Выбрать главу

—¡Atrás todos! —ordenó el camarlengo. El pecho le dolía cada vez más—. ¡Apártense! ¡Ahora!

Los guardias suizos que rodeaban el helicóptero se quedaron boquiabiertos cuando lo vieron aparecer.

—¡Atrás! —gritó el sacerdote.

Los guardias retrocedieron.

Mientras todo el mundo lo observaba sin salir de su asombro, el camarlengo rodeó el helicóptero y abrió de un tirón la puerta del piloto.

—¡Fuera, hijo! ¡Ahora!

El guardia bajó de un salto.

Al ver la altura a la que se encontraba el asiento de la cabina, el camarlengo supo que en su actual estado de agotamiento necesitaría ambas manos para alzarse. Se volvió hacia el piloto, que temblaba a su lado, y le puso el contenedor en las manos.

—Sostenga esto. Devuélvamelo cuando haya subido.

Mientras subía al aparato, Ventresca oyó los gritos de excitación de Robert Langdon, que se encontraba ya muy cerca del helicóptero. «¡Ahora lo entiendes! —pensó el camarlengo—. ¡Ahora tienes fe!»

El sacerdote se acomodó en la cabina, ajustó los controles y se asomó por la ventanilla para coger el contenedor.

Pero el guardia a quien se lo había dado tenía las manos vacías.

—¡Me lo ha quitado él! —exclamó.

El camarlengo sintió que el corazón le daba un vuelco.

—¡¿Quién?!

El guardia lo señaló.

—¡Él!

A Robert Langdon lo sorprendió el peso del contenedor. Rápidamente rodeó el helicóptero y subió al mismo compartimento trasero en el que él y Vittoria habían viajado hacía apenas unas horas. Dejó la puerta abierta y se puso los arneses. Luego le dijo al camarlengo:

—¡Despegue, padre!

Ventresca se volvió hacia Langdon con el rostro lívido.

—¿Qué está haciendo?

—¡Usted pilota! ¡Yo lo tiro! —gritó Langdon—. ¡No queda tiempo! ¡Despegue de una maldita vez!

El camarlengo pareció quedarse momentáneamente paralizado. El resplandor de la luz de los focos oscurecía las arrugas de su rostro.

—Puedo hacer esto yo solo —murmuró—. Debo hacerlo solo.

Langdon no lo escuchaba.

—¡Despegue! —se oyó gritar a sí mismo—. ¡Ahora! ¡Yo lo ayudaré! —Bajó la mirada al contenedor y se quedó sin respiración al ver los leds parpadeantes en el visor—. ¡Tres minutos, padre! ¡Tres!

La cifra hizo reaccionar al camarlengo. Sin vacilación, se volvió hacia los controles. Con un chirriante rugido, el helicóptero se elevó.

A través de un remolino de polvo, Langdon pudo ver que Vittoria corría hacia el aparato. Sus miradas se encontraron. Un instante después, ella pareció alejarse como una piedra que se hundiera en el agua.

CAPÍTULO 122

En el interior del helicóptero, los sentidos de Langdon se vieron asaltados por el estruendo del motor y el viento que entraba por la puerta abierta. El tirón de la gravedad al elevarse el aparato fue tremendo. Rápidamente, el resplandor de la plaza de San Pedro fue encogiéndose bajo ellos hasta no ser más que una elipse amorfa y reluciente en un mar de luces.

El contenedor de antimateria pesaba como un lastre en las manos del profesor. Él lo sostenía con fuerza, pues tenía las palmas resbaladizas por el sudor y la sangre. En el interior, el glóbulo de antimateria flotaba mientras el resplandor rojo del visor de leds proseguía con su cuenta atrás.

—¡Dos minutos! —gritó Langdon, preguntándose dónde pensaba arrojarlo el camarlengo.

Las luces de la ciudad se extendían bajo ellos en todas direcciones. Al oeste, en la distancia, Langdon pudo ver el perímetro titilante de la costa mediterránea, una irregular frontera luminiscente más allá de la cual podía divisarse una infinita extensión negra. El mar parecía estar más lejos de lo que Langdon había supuesto. Además, la concentración de luces en la costa era un crudo recordatorio de que incluso en mar abierto una explosión podía tener efectos devastadores. El profesor no había tenido en cuenta las consecuencias que un maremoto de diez kilotones podía tener en la costa.

Al volverse y mirar por la ventanilla de la cabina, sintió que aumentaban sus esperanzas. Justo enfrente, las onduladas sombras de las colinas romanas se cernían en la oscuridad de la noche. En ellas podían verse algunas luces (mansiones de gente adinerada), pero un kilómetro al norte la oscuridad era total. No había ninguna luz, sólo una gran extensión negra. Nada.

«¡Las canteras! —pensó—. ¡La cava romana!»

Observó con atención la inhóspita extensión de tierra y supuso que sería lo bastante grande. Además, parecía estar cerca, mucho más que el mar. Sintió una oleada de excitación. ¡Ése era el sitio donde el camarlengo había planeado arrojar la antimateria! ¡El helicóptero iba directo hacia las canteras! Sin embargo, a pesar del ruido del motor y de la velocidad del aparato, Langdon se dio cuenta de que no parecían avanzar mucho. Desconcertado, se asomó por la puerta abierta para orientarse. Una oleada de pánico sofocó al instante su excitación anterior. Justo debajo de ellos, a cientos de metros, resplandecían las luces de los focos de la plaza de San Pedro.

«¡Todavía estamos en el Vaticano!»

—¡Camarlengo! —exclamó—. ¡Avance! ¡Ya hemos alcanzado suficiente altitud! ¡Avance de una vez! ¡No podemos arrojar el contenedor en la Ciudad del Vaticano!

Ventresca no contestó. Parecía estar concentrado en pilotar el aparato.

—¡Nos quedan menos de dos minutos! —gritó Langdon con el contenedor entre las manos—. ¡Puedo ver las canteras! ¡La cava romana! ¡A sólo un par de kilómetros al norte! ¡No tenemos...!

—No —replicó el sacerdote—. Es demasiado peligroso. Lo siento. —Mientras el helicóptero seguía ascendiendo, se volvió y le sonrió con tristeza—. No debería haber venido, amigo mío. Ha hecho usted el sacrificio definitivo.

Langdon miró los cansados ojos del camarlengo y de repente lo comprendió. Se le heló la sangre.

—Pero... ¡ha de haber algún sitio al que podamos ir!

—Arriba —respondió el hombre con voz resignada—. Es la única opción segura.

Langdon apenas podía pensar. Había malinterpretado por completo el plan del camarlengo. «¡Mire al cielo!»

El cielo, comprendió ahora, era literalmente el lugar adonde se dirigían. El camarlengo no pensaba arrojar la antimateria en ningún sitio. Simplemente quería alejarla del Vaticano tanto como fuera posible.

Era un viaje sin retorno.

CAPÍTULO 123

En la plaza de San Pedro, Vittoria Vetra intentaba no perder de vista el helicóptero. Ahora ya no era más que una pequeña mota y los focos de los medios ya no lo alcanzaban. Incluso el estruendo de los rotores se había ido apagando hasta convertirse en un distante zumbido. Parecía que la atención de todo el mundo estaba puesta en los cielos. En un silencio expectante, los corazones de todas las personas, de todos los credos, latían al unísono.

Un ciclón de emociones sacudía a la joven. Mientras el aparato desaparecía de su vista, imaginó el rostro de Robert allá en las alturas. «¿En qué estaba pensando? ¿Acaso no lo había entendido?»

Alrededor de la plaza, las cámaras de las televisiones enfocaban la oscuridad, a la espera. Un mar de rostros miraban al cielo, unidos en una silenciosa cuenta atrás. En las pantallas de vídeo parpadeaba la misma escena: el cielo romano salpicado de brillantes estrellas. Vittoria sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.