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«Gracias, Dios mío. Ya casi he terminado.»

Mientras tanto, en la plaza de San Pedro, el cardenal Mortati, rodeado por el resto de los atónitos cardenales, levantó la mirada hacia la pantalla y contempló el drama que se estaba desarrollando en la cripta subterránea. Ya no sabía qué creer. ¿Había visto todo el mundo lo mismo que él? ¿De verdad había hablado Dios con el camarlengo? ¿Se encontraba realmente la antimateria en la tumba de san Pedro?

—¡Mirad! —La multitud dejó escapar un grito ahogado.

—¡Ahí! —De repente todo el mundo señaló la pantalla—. ¡Es un milagro!

Mortati levantó la mirada. La imagen era algo inestable, pero suficientemente clara. Y sin duda inolvidable.

El camarlengo, de espaldas, se había arrodillado para rezar. Ante él había un irregular agujero en la pared. En su interior, entre los escombros de piedras antiguas, podía verse un ataúd de terracota. Aunque Mortati había visto el féretro sólo una vez en su vida, no tuvo la menor duda de qué contenía.

«San Pietro.»

Mortati no era tan ingenuo como para pensar que los gritos de júbilo y asombro que ahora profería la muchedumbre se debían al hecho de presenciar una de las reliquias más sagradas del cristianismo. La tumba de san Pedro no era lo que provocaba que la gente se arrodillara y se pusiera espontáneamente a rezar y a dar gracias. Su reacción se debía al objeto que había encima de la tumba.

El contenedor de antimateria. Estaba ahí..., donde había estado todo el día, oculto en la oscuridad de la necrópolis. Lustroso. Implacable. Mortífero. La revelación del camarlengo era correcta.

Maravillado, Mortati se quedó mirando el cilindro transparente. El glóbulo de líquido seguía flotando en el centro. El visor de leds irradiaba su luz roja en la gruta e iniciaba en ese momento la cuenta atrás de los últimos cinco minutos.

Igualmente era posible ver, a unos pocos centímetros del recipiente, la cámara de seguridad inalámbrica de la Guardia Suiza enfocada hacia el contenedor, sin dejar de transmitir en ningún momento.

Mortati se santiguó, convencido de que se trataba de la imagen más aterradora que había visto en su vida. Un momento después, sin embargo, se dio cuenta de que la situación estaba a punto de empeorar.

De repente, el camarlengo se puso en pie. Cogió el contenedor de antimateria entre las manos y se volvió hacia los demás. La expresión de su rostro era de absoluta concentración. Los hizo a un lado y empezó a descender la colina de la necrópolis por el mismo camino por el que habían ido.

La cámara captó el rostro de Vittoria Vetra, presa del pánico.

—¿Adónde va? ¡Camarlengo! Creía que había dicho...

—¡Tenga fe! —exclamó el hombre mientras corría.

Ella se volvió hacia Langdon.

—¿Qué hacemos?

El norteamericano intentó detener a Ventresca, pero Chartrand se interpuso. Al parecer, seguía confiando a ciegas en el camarlengo.

Las imágenes de la cámara de la BBC eran como una montaña rusa. Frenéticas. Imprecisas. Fugaces fotogramas de confusión y terror se iban sucediendo mientras el caótico cortejo se abría paso por las sombras de vuelta a la entrada de la necrópolis.

En la plaza, Mortati dejó escapar un grito ahogado.

—¿Va a subir eso aquí?

En las televisiones de todo el mundo pudo verse cómo el camarlengo corría por la necrópolis con la antimateria en las manos.

—¡Esta noche no habrá más muertes!

Pero estaba equivocado.

CAPÍTULO 121

El camarlengo salió por las puertas de la basílica de San Pedro exactamente a las 23.56 horas. Se tambaleó bajo el potente resplandor de los focos, con el contenedor de antimateria en las manos como si de una ofrenda numinosa se tratara. Con los ojos doloridos, pudo ver la imagen de su propia figura, medio desnuda y herida, en las gigantescas pantallas dispuestas alrededor de la plaza. El camarlengo nunca había oído un estruendo como el que profirió la multitud allí congregada: lloros, gritos, cantos, rezos... Toda una mezcla de veneración y terror.

«Líbranos del mal», susurró para sí.

Se sentía extremadamente agotado tras haber cruzado la necrópolis a la carrera. La cosa casi había terminado en desastre. Robert Langdon y Vittoria Vetra habían querido interceptarlo para devolver el contenedor a su escondite subterráneo y correr en busca de refugio. «¡Necios!»

Con aterradora claridad, el camarlengo se dio cuenta de que cualquier otra noche no habría ganado la carrera. En ésa, sin embargo, Dios volvía a estar de su parte. Chartrand, siempre fiel y obediente a sus requerimientos, había conseguido evitar que Langdon lo interceptara. Y los reporteros, claro está, estaban demasiado embelesados y cargaban con demasiado equipo para inmiscuirse.

«Los caminos del Señor son inescrutables.»

El camarlengo oyó a los demás a su espalda. Y un momento después vio en las pantallas cómo se acercaban a él. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, alzó el contenedor de antimateria por encima de la cabeza. Luego, en un acto de desafío a la marca de los illuminati que llevaba grabada en el pecho, echó hacia atrás los hombros desnudos y bajó corriendo la escalera.

Había un acto final.

«Que Dios me asista —pensó—. Que Dios me asista.»

«Cuatro minutos...»

Al salir de la basílica, Langdon apenas pudo ver nada. De nuevo, el mar de focos de los medios le perforó las retinas. Lo único que podía distinguir era el borroso contorno del camarlengo que bajaba la escalinata a toda velocidad justo enfrente de él. Por un instante, a causa de las luces, Ventresca pareció estar envuelto en una aureola y poseer una apariencia celestial, como si de una especie de deidad moderna se tratara. La sotana colgaba de su cintura como una mortaja y en su cuerpo podían verse las quemaduras y las heridas que le habían infligido sus enemigos. Aun así, él seguía adelante sin amedrentarse. Corría en dirección a las masas con el arma de destrucción en las manos, proclamando a gritos al mundo que tuviera fe.

Langdon fue tras él. «¿Qué está haciendo? ¡Los va a matar a todos!»

—¡La obra de Satanás no tiene lugar en la casa de Dios! —gritó el camarlengo mientras corría hacia la multitud, ahora aterrorizada.

—¡Padre! —exclamó él—. ¡No hay escapatoria!

—¡Mire al cielo! ¡Siempre se nos olvida mirar al cielo!

En ese momento, Langdon vio adónde se dirigía Ventresca y lo comprendió todo. Aunque no lo distinguía bien por culpa de las luces, se percató de que su salvación estaba en las alturas.

En el estrellado cielo italiano. «Ésa es la ruta de escape.»

El helicóptero que el camarlengo había mandado llamar para que lo trasladara al hospital estaba estacionado allí delante, con el piloto preparado en la cabina y los rotores en marcha. Al ver que el sacerdote corría hacia él, Langdon sintió una repentina oleada de júbilo.

Los pensamientos acudieron como un torrente a su cabeza.

Primero visualizó la amplia extensión del mar Mediterráneo. ¿A qué distancia se encontraba? ¿Cinco kilómetros? ¿Diez? Sabía que la playa de Fiumicino estaba sólo a siete minutos en tren. Pero en helicóptero, a más de trescientos kilómetros por hora y sin paradas... Si conseguían llevar el contenedor lo bastante lejos y lanzarlo al mar... Aunque también había otras opciones, pensó, sintiéndose ahora casi ingrávido mientras corría. «¡La cava romana!» Las canteras de mármol que había al norte de la ciudad estaban a menos de cinco kilómetros. ¿Qué tamaño tenían? ¿Cinco kilómetros cuadrados? ¡Seguro que a esas horas no había nadie! Si arrojaban el contenedor allí...