—D-deles... —Sus palabras finales apenas fueron un balbuciente susurro—. D-deles esto... a los medios. —Kohler se desplomó y el aparato cayó sobre su regazo.
Estupefacto, Langdon se quedó mirando el artilugio. Era electrónico. En un lateral se podían leer las palabras Sony RUVI. Advirtió entonces que se trataba de una de esas nuevas videocámaras minúsculas que cabían en la palma de la mano. «¡Menuda jeta!», pensó. Al parecer, Kohler había grabado una especie de mensaje de despedida y quería que las televisiones lo emitieran. Debía de tratarse de algún sermón acerca de la importancia de la ciencia y las maldades de la religión. Langdon decidió que ya había hecho suficiente por la causa de ese hombre. Antes de que Chartrand viera la cámara de Kohler, se la metió en el bolsillo más hondo de su americana. «¡El mensaje de Kohler puede pudrirse en el infierno!»
Fue la voz del camarlengo la que rompió el silencio. Estaba intentando incorporarse.
—Los cardenales —le susurró a Chartrand.
—¡Todavía están en la capilla Sixtina! —exclamó el teniente—. El capitán Rocher había ordenado...
—Evacuenlos... Ahora. A todos.
Chartrand envió a uno de los guardias a liberar a los cardenales.
El camarlengo compuso una mueca de dolor.
—Helicóptero... Fuera... Llévenme a un hospital.
CAPÍTULO 115
En la plaza de San Pedro, el piloto de la Guardia Suiza permanecía sentado en el interior de la cabina del helicóptero del Vaticano, masajeándose las sienes. El estrépito de la gente a su alrededor era tan grande que ahogaba incluso el ruido de los rotores. Desde luego no se trataba de una solemne vigilia a la luz de las velas. Lo sorprendía que todavía no hubiera estallado ningún altercado.
A menos de veinticinco minutos para la medianoche, la gente seguía apretujada en la plaza. Algunos rezaban, otros lloraban por la Iglesia, otros gritaban obscenidades y proclamaban que eso era lo que la Iglesia merecía, y había alguno que recitaba versículos apocalípticos de la Biblia.
Los focos de los medios se reflejaron en el parabrisas del helicóptero y el piloto sintió que el dolor en su cabeza iba en aumento. Echó un vistazo a la vociferante masa con los ojos entornados y pudo ver que por encima de la multitud ondeaban algunas banderas.
¡LA ANTIMATERIA ES EL ANTICRISTO!
CIENTÍFICOS = SATÁNICOS
¿DÓNDE ESTÁ AHORA VUESTRO DIOS?
El piloto gruñó. Su dolor de cabeza iba en aumento. Le habría gustado coger la cubierta de vinilo y tapar con ella el parabrisas para no tener que seguir presenciando el bullicio, pero sabía que iba a despegar en cuestión de minutos. El teniente Chartrand acababa de llamarlo por radio y le había dado una noticia terrible. Maximilian Kohler había atacado y herido de gravedad al camarlengo. Chartrand, el estadounidense y la mujer lo estaban sacando en esos momentos para que pudiera ser trasladado a un hospital.
El piloto no pudo evitar sentirse personalmente responsable del ataque, y se reprendió por no haber hecho caso a la corazonada que había tenido. Antes, al recoger a Kohler en el aeropuerto, había advertido algo raro en los ojos del científico. No había sabido identificarlo, pero no le había gustado. Aunque tampoco habría servido de mucho. Rocher estaba entonces al mando, e insistía en que ése era el tipo que los salvaría. Por lo visto, estaba equivocado.
La muchedumbre prorrumpió en un nuevo clamor y, al volverse, el piloto vio una hilera de cardenales que abandonaban solemnemente el Vaticano y salían a la plaza de San Pedro. El alivio de los purpurados al abandonar la zona cero parecía verse rápidamente reemplazado por miradas de desconcierto ante el espectáculo que tenía lugar delante de la basílica.
El fragor de la multitud se intensificó todavía más. Al piloto le retumbaba la cabeza. Necesitaba una aspirina. Quizá tres. No le gustaba volar bajo los efectos de un medicamento, pero unas pocas aspirinas lo debilitarían menos que ese dolor de cabeza atroz. Se volvió hacia el botiquín, que guardaba entre mapas y manuales en una caja que había entre los dos asientos delanteros. Al intentar abrirla, sin embargo, descubrió que estaba cerrada. Buscó la llave a su alrededor, pero finalmente se dio por vencido. Estaba claro que ésa no era su noche de suerte. Volvió a masajearse las sienes.
En el interior de la basílica, Langdon, Vittoria y dos guardias se dirigían ya casi sin aliento hacia la salida principal. A falta de algo más apropiado, transportaban al camarlengo herido sobre una mesilla alargada. Cargaban su cuerpo inerte entre ellos como si fuera una camilla. Ya podían oír el bullicio del caos humano que había en el exterior. El camarlengo estaba al borde de la inconsciencia.
El tiempo se agotaba.
CAPÍTULO 116
Eran las 23.39 horas cuando Langdon y el resto salieron de la basílica de San Pedro. El resplandor de los focos los cegó. Su luz se reflejaba en el mármol blanco como la del sol en la tundra nevada. Langdon entornó los ojos e intentó refugiarse detrás de las enormes columnas de la fachada, pero la luz provenía de todas partes. Delante de él, un collage de gigantescas pantallas de vídeo se alzaba por encima de la multitud.
De pie en lo alto de la majestuosa escalinata que descendía a la piazza, no pudo evitar sentirse como un músico renuente en el escenario más grande del mundo. Más allá de las resplandecientes luces, oyó el rotor de un helicóptero y el estruendo de cientos de miles de voces. A su izquierda, una procesión de cardenales salía en esos mismos momentos a la plaza. Todos se detuvieron, consternados, al ver la escena que se desarrollaba en la escalera.
—Con cuidado —los urgió un concentrado Chartrand cuando el grupo comenzó a descender en dirección al helicóptero.
Langdon se sentía como si avanzaran bajo el agua. Los brazos le dolían por el peso del camarlengo y la mesa. Se preguntó si ese momento podía ser menos digno. Entonces vio la respuesta. Al oír el estruendo de la multitud, los dos reporteros de la BBC, que estaban cruzando la plaza de vuelta a la zona de prensa, se habían dado la vuelta y ahora corrían hacia ellos. Macri llevaba la cámara encendida y estaba grabándolos. «Aquí vienen los buitres», pensó Langdon.
—Altolà! —gritó Chartrand—. ¡Atrás!
Pero los reporteros no se detuvieron. Langdon supuso que los demás medios tardarían unos seis segundos en volver a conectar con la señal en directo de la BBC. Pero se equivocó. Tardaron dos. Como si estuvieran interconectadas por una especie de conciencia universal, todas las pantallas de la piazza reemplazaron los relojes en plena cuenta atrás con lo mismo: imágenes en directo de la escalinata de la basílica. Ahora, allí donde mirara, Langdon veía un primer plano en tecnicolor del cuerpo acostado del camarlengo.
«¡Eso no está bien!», se dijo. Le habría gustado bajar la escalinata corriendo e impedirlo, pero no podía hacerlo. Además, tampoco habría servido de nada. Langdon no podría decir si se debió al fragor de la muchedumbre o al aire fresco de la noche, pero en ese momento sucedió algo inesperado.
Como si se despertara de una pesadilla, de repente el camarlengo abrió los ojos y se incorporó. Cogidos completamente por sorpresa, el profesor y los demás se tambalearon. La parte frontal de la mesa se inclinó y Ventresca comenzó a resbalar. Intentaron evitarlo dejando la mesa en el suelo, pero ya era demasiado tarde. Por increíble que pudiera parecer, sin embargo, el camarlengo no cayó. Sus pies aterrizaron en el mármol, y se quedó de pie. Permaneció así un momento, desorientado, y entonces, antes de que nadie pudiera detenerlo, empezó a descender la escalinata en dirección a Macri.