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Tras ella, en la escalinata de mármol, ciento sesenta y un cardenales miraban asimismo hacia arriba, sobrecogidos. Algunos rezaban con las manos entrelazadas. La mayoría permanecían inmóviles, paralizados. Otros lloraban. Los segundos iban pasando poco a poco.

En casas, bares, negocios, aeropuertos y hospitales de todo el mundo, los seres humanos se habían unido y conformaban un único testigo universal. Hombres y mujeres entrelazaban las manos. Otros sostenían a sus hijos. El tiempo parecía flotar en un limbo en el que las almas permanecían suspendidas al unísono.

Entonces, cruelmente, las campanas de la basílica de San Pedro comenzaron a doblar.

Vittoria rompió a llorar.

Ante la mirada de todo el mundo, el tiempo se había agotado al fin.

Lo más aterrador de todo era el silencio mortal del momento.

Sobre la Ciudad del Vaticano se vio un pequeño punto de luz. Por un instante fugaz, nació un nuevo cuerpo celeste. Una mota de luz tan pura y blanca como nunca nadie había visto ninguna.

Y entonces sucedió.

Un destello. El punto empezó a hincharse como si se alimentara de sí mismo, desplegando en el cielo un dilatado radio de blanco cegador que se expandía en todas direcciones a una velocidad incomprensible y engullía la oscuridad. A medida que la esfera crecía, aumentaba su intensidad cual demonio dispuesto a consumir todo el cielo, y se acercaba a la gente a gran velocidad.

Cegada, la multitud de rostros humanos descarnadamente iluminados dejó escapar un grito ahogado y, presa del pánico, se protegió los ojos.

Mientras la luz se expandía en todas direcciones, sucedió algo inimaginable. Como inmovilizada por la voluntad de Dios, de repente la onda expansiva pareció impactar en una pared. Era como si la explosión hubiera quedado contenida en una gigantesca esfera de cristal. La luz rebotó, se intensificó y se replegó sobre sí misma. La onda parecía haber alcanzado un diámetro predeterminado y haberse quedado detenida ahí. Por un instante, una perfecta y silenciosa esfera de luz resplandeció sobre Roma. La noche se convirtió en día.

Y entonces estalló.

El estruendo sonó profundo y apagado. Una ensordecedora onda expansiva descendió sobre la muchedumbre como si de la ira del mismo infierno se tratara y sacudió los cimientos de granito del Vaticano, dejando sin habla a algunos y haciendo retroceder a otros. A la reverberación que rodeó la columnata la siguió un repentino torrente de aire cálido. El viento recorrió la plaza, profiriendo un sepulcral gemido al pasar entre las columnas y zarandear las paredes. La gente se agolpaba mientras el polvo se arremolinaba sobre sus cabezas. Estaban presenciando el Armagedón.

Luego, tan rápidamente como había aparecido, la esfera implosionó y reculó hasta regresar al pequeño punto de luz inicial.

CAPÍTULO 124

Nunca tanta gente había quedado sumida en un silencio semejante.

Una a una, las personas congregadas en la plaza de San Pedro fueron apartando la mirada del cielo y agachando las cabezas, sumergidas todas en su momento privado de asombro. Los focos de los medios de comunicación hicieron lo mismo y volvieron a proyectar sus haces de luz de vuelta a la tierra, como si reverenciaran la negrura que ahora se cernía sobre sus cabezas. Por un momento pareció que todo el mundo inclinaba la cabeza al unísono.

El cardenal Mortati se arrodilló para rezar, y los demás cardenales se unieron a él. Los guardias suizos bajaron sus largas alabardas y permanecieron inmóviles. Nadie hablaba. Nadie se movía. Por todas partes, emociones espontáneas estremecían los corazones de la gente. Sufrimiento. Miedo. Asombro. Fe. Y un temeroso respeto por el nuevo y prodigioso poder que acababan de presenciar.

Vittoria Vetra permanecía temblorosa al pie de la escalinata de la basílica. Cerró los ojos. En medio de la tempestad de emociones que ahora sacudían su cuerpo, una única palabra no dejaba de doblar en su interior como una lejana campana. Prístina. Cruel. Intentó ignorarla. Pero seguía resonando. La ignoró de nuevo. El dolor era demasiado intenso. Se dejó llevar entonces por las imágenes que resplandecían en las mentes de los demás. El increíble poder de la antimateria... La liberación del Vaticano... El camarlengo... Muestras de valentía... Milagros... Altruismo. Y, sin embargo, la palabra volvió a resonar en medio del caos con punzante intensidad.

«Robert.»

Había ido a buscarla a Castel Sant’Angelo.

La había salvado.

Y ahora había sido destruido por su creación.

Mientras rezaba, el cardenal Mortati se preguntó si, al igual que el camarlengo, también él oiría la voz de Dios. «¿Ha de creer uno en los milagros para poder experimentarlos?» Mortati era un hombre moderno que profesaba una fe antigua. Los milagros nunca habían formado parte de su forma de pensar. Sí, su fe hablaba de milagros: estigmas en las palmas, resurrecciones de muertos, huellas en sudarios... Pero su mente racional siempre los había considerado parte del mito. Básicamente eran el resultado de la mayor debilidad del hombre: la necesidad de pruebas. Los milagros no eran más que historias a las que todos se aferraban porque deseaban que fueran ciertas.

Y, sin embargo...

«¿Soy tan moderno que no puedo aceptar lo que acaban de ver mis ojos?» Había sido un milagro, ¿no? ¡Sí! Con unas pocas palabras susurradas al oído del camarlengo, Dios había intervenido para salvar la Iglesia. ¿Por qué resultaba tan difícil de creer? ¿Qué habría pensado la gente si Dios no hubiera intervenido? ¿Que al Todopoderoso le daba igual? ¿Que carecía del poder para evitarlo? ¡Un milagro era la única respuesta posible!

Mientras permanecía arrodillado sin salir de su asombro, Mortati rezó por el alma del camarlengo. Dio gracias al joven chambelán que, a pesar de su juventud, había abierto los ojos de ese anciano a los milagros de la fe ciega.

Lo que Mortati no podía sospechar, sin embargo, era hasta qué punto su fe iba a ser puesta a prueba.

Un leve bisbiseo rompió entonces el silencio de la plaza. El bisbiseo dio paso a un sonoro murmullo. Y éste, rápidamente, a un clamor. Sin advertencia previa, la multitud empezó a gritar al unísono:

—¡Mirad! ¡Mirad!

Mortati abrió los ojos y se volvió hacia la gente. Todo el mundo señalaba en dirección a la basílica. Sus rostros estaban lívidos. Algunos cayeron de rodillas. Otros se desmayaron. Y no pocos rompieron a llorar desconsoladamente.

—¡Mirad! ¡Mirad!

Desconcertado, el cardenal se volvió hacia el lugar que señalaban las manos extendidas. Se trataba del nivel superior de la basílica, la terraza de la azotea, desde la que se elevaban las gigantescas estatuas de Jesucristo y sus apóstoles.

Allí, a la derecha de Jesús, con los brazos extendidos al mundo, se encontraba el camarlengo Carlo Ventresca.

CAPÍTULO 125

Robert Langdon había dejado de caer.

Ya no sentía miedo. Ni dolor. Ni oía el ruido del viento. Sólo el suave sonido del oleaje del agua, como si se hubiera quedado cómodamente dormido en la playa.

En un paradójico episodio de autoconciencia, Langdon experimentó su propia muerte. Y lo hizo contento. Dejó que fuera poseyéndolo lentamente. Que lo llevara allá adonde tuviera que ir. El dolor y el miedo habían sido anestesiados, y no quería que regresaran bajo ningún concepto. Su último recuerdo sólo podría haber sido conjurado en el infierno.

«Llévame. Por favor...»

Pero el mismo oleaje que lo arrullaba, dándole esa sensación de paz, también parecía repudiarlo. Intentaba despertarlo de un sueño. «¡No! ¡Déjame en paz!» Langdon no quería despertar. Advertía la presencia de demonios congregados alrededor del perímetro de su dicha, dispuestos a hacer añicos ese éxtasis. Imágenes borrosas se arremolinaban a su alrededor. Unos gritos. El aullido del viento. «¡No, por favor!» Cuanto más se resistía, más lograba filtrarse la furia.