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Entonces, volvió a revivirlo todo...

El helicóptero había emprendido un ascenso imparable. Langdon estaba atrapado en su interior. Por la puerta abierta podía ver las luces de Roma, cada vez más lejanas. El instinto de supervivencia lo instaba a lanzar el contenedor de inmediato. Sabía que antes de veinte segundos caería casi un kilómetro. El problema era que lo haría sobre una ciudad llena de gente.

«¡Más alto! ¡Más alto!»

Se preguntó a qué altitud debían de volar ahora. Sabía que las avionetas alcanzaban altitudes de unos seis mil metros. El helicóptero debía de estar cerca. «¿Tres mil metros? ¿Cinco mil?» Todavía había una posibilidad. Si lo lanzaba en el momento adecuado, el contenedor estallaría en el aire, a una distancia segura del suelo y lo bastante lejos del helicóptero. Langdon miró la ciudad que se extendía bajo ellos.

—¿Y si calcula mal? —preguntó el camarlengo.

Él se volvió, sobresaltado. El sacerdote ni siquiera lo estaba mirando. Parecía haber leído sus pensamientos en el fantasmal reflejo del parabrisas. Ya no manejaba los controles del aparato. Sus manos ni siquiera sujetaban la palanca de mando. Al parecer, había activado el piloto automático para que el aparato simplemente siguiera ascendiendo. Ventresca alargó entonces el brazo hacia el techo de la cabina y cogió una llave que estaba oculta detrás de unos cables.

Desconcertado, Langdon observó cómo el camarlengo abría la caja metálica que había entre los asientos, extraía de su interior una mochila negra de nailon y la depositaba en el asiento del acompañante. Parecía moverse con gran serenidad, como si supiera cuál era la solución.

—Deme el contenedor —ordenó entonces con absoluta tranquilidad.

Langdon ya no sabía qué pensar. Se lo dio.

—¡Noventa segundos!

Lo que el camarlengo hizo con la antimateria cogió al norteamericano completamente por sorpresa. Con mucho cuidado, metió el recipiente en la caja y luego cerró la pesada tapa con llave.

—¡¿Se puede saber qué está haciendo?! —preguntó.

—Alejarnos de la tentación —declaró Ventresca, y tiró la llave por la ventanilla abierta.

Al ver caer la llave, Langdon sintió que su alma iba tras ella.

El camarlengo cogió entonces la mochila de nailon, metió los brazos por las correas y se ciñó otra alrededor del estómago. Luego se volvió hacia el estupefacto profesor.

—Lo siento —dijo—. Esto no debería haber sucedido así.

Acto seguido, abrió la puerta y se arrojó hacia la noche.

La imagen ardió en el inconsciente de Langdon, y con ella llegó el dolor. Un dolor auténtico. Físico. Penetrante. Abrasador. Rogó que acabara con él, que terminara de una vez, pero cuanto más alto oía el oleaje, más imágenes acudían a su mente. Su infierno no había hecho más que comenzar. Veía fragmentos. Fotogramas aislados de puro pánico. Se hallaba a medio camino entre la muerte y la pesadilla, implorando ser liberado, pero las imágenes eran cada vez más nítidas.

El contenedor de antimateria estaba encerrado fuera de su alcance. La cuenta atrás seguía adelante mientras el helicóptero no dejaba de ascender. «Cincuenta segundos.» Más alto. Más alto. Langdon se revolvió de un lado a otro, frenético, intentando encontrarle algún sentido a lo que acababa de ver. «Cuarenta y cinco segundos.» Buscó otro paracaídas bajo los asientos. «Cuarenta segundos.» ¡No había ninguno! ¡Tenía que haber alguna otra opción! «Treinta y cinco segundos.» Se dirigió hacia la puerta abierta del helicóptero y, zarandeado por el fuerte viento, contempló las luces de Roma. «Treinta y dos segundos.»

Y entonces tomó una decisión.

Una decisión increíble...

Robert Langdon saltó del aparato sin paracaídas. Mientras la noche engullía su cuerpo, el helicóptero siguió su curso ascendente y el ruido de los rotores quedó diluido por el fragor ensordecedor de su propia caída libre.

Al precipitarse hacia el suelo, Langdon sintió algo que no había experimentado desde que practicaba salto de trampolín: el inexorable tirón de la gravedad. Cuanto más rápido caía, con mayor fuerza parecía tirar la Tierra de él. Esta vez, sin embargo, no se trataba del salto a una piscina desde quince metros de altura, sino de una caída de miles de metros sobre una interminable extensión de pavimento y cemento.

En medio del torrente de viento y desesperación, la voz de Kohler resonó desde la tumba..., unas palabras que le había dicho esa mañana en el tubo de caída libre del CERN. «Un metro cuadrado de tela ralentiza la caída de un cuerpo casi en un veinte por ciento.» Langdon era consciente de que un veinte por ciento ni siquiera se acercaba a lo que necesitaría para sobrevivir a una caída como ésa. No obstante, más por acto reflejo que por albergar alguna esperanza, se aferró con fuerza al único objeto que había cogido en el helicóptero antes de saltar. Era un objeto extraño, pero por un fugaz instante le había parecido que podía servir.

La lona protectora del parabrisas estaba tirada en la parte trasera del helicóptero. Era un rectángulo cóncavo, de unos cuatro metros por dos, parecido a una enorme sábana hecha a medida, lo más cercano a un paracaídas que había encontrado. Carecía de arneses, sólo tenía unas presillas elásticas en cada extremo para ajustar la lona a la curvatura del parabrisas. Langdon había deslizado las manos por las presillas, las había agarrado con fuerza y había saltado al vacío.

Su último gran acto de desafío juvenil.

No se hacía ilusiones de sobrevivir.

Langdon caía como una roca. De pie. Con los brazos en alto. Las manos aferradas a las presillas. La lona hinchada como un hongo sobre su cabeza. El viento zarandeándolo con violencia.

Mientras se precipitaba en dirección al suelo, oyó una gran explosión. Le pareció más lejana de lo que había esperado. Casi al instante, sintió el impacto de la onda expansiva. El aire se calentó a su alrededor y se quedó sin respiración. La pared de calor lo recorrió de arriba abajo. La parte superior de la lona empezó a arder, pero Langdon siguió cogido a ella.

Aferrado a una hinchada mortaja de luz, se sentía como un surfista que intentara dejar atrás una ola de mil metros de altura. Finalmente, sin embargo, el calor disminuyó.

Volvía a estar en medio de la oscura y fría noche.

Por un instante sintió un atisbo de esperanza. Un momento después, sin embargo, esa esperanza se desvaneció igual que lo había hecho el calor. A pesar de que la lona ralentizaba la caída, su cuerpo seguía atravesando el viento con ensordecedora velocidad. Langdon no tenía duda alguna de que caía con demasiada rapidez para poder sobrevivir. Moriría aplastado contra el suelo.

Intentó hacer algunos cálculos matemáticos, pero se sentía demasiado ofuscado para encontrarles sentido alguno... «Un metro cuadrado de tela... Veinte por ciento de reducción de velocidad.» Lo único que pudo calcular fue que la lona era lo bastante grande como para ralentizar la caída más de un veinte por ciento. Lamentablemente, sin embargo, a juzgar por la velocidad a la que caía, era consciente de que eso no bastaría. Seguía cayendo con demasiada rapidez... No sobreviviría al impacto contra el mar de cemento.

Bajo él, las luces de Roma se extendían en todas direcciones. La ciudad parecía un enorme cielo estrellado. La perfecta extensión de estrellas sólo se veía interrumpida por una franja oscura que dividía la ciudad en dos; una amplia cinta sin iluminar que serpenteaba a través de los puntos de luz como una gruesa serpiente. Langdon se quedó mirando la sinuosa línea negra.

De repente, como la cresta de una inesperada ola, volvió a sentir un atisbo de esperanza.