En ese momento, la voz del camarlengo resonó en la distancia.
—¡Sobre esta piedra construiré mi Iglesia!
Macri enfocó la cámara hacia el lugar del que procedía el sonido. A lo lejos, casi fuera del alcance del foco, una tela negra en movimiento delató la familiar figura que corría por el pasillo principal de la basílica.
Hubo un fugaz instante de vacilación mientras todo el mundo asimilaba la extraña imagen. Acto seguido se pusieron en marcha. Chartrand hizo a Langdon a un lado y corrió en dirección al camarlengo. Langdon fue tras él, seguido de los guardias y de Vittoria.
Macri iba a la cola, iluminando el camino y retransmitiendo la sepulcral persecución al mundo. A regañadientes, un aterrorizado Glick corría junto a ella sin dejar de maldecir en voz alta.
El teniente Chartrand había calculado una vez que el pasillo principal de la basílica de San Pedro era más largo que un campo de fútbol. Esa noche, sin embargo, le pareció el doble. Mientras corría tras el sacerdote, el guardia se preguntó qué dirección tomar. Era evidente que el camarlengo estaba en estado de shock y deliraba a causa del trauma físico que había sufrido y de la horrible masacre que había presenciado en el despacho del papa.
Sobre sus cabezas, más allá del alcance del foco de la cámara, se oyó la voz de Ventresca que volvía a exclamar, jubilosa:
—¡Sobre esta piedra construiré mi Iglesia!
Chartrand sabía que el hombre estaba citando las Escrituras: Mateo 16, 18, si recordaba bien. «Sobre esta piedra construiré mi Iglesia.» Resultaba una cita cruelmente inapropiada ahora que la Iglesia estaba a punto de ser destruida. Sin duda el camarlengo se había vuelto loco.
¿O no?
Por un instante, Chartrand sintió que le palpitaba el alma. Las visiones santas y los mensajes divinos siempre le habían parecido meras ilusiones; el producto de mentes excesivamente fervorosas que oían lo que querían oír. Dios no interactuaba directamente.
Un momento después, sin embargo, como si el mismo Espíritu Santo hubiera descendido para persuadir al teniente de su poder, éste tuvo una visión.
Cincuenta metros más adelante, en el centro de la iglesia, apareció un fantasma..., una diáfana y resplandeciente silueta. La pálida forma era la del camarlengo medio desnudo. El espectro parecía transparente, como si irradiara luz. Chartrand se detuvo de golpe y notó un nudo en el pecho. «¡El camarlengo brilla!» Luego empezó a hundirse..., cada vez más profundamente, hasta que desapareció como por arte de magia bajo el negro suelo.
Langdon también vio el fantasma. Y, por un momento, también él creyó que sufría visiones. Pero tras dejar atrás al anonadado Chartrand y correr hacia el lugar en el que había desaparecido el camarlengo, se dio cuenta de lo que había sucedido. Ventresca había llegado al Nicho de los Palios, la cámara subterránea iluminada por noventa y nueve lámparas de aceite. La luz de las lámparas era lo que le había conferido la apariencia de un fantasma. Luego, al descender la escalera hacia la luz, había parecido que desaparecía bajo el suelo.
Langdon llegó sin aliento al borde de la estancia subterránea. Al pie de la escalera, iluminado por el resplandor dorado de las lámparas de aceite, vio que el camarlengo cruzaba a toda velocidad la cámara de mármol en dirección a las puertas de cristal que conducían al famoso cofre dorado.
«¿Qué está haciendo? —se preguntó—. ¿No pensará que el cofre...?»
Ventresca abrió las puertas y entró. Curiosamente, ignoró el cofre dorado. Un par de metros más allá de él, se arrodilló y empezó a tirar de una reja de hierro que había en el suelo.
Langdon lo observaba horrorizado. Se había dado cuenta de adónde se dirigía el sacerdote. «¡No, por el amor de Dios!» Bajó corriendo la escalera para impedírselo.
—¡Padre! ¡No!
Abrió las puertas de cristal y corrió hacia el camarlengo, que seguía tirando de la reja de hierro. Finalmente, ésta se abrió con un chirrido ensordecedor. La abertura daba paso a un estrecho pozo y una empinada escalera que desaparecía en la nada. Cuando el camarlengo se disponía a introducirse en el agujero, Langdon lo cogió por los hombros y lo detuvo. La piel del hombre estaba resbaladiza por el sudor, pero él no lo soltó.
El sacerdote se volvió, sobresaltado.
—¡¿Qué está haciendo?!
Sus ojos se encontraron y a Langdon lo sorprendió comprobar que el camarlengo ya no tenía la mirada vidriosa de un hombre en trance. Sus ojos volvían a ser amables y relucían con lúcida determinación. La marca del pecho tenía un aspecto espantoso.
—Padre —insistió con toda la calma de que fue capaz—. No puede bajar usted ahí. Hemos de salir de aquí.
—Hijo mío —dijo el sacerdote, en un tono de voz inquietantemente cuerdo—. Acabo de recibir un mensaje. Sé...
—¡Camarlengo! —Era Chartrand, seguido de los demás.
Bajaron corriendo la escalera y llegaron a la estancia iluminados por la cámara de Macri.
Cuando el teniente vio la reja abierta en el suelo, sus ojos se llenaron de temor. Se santiguó y le dirigió a Langdon una mirada de agradecimiento por haber detenido al camarlengo. Él lo comprendió. Había leído suficiente acerca de la arquitectura del Vaticano para saber lo que había bajo esa reja. Era el lugar más sagrado de toda la cristiandad. Terra Santa. Tierra Santa. Algunos lo llamaban necrópolis. Otros, catacumbas. Según los relatos de los selectos clérigos que la habían visitado, la necrópolis era un oscuro laberinto de criptas subterráneas que podían tragarse al visitante que se perdiera en ellas. Ciertamente no era el mejor lugar para ir en busca del camarlengo.
—Signore —le rogó Chartrand—. Se encuentra usted en estado de shock. Hemos de abandonar este lugar. No puede bajar ahí. Es un suicidio.
De repente, el camarlengo se mostró estoico. Extendió el brazo y colocó la mano sobre el hombro del teniente.
—Le agradezco su preocupación y su servicio. No se imagina hasta qué punto. Pero he tenido una revelación: sé dónde está la antimateria.
Todos se lo quedaron mirando.
El camarlengo se volvió hacia el grupo.
—Sobre esta piedra construiré mi Iglesia. Ése ha sido el mensaje. El significado está claro.
Langdon todavía no podía comprender por qué Ventresca estaba convencido de haber hablado con Dios, y mucho menos por qué creía haber descifrado algún mensaje. «¿Sobre esta piedra construiré mi Iglesia?» Ésas fueron las palabras que pronunció Jesús cuando eligió a Pedro como primer apóstol. ¿Qué tenían que ver con todo aquello?
Macri se acercó para conseguir un mejor plano. Glick permanecía mudo, como si hubiera sufrido una conmoción.
El camarlengo ahora hablaba más deprisa:
—Los illuminati han colocado su arma de destrucción en la piedra angular de esta iglesia. En sus cimientos. —Señaló la escalera—. En la mismísima piedra sobre la que se construyó esta iglesia. Y yo sé dónde está.
Langdon estaba seguro de que había llegado el momento de reducir a Ventresca y llevárselo por la fuerza. Por lúcido que pareciera, no hacía más que decir disparates. «¿Una piedra? ¿La piedra angular en los cimientos?» ¡La escalera que tenían delante no conducía a los cimientos, sino a la necrópolis!
—¡La cita es una metáfora, padre! ¡En realidad no existe esa piedra!
El camarlengo adoptó una expresión extrañamente triste.
—Sí que existe, hijo mío. —Señaló el agujero—. Pietro è la pietra.
Langdon se quedó helado. Al instante lo comprendió todo.
Su austera simplicidad le produjo escalofríos. Mientras permanecía allí con los demás, mirando la larga escalera, se dio cuenta de que efectivamente sí había una piedra enterrada bajo esa iglesia.