuve problema alguno en concederle, dada su brillantez. Últimamente, el trabajo que realizaba consumía grandes cantidades de electricidad, pero me abstuve de preguntarle nada. —Kohler se volvió hacia la puerta del estudio—. Hay, sin embargo, otra cosa más que debería saber antes de que salgamos de este apartamento.