—¡Camarlengo! —Langdon advirtió que cada vez tenía más cerca el resplandor de la linterna—. ¡Debe dejar la antimateria donde está! ¡No hay elección!
Al profesor le costaba creer que hubiera pronunciado esas palabras. No sólo había aceptado la revelación divina del camarlengo sobre la ubicación de la antimateria, sino que se mostraba a favor de la destrucción de la basílica de San Pedro, una de las mayores maravillas arquitectónicas del mundo, y de las obras de arte que albergaba en su interior.
«Pero la gente que hay fuera... Es la única forma.»
Parecía una cruel ironía que el único modo de salvar a la gente fuera destruir la basílica. Langdon supuso que a los illuminati les haría gracia el simbolismo.
El aire que provenía del fondo del túnel era frío y húmedo. En algún lugar allí abajo estaba la sagrada necrópolis, lugar de sepultura de san Pedro y de muchos otros cristianos de la Antigüedad. Langdon sintió un escalofrío. Esperaba que no se tratara de una misión suicida.
De repente, la linterna del camarlengo pareció detenerse. Langdon estaba cada vez más cerca.
Llegó al final de la escalera. Una verja de hierro forjado con tres calaveras en relieve bloqueaba el camino. El camarlengo empezó a abrir la verja, pero Langdon dio un salto y se lo impidió. Los demás llegaron un instante después. Todos tenían un aspecto fantasmal bajo la luz del foco de la cámara. Sobre todo Glick, a quien se le veía cada vez más pálido.
Chartrand agarró a Langdon.
—¡Deje pasar al camarlengo!
—¡No! —dijo Vittoria, casi sin aliento—. ¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes! ¡No pueden sacar la antimateria de ahí! ¡Si la llevan a la superficie, todo el mundo morirá!
—Escuchen... —repuso Ventresca con gran serenidad—. Debemos tener fe. Tenemos poco tiempo.
—No lo entiende —insistió Vittoria—. ¡Una explosión en la superficie será mucho peor que bajo tierra!
El camarlengo la miró. Sus ojos verdes resplandecían.
—¿Quién ha dicho nada de una explosión en la superficie?
Ella se lo quedó mirando.
—¿Va a dejar la antimateria aquí abajo?
La certidumbre del sacerdote resultaba hipnótica.
—Esta noche no habrá más muertes.
—Pero, padre...
—Por favor..., tengan un poco de fe. —El camarlengo bajó el tono—. No le estoy pidiendo a nadie que venga conmigo. Son todos libres de irse. Lo único que les pido es que no se interpongan en su camino. Déjenme hacer lo que me ha pedido. —Su mirada se intensificó—. Voy a salvar esta Iglesia. Puedo hacerlo. Lo juro por mi vida.
El silencio que siguió fue absoluto.
CAPÍTULO 120
Las 23.51 horas.
Necrópolis significa literalmente «ciudad de los muertos».
Nada de lo que Robert Langdon había leído sobre ese lugar lo había preparado para lo que se encontró. La colosal caverna subterránea estaba repleta de mausoleos medio derruidos. El aire resultaba asfixiante. Una laberíntica red de angostos pasillos serpenteaba por entre los deteriorados monumentos funerarios, muchos de los cuales estaban hechos de agrietado ladrillo revestido de mármol. Como si de columnas de polvo se tratara, incontables pilares de tierra sin excavar se alzaban hasta el techo de tierra, que colgaba a baja altura sobre la penumbrosa aldea.
«La ciudad de los muertos —pensó Langdon, atrapado entre el asombro académico y el puro miedo. Él y los demás se internaron a toda velocidad por los serpenteantes pasadizos—. ¿Habré tomado la decisión correcta?»
Chartrand había sido el primero en caer bajo el hechizo del camarlengo y rápidamente había abierto la verja y había declarado su fe en él. Glick y Macri, a sugerencia del propio Ventresca, se habían ofrecido a iluminar la búsqueda. A pesar de los galardones que los aguardaban si salían de allí con vida, sus motivos resultaban ciertamente sospechosos. Vittoria era quien se había mostrado más renuente. Langdon había advertido en sus ojos una cautela que se parecía mucho a la intuición femenina.
«Ahora es demasiado tarde —pensó mientras corría junto a ella—. Ya estamos aquí.»
Vittoria permanecía en silencio, pero Langdon sabía que ambos estaban pensando lo mismo. «Si el camarlengo está equivocado, nueve minutos no son suficientes para salir del Vaticano.»
Mientras corrían por entre los mausoleos, un cansado Langdon advirtió que, para su sorpresa, el grupo empezaba a ascender una pronunciada pendiente. Al darse cuenta de la razón, sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. La topografía que tenía bajo los pies era la de la época de Jesucristo. ¡Estaba corriendo por la colina del Vaticano original! Langdon había oído a estudiosos de la Iglesia asegurar que la tumba de san Pedro se encontraba en lo alto de la colina, y él siempre se había preguntado cómo lo sabían. Ahora lo comprendía. «¡La maldita colina todavía existe!»
Tenía la impresión de estar corriendo por entre las páginas de la historia. Allí delante se encontraba la tumba de san Pedro, la mayor reliquia cristiana. Costaba imaginar que el sepulcro original consistiera en un modesto santuario. Hoy ya no. A medida que se fue propagando la eminencia de Pedro, fueron construyéndose nuevos santuarios encima del antiguo, y ahora, el homenaje se alzaba ciento treinta metros sobre sus cabezas hasta la cúspide de la cúpula de Miguel Ángel, que se encontraba justo encima de la tumba original con un margen de error de unos pocos centímetros.
Continuaron ascendiendo por sinuosos pasadizos. Langdon consultó la hora. «Ocho minutos.» Empezaba a preguntarse si Vittoria y él se unirían de forma permanente a los difuntos que había allí abajo.
—¡Cuidado! —exclamó Glick a su espalda—. ¡Nidos de serpientes!
Langdon los vio a tiempo. En el camino había una serie de pequeños agujeros. Saltó sobre ellos.
Vittoria también saltó, justo a tiempo de no meter el pie en las pequeñas aberturas. Pareció quedarse algo inquieta.
—¿Nidos de serpientes?
—En realidad son agujeros de comida —corrigió Langdon—. Créeme, no quieres saber de qué se trata.
Los agujeros, sabía Langdon, eran «tubos de libación». Los primeros cristianos creían en la resurrección de la carne, y utilizaban los agujeros para, literalmente, «alimentar a los muertos» vertiendo leche y miel a las criptas subterráneas.
El camarlengo se sentía débil.
Pero siguió adelante. Sus piernas encontraban fuerzas en su deber para con Dios y la humanidad. «Ya casi he llegado.» El dolor que sentía era insoportable. «La mente puede causar mucho más dolor que el cuerpo.» Sabía que contaba con muy poco tiempo.
—Salvaré tu Iglesia, Señor. Lo juro.
A pesar del foco de la cámara, que agradecía, el camarlengo llevaba asimismo la lámpara de aceite. «Soy un faro en la oscuridad. Soy la luz.» Al correr, el aceite se agitaba, y por un momento temió que el inflamable líquido se derramara y lo quemara. Ya había tenido suficiente carne quemada por esa noche.
Estaba acercándose a lo alto de la colina. Se hallaba completamente empapado en sudor y ya casi sin aliento. Cuando llegó a la cúspide, sin embargo, sintió que renacía. Tambaleante, se quedó de pie en la pequeña porción de tierra lisa en la que había estado tantas veces. Allí terminaba el sendero. La necrópolis llegaba abruptamente a su fin ante un muro de tierra. Un pequeño letrero decía: MAUSOLEUM S.
«La tomba di san Pietro.»
Ante él, a la altura de la cintura, había una abertura en la pared. Allí no se veían placas doradas, ni tampoco otros adornos. Se trataba de un simple agujero en la pared, más allá del cual había una pequeña gruta y un modesto y maltrecho sarcófago. El camarlengo miró el interior del agujero y sonrió, exhausto. Oyó entonces que los demás iban llegando tras él. Dejó a un lado la lámpara de aceite y se arrodilló para rezar.