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«Pietro è la pietra. Pedro es la piedra.»

La fe en Dios del apóstol era tan firme que Jesús lo llamaba por el sobrenombre de Piedra. Sería el discípulo inquebrantable sobre cuyos hombros Jesús construiría su Iglesia. En ese mismo lugar, la colina del Vaticano, Pedro había sido crucificado y enterrado. Los primeros cristianos construyeron un pequeño templo sobre su tumba. A medida que se fue propagando el cristianismo, el templo se fue haciendo cada vez mayor, capa a capa, hasta culminar en esa colosal basílica. Toda la fe católica había sido construida, literalmente, sobre san Pedro. La piedra.

—La antimateria está en la tumba de san Pedro —dijo el camarlengo con voz cristalina.

A pesar del supuesto origen sobrenatural de la información, a Langdon le pareció que encerraba una tremenda lógica. Ocultar la antimateria en la tumba de san Pedro parecía ahora dolorosamente obvio. Los illuminati, en un acto de desafío simbólico, habían colocado la antimateria en el núcleo de la cristiandad, tanto literal como figurativamente. «La infiltración definitiva.»

—Y si necesitan pruebas materiales —dijo el camarlengo, ahora ya con impaciencia—, acabo de descubrir que la reja ha sido abierta. —Señaló la abertura del suelo—. Nunca lo está. Alguien ha estado aquí... recientemente.

Todos se quedaron mirando el agujero.

Un instante después, con sorprendente agilidad, el camarlengo dio media vuelta, cogió una lámpara de aceite y se dirigió a la abertura.

CAPÍTULO 119

Los empinados escalones de piedra descendían a las profundidades de la tierra.

«Voy a morir aquí abajo», pensó Vittoria mientras descendía por el angosto pasadizo agarrada a la pesada cuerda del pasamanos. Aunque Langdon había intentado evitar que Ventresca entrara en el pozo, Chartrand había intervenido y se lo había impedido. Al parecer, el joven guardia estaba ahora convencido de que el camarlengo sabía lo que hacía.

Tras una breve refriega, Langdon se había liberado y había iniciado la persecución del sacerdote con Chartrand pisándole los talones. Instintivamente, Vittoria había ido tras ellos.

Ahora descendía precipitadamente por una empinada cuesta en la que un paso en falso podía suponer una caída mortal. A lo lejos podía ver el resplandor dorado de la lámpara de aceite del camarlengo. Tras ella, los reporteros de la BBC se daban prisa para no quedarse atrás. El foco de la cámara proyectaba retorcidas sombras en el pozo e iluminaba las espaldas de Chartrand y Langdon. Vittoria apenas podía creer que el mundo estuviera presenciando esa locura. «¡Apaga la maldita cámara!» Aunque también era cierto que la luz del foco era lo único que les permitía ver dónde pisaban.

Mientras la extraña persecución seguía su curso, los pensamientos de Vittoria no dejaban de agitarse como azotados por una tempestad. ¿Qué pretendía hacer el camarlengo allí abajo? ¡Aunque encontraran la antimateria, ya no había tiempo!

A la joven le sorprendió descubrir que su intuición ahora le decía que el camarlengo seguramente tenía razón. Colocar la antimateria tres pisos bajo tierra casi parecía una elección noble y piadosa. Allí abajo, al igual que en el laboratorio del CERN, la explosión de antimateria quedaría parcialmente contenida. No habría onda expansiva, ni metralla que pudiera herir a los mirones, sólo un cráter de dimensiones bíblicas en el que se hundiría la gigantesca basílica.

¿Había sido ésa la única muestra de decencia de Kohler? ¿Salvar vidas? A Vittoria todavía le costaba creer que el director estuviera implicado. Podía aceptar que odiara la religión, pero lo de esa conspiración le parecía inconcebible. ¿Era su odio realmente tan profundo como para destruir el Vaticano? ¿O para contratar a un hombre y hacer que asesinara a su padre, al papa y a cuatro cardenales? ¿Y cómo había conseguido Kohler dirigir toda esa traición que había tenido lugar en el interior del Vaticano? «Rocher era el infiltrado de Kohler —se dijo Vittoria—. Rocher era un illuminatus.» Sin duda el capitán Rocher debía de tener llaves de todo: los aposentos del papa, el Passetto, la necrópolis, la tumba de san Pedro..., absolutamente todo. Había colocado la antimateria en la tumba de san Pedro, una ubicación altamente restringida, y luego les había ordenado a sus hombres que no perdieran el tiempo buscando en las zonas prohibidas del Vaticano. Rocher sabía que nadie encontraría el contenedor.

Pero Rocher no contaba con el mensaje divino que había recibido el camarlengo.

«El mensaje.» Éste era un acto de fe que a Vittoria todavía le costaba aceptar. ¿Se había comunicado realmente Dios con el sacerdote? La intuición le decía que no, y sin embargo ella misma se dedicaba al estudio de la física de las interrelaciones y la interconectividad. Era testigo de comunicaciones milagrosas a diario. Huevos gemelos de tortugas marinas separados en laboratorios a miles de kilómetros que se abrían al mismo tiempo..., hectáreas de medusas que palpitaban al mismo ritmo como si poseyeran una única mente. «Hay líneas invisibles de comunicación por todas partes», pensó.

Pero ¿entre Dios y el hombre?

A Vittoria le habría gustado que su padre estuviera allí para proporcionarle fe. Una vez le había explicado la comunicación divina en términos científicos, y había conseguido que creyera. Todavía recordaba el día que lo había visto rezando y le había preguntado:

—Padre, ¿por qué te molestas en rezar? Dios no puede responderte.

Leonardo Vetra había levantado la mirada de sus meditaciones con una sonrisa paternal.

—Mi hija la escéptica. ¿Así que no crees que Dios hable con los hombres? Deja que te lo explique en tu lenguaje. —Había cogido un modelo de un cerebro humano de un estante y lo había puesto delante de ella—. Como seguramente sabes, Vittoria, los seres humanos utilizan un porcentaje muy pequeño de su capacidad cerebral. Sin embargo, cuando se encuentran en situaciones emocionalmente intensas (como traumas físicos, felicidad o miedo extremos, meditación profunda...), de repente su actividad neuronal se dispara, mejorando en gran medida su claridad mental.

—¿Y qué? —respondió ella—. Que uno piense con claridad no significa que hable con Dios.

—¡Ajá! —exclamó Vetra—. Y, sin embargo, en estos momentos de claridad se le ocurren a uno soluciones sorprendentes a problemas aparentemente imposibles. Es lo que los gurús llaman conciencia superior. Los biólogos, estados alterados. Los psicólogos, suprapercepción. —Se detuvo un momento—. Y los cristianos, plegaria atendida. —Y con una amplia sonrisa, había añadido—: A veces, la revelación divina simplemente significa conseguir que tu cerebro oiga lo que tu corazón ya sabe.

Ahora, mientras descendía corriendo la escalera hacia la oscuridad, Vittoria intuyó que quizá su padre tenía razón. ¿Tan difícil era creer que el trauma del camarlengo había llevado su mente a un estado en el que simplemente había intuido el emplazamiento de la antimateria?

«Cada uno de nosotros es un dios —había dicho Buda—. Cada uno de nosotros lo sabe todo. Sólo tenemos que abrir nuestras mentes para poder escuchar nuestra propia sabiduría.»

Y en ese momento de claridad, mientras se internaba más profundamente bajo tierra, Vittoria sintió cómo su mente se abría y su sabiduría emergía a la superficie. De pronto, las intenciones del camarlengo le parecieron evidentes. Y este descubrimiento trajo consigo un miedo que nunca antes había conocido.

—¡No, camarlengo! —gritó en el pasadizo—. ¡No lo entiende! —Vittoria visualizó la multitud que rodeaba la Ciudad del Vaticano—. ¡Si lleva la antimateria a la superficie, todo el mundo morirá!

Langdon bajaba los escalones de tres en tres. El pasadizo era angosto, pero no sentía claustrofobia. Su miedo, antaño debilitador, se había visto eclipsado por un temor más profundo.