—... Kohler... mentira... camarlengo...
—¿Quién habla? —gritó Chartrand.
—... ert Langdon... Vittoria Ve...
Chartrand comprendió lo suficiente para quedarse perplejo. «¡Creía que estaban muertos!»
—... la puerta —gritaron las voces—. ¡Abra...!
El teniente le echó un vistazo a la barrera metálica y supo que para poder abrirla necesitaría dinamita.
—¡Imposible! —exclamó—. ¡Es demasiado gruesa!
—... encuentro... detener... arlengo... peligro...
A pesar de estar entrenado para afrontar situaciones de pánico, Chartrand sintió una oleada de terror al oír las últimas palabras. ¿Lo había entendido bien? El corazón empezó a latirle con fuerza y rápidamente dio media vuelta para regresar corriendo al despacho. De repente, sin embargo, se detuvo. Había visto algo en la puerta, algo incluso más sorprendente que el mensaje que había oído al otro lado. En cada uno de los agujeros de las gigantescas cerraduras había una llave. Chartrand se las quedó mirando. ¿Las llaves estaban allí? Parpadeó, incrédulo. ¡Se suponía que estaban escondidas en alguna caja fuerte secreta! Ese pasadizo no se utilizaba nunca... ¡No desde hacía siglos!
Dejó caer la linterna al suelo. Cogió la primera llave y la giró. El mecanismo estaba oxidado e iba algo duro, pero todavía funcionaba. Alguien había abierto la puerta hacía poco. Chartrand abrió entonces el siguiente cerrojo. Y luego el siguiente. Cuando se deslizó el último pestillo, tiró de la puerta. El bloque de hierro se abrió con un chirrido. Entonces cogió su linterna e iluminó el pasadizo.
Como dos apariciones, Robert Langdon y Vittoria Vetra entraron tambaleándose en la biblioteca. Se los veía harapientos y cansados, pero desde luego estaban vivos.
—¿Qué es esto? —preguntó Chartrand—. ¿Qué está pasando? ¿De dónde salen ustedes?
—¿Dónde está Max Kohler? —preguntó Langdon a su vez.
El teniente se lo indicó.
—En un encuentro privado con el camarl...
Langdon y Vittoria lo echaron a un lado y se pusieron a correr por el oscuro pasillo. Chartrand se volvió e, instintivamente, alzó su pistola. Rápidamente la volvió a bajar y salió corriendo tras ellos. Al parecer, Rocher debió de oírlos, pues cuando llegaron a la puerta del despacho del papa, los estaba esperando, en guardia y apuntándolos con su pistola.
—Altolà!
—¡El camarlengo está en peligro! —exclamó Langdon al tiempo que se detenía y levantaba los brazos en gesto de rendición—. ¡Abra la puerta! ¡Max Kohler va a matar al camarlengo!
Rocher parecía furioso.
—¡Abra la puerta! —dijo Vittoria—. ¡Deprisa!
Pero fue demasiado tarde.
De repente se oyó un espeluznante grito procedente del interior del despacho del papa. Era el camarlengo.
CAPÍTULO 114
La confrontación apenas duró unos segundos.
El camarlengo Ventresca todavía estaba gritando cuando Chartrand pasó por delante de Rocher y, de un disparo, abrió la puerta del despacho del papa. Los guardias irrumpieron en el interior a toda velocidad. Langdon y Vittoria lo hicieron detrás de ellos.
Se encontraron con una escena espeluznante.
La cámara estaba iluminada únicamente por la luz de las velas y un fuego moribundo. Kohler se hallaba cerca de la chimenea, de pie junto a su silla de ruedas. En la mano tenía una pistola con la que apuntaba al camarlengo, que yacía a sus pies en el suelo, retorciéndose de dolor. La sotana del sacerdote estaba rasgada, y en su pecho desnudo había una quemadura. Desde el otro extremo de la habitación, Langdon no podía distinguir el símbolo, pero vio que en el suelo había un gran hierro de marcar cuadrado. El metal todavía estaba al rojo vivo.
Dos de los guardias suizos abrieron fuego sin vacilar. Las balas impactaron en el pecho de Kohler, que se desplomó sobre su silla de ruedas con el pecho cubierto de sangre. La pistola que sostenía cayó al suelo.
Langdon seguía en la entrada, anonadado.
Vittoria parecía asimismo paralizada.
—Max... —susurró.
Aunque seguía retorciéndose de dolor, el camarlengo consiguió arrastrarse hasta Rocher y, como poseído, con la expresión de terror de las antiguas cazas de brujas, señaló con el dedo índice a Rocher y gritó una única palabra:
—¡Illuminatus!
—Desgraciado —dijo Rocher al tiempo que se abalanzaba sobre él—. Santurrón de mier...
Esta vez fue Chartrand quien actuó instintivamente y disparó tres balazos al capitán. Rocher cayó de bruces al suelo y quedó sin vida sobre su propia sangre. El teniente y los guardias corrieron de inmediato hacia el camarlengo, que yacía encogido por el dolor.
Ambos guardias lanzaron exclamaciones de horror al ver el símbolo que el camarlengo tenía en el pecho. El segundo guardia vio la marca al revés e inmediatamente retrocedió con miedo en los ojos. Chartrand, igual de acongojado por el símbolo, tapó la quemadura con la sotana rasgada del camarlengo, ocultándola a la vista.
Incapaz encontrarle un sentido a lo que estaba viendo, Langdon cruzó la habitación. En un último acto de dominación simbólica, un científico discapacitado había volado hasta el Vaticano y había marcado a fuego al principal dirigente de la Iglesia. «Hay cosas por las que merece la pena morir», había dicho el hassassin. Langdon se preguntó cómo había conseguido un hombre minusválido reducir al camarlengo. Aunque, claro, Kohler tenía una pistola. ¡Qué importaba cómo lo hubiera hecho! ¡Kohler había cumplido con su misión!
Langdon se acercó a la dantesca escena. Mientras los guardias atendían al camarlengo, él se sintió inevitablemente atraído por el hierro de marcar humeante que descansaba en el suelo, junto a la silla de ruedas de Kohler. «¿La sexta marca?» Cuanto más se acercaba a ella, más confuso se sentía. La forma del hierro de marcar era cuadrada, más bien grande, y estaba claro que procedía del compartimento central del cofre que había visto en la guarida de los illuminati. «La última marca —había dicho el hassassin— es la más brillante de todas.»
Langdon se arrodilló junto a Kohler y extendió la mano hacia el objeto. El metal todavía irradiaba calor. Lo cogió por el mango de madera y lo levantó. No estaba seguro de qué esperaba ver pero, desde luego, no eso.
Permaneció observándolo durante largo rato, confuso. Nada tenía sentido. ¿Por qué habían gritado los guardias horrorizados al ver eso? Era un cuadrado hecho de garabatos sin sentido. «¿La marca más brillante de todas?» Al girarla comprobó que efectivamente era simétrica, pero no era más que un galimatías.
Langdon notó una mano sobre el hombro y levantó la mirada. Había creído que se trataba de Vittoria, pero la mano estaba cubierta de sangre. Pertenecía a Maximilian Kohler, que había estirado el brazo desde su silla de ruedas.
Langdon dejó caer el hierro de marcar y, tambaleante, se puso en pie. «¡Kohler aún está vivo!»
Hundido en su silla, el moribundo director todavía respiraba, si bien con grandes dificultades. Sus ojos se encontraron con los de Langdon, y éste pudo reconocer la misma fría mirada que lo había recibido en el CERN esa mañana. Sus ojos parecían todavía más duros ahora que estaba a punto de morir, y todo su odio y su animosidad parecían salir a la superficie.
El cuerpo del científico tembló, y Langdon supuso que estaba intentando moverse. Quiso advertir a los demás, que seguían ocupados con el camarlengo, pero se vio incapaz de reaccionar. Estaba paralizado por la intensidad que irradiaba Kohler en esos últimos segundos de su vida. Con un trémulo esfuerzo, el director levantó el brazo y cogió un pequeño aparato que escondía en el reposabrazos de su silla de ruedas. Era del tamaño de una caja de cerillas. Lo sostuvo en alto, temblando. Por un instante, Langdon temió que se tratara de un arma. Pero era otra cosa.