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—¡No! —gritó Langdon.

Chartrand intentó detener al camarlengo, pero éste se volvió con la mirada enloquecida, como enajenado.

—¡Déjeme!

El teniente retrocedió de un salto.

La escena fue de mal en peor. La sotana rasgada del camarlengo empezó a abrirse. Por un momento, Langdon pensó que la prenda aguantaría, pero ese momento pasó. Finalmente la sotana cedió y Ventresca quedó con el torso desnudo.

El grito ahogado que profirió la multitud pareció dar la vuelta al mundo y regresar en un instante. Las cámaras grababan, los flashes destellaban. La imagen del pecho marcado del camarlengo apareció en todas las pantallas, con horripilante detalle. Algunas incluso congelaron la imagen y le dieron la vuelta ciento ochenta grados.

«La victoria definitiva de los illuminati.»

Langdon se quedó mirando la marca en las pantallas. Aunque había sido hecha con el hierro de marcar cuadrado que había sostenido antes, ahora el símbolo tenía sentido. Un sentido perfecto. Su asombroso poder embistió a Langdon como un tren.

Orientación. Había olvidado la primera regla de la simbología. «¿Cuándo un cuadrado no es un cuadrado?» También había olvidado que los hierros de marcar, al igual que los sellos de goma, no tenían el mismo aspecto que su impresión. Estaban del revés. ¡Lo que Langdon había visto era su negativo!

Mientras a su alrededor aumentaba el caos, un viejo dicho de los illuminati resonó en su mente con un nuevo significado: «Un diamante sin mácula, nacido a partir de los antiguos elementos con tal perfección que quienes lo veían no podían más que maravillarse».

Langdon descubrió ahora que el mito era cierto.

Tierra, aire, fuego, agua.

«El diamante de los illuminati.»

CAPÍTULO 117

Robert Langdon estaba seguro de que el caos y la histeria que en ese mismo instante se desataban en la plaza de San Pedro excedían cualquier cosa que la colina del Vaticano hubiera presenciado nunca. Ninguna batalla, crucifixión, peregrinación, visión mística..., nada en sus dos mil años de historia podía equipararse al drama que se estaba viviendo en ese momento.

Mientras tenía lugar la tragedia, Langdon empezó a sentirse extrañamente distante, como si flotara junto a Vittoria por encima de la escalinata. La acción pareció dilatarse y el tiempo detenerse, ralentizando toda aquella locura.

«El camarlengo marcado y delirante a la vista de todo el mundo...

»El genio del diamante de los illuminati desvelado...

»La cuenta atrás de los últimos veinte minutos de la historia del Vaticano...»

El drama, sin embargo, no había hecho más que empezar.

De repente, como presa de un trance postraumático, el camarlengo comenzó a balbucir y a susurrarle cosas a espíritus invisibles con la mirada puesta en el cielo y los brazos levantados hacia Dios.

—¡Habla! —gritó Ventresca al cielo—. ¡Sí, te oigo!

En ese momento, Langdon lo comprendió. El corazón le dio un vuelco.

Al parecer, también Vittoria lo había entendido. Su rostro empalideció.

—Sufre un shock —dijo ella—. Está alucinando. ¡Cree que habla con Dios!

«Alguien tiene que detener esto —pensó Langdon. Era un final deplorable y vergonzoso—. ¡Lleven de una vez a ese hombre a un hospital!»

Al pie de la escalinata, Chinita Macri no dejaba de grabarlo todo desde su posición privilegiada. Las imágenes aparecían instantáneamente en las pantallas que había repartidas por toda la plaza, como si de innumerables autocines que proyectaran la misma tragedia espeluznante se tratara.

Era una escena épica. El camarlengo, con la sotana rasgada y la marca grabada a fuego en el pecho, parecía una especie de maltrecho campeón que hubiera conseguido atravesar los círculos del infierno hasta llegar a ese instante de revelación. En un momento dado, gritó a los cielos:

Ti sento, Dio! ¡Te oigo, Dios mío!

Chartrand retrocedió, sobrecogido.

El silencio de la muchedumbre fue instantáneo y absoluto. Por un momento fue como si todo el planeta hubiese enmudecido. Todos permanecían rígidos ante el televisor, conteniendo la respiración.

El camarlengo extendió los brazos. Con el pecho desnudo y herido ante el mundo casi parecía Jesucristo. Entonces, levantó los brazos al cielo y exclamó:

Grazie! Grazie, Dio!

La masa seguía en silencio.

Grazie, Dio! —volvió a exclamar Ventresca.

Como rayos de sol abriéndose paso entre las nubes, una expresión de felicidad se dibujó en su rostro.

Grazie, Dio!

«¿Gracias, Dios?» Langdon lo contemplaba con estupefacción.

Una vez finalizada su inquietante transformación, el camarlengo estaba radiante. Levantó entonces la mirada al cielo sin dejar de asentir frenéticamente y gritó:

—¡Sobre esta piedra construiré mi Iglesia!

Langdon conocía las palabras, pero no tenía ni idea de por qué el camarlengo las pronunciaba ahora.

Ventresca dio la espalda a la muchedumbre y volvió a gritar al cielo nocturno:

—¡Sobre esta piedra construiré mi Iglesia! —Y soltó una carcajada—. Grazie, Dio! Grazie!

Era evidente que se había vuelto loco.

El mundo lo observaba embelesado.

Lo que nadie esperaba, sin embargo, era la culminación.

En un último arrebato de pletórica exultación, el camarlengo se volvió y entró corriendo en la basílica de San Pedro.

CAPÍTULO 118

Las 23.42 horas.

Langdon nunca habría imaginado que formaría parte del frenético convoy que volvió a entrar en la basílica para salvar al camarlengo. Y menos todavía que lo dirigiría. Pero era quien más cerca estaba de la puerta y actuó por instinto.

«Morirá aquí», pensó mientras atravesaba el umbral y se sumergía en la oscuridad.

—¡Camarlengo! ¡Deténgase!

La negrura era absoluta. Tras el resplandor del exterior, sus pupilas se contrajeron y su campo de visión quedó limitado a unos pocos metros. Se detuvo. En algún lugar de la oscuridad se oyó el roce de la sotana del sacerdote mientras se internaba a ciegas en el abismo.

Vittoria y los guardias llegaron de inmediato. Encendieron las linternas, pero las baterías estaban ya casi agotadas y apenas podían iluminar las negras profundidades que se extendían ante ellos. Sus haces de luz se movían de un lado a otro, pero únicamente revelaban columnas y el suelo. Ventresca parecía haber desaparecido.

—¡Camarlengo! —gritó Chartrand. Había miedo en su voz—. ¡Espere! Signore!

Un revuelo en la entrada hizo que todos se volvieran. En la puerta se podía distinguir la silueta de Chinita Macri. Llevaba la cámara al hombro, y una resplandeciente luz roja indicaba que seguía grabando. Glick corría tras ella, micrófono en mano, gritándole que aflojara el paso.

Langdon no se lo podía creer. «¡Éste no es momento!»

—¡Fuera! —espetó Chartrand—. ¡Esto no pueden grabarlo!

Pero Macri y Glick no se detuvieron.

—¡Chinita! —El periodista parecía asustado—. ¡Esto es un suicidio! ¡Yo no voy!

Ella lo ignoró. Presionó un botón de la cámara. El foco que tenía encima se encendió, deslumbrándolos a todos.

Langdon se tapó los doloridos ojos y volvió la cabeza. «¡Maldita sea!» Cuando levantó de nuevo la mirada, sin embargo, comprobó que el foco iluminaba unos treinta metros a su alrededor.