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Langdon no estaba seguro de querer oírla.

—El asesino ha robado a Vetra un objeto.

—¿Un objeto?

—Sígame.

El director dirigió su silla de ruedas de vuelta al neblinoso salón. El profesor lo siguió sin saber muy bien qué esperar. Kohler maniobró hasta quedar a pocos centímetros del cadáver de Vetra y le indicó que se uniera a él. A regañadientes, Langdon se acercó y sintió cómo la bilis subía por su garganta a causa del olor que despedía la orina congelada de la víctima.

—Mírele la cara —dijo Kohler.

«¿Que le mire la cara? —Langdon frunció el entrecejo—. Pensaba que le habían robado algo.»

Vacilante, se arrodilló. Intentó mirar el rostro de Vetra, pero éste tenía la cabeza vuelta ciento ochenta grados y el rostro aplastado contra la alfombra.

A pesar de su minusvalía, Kohler extendió la mano y giró con cuidado la cabeza helada de Vetra. Con un sonoro crujido, el agónico rostro del cadáver quedó a la vista. El hombre lo sostuvo así un momento.

—¡Dios mío! —exclamó Langdon, retrocediendo horrorizado. La cara de Vetra estaba cubierta de sangre. Un único ojo castaño le devolvía la mirada. La otra cuenca estaba destrozada y vacía—. ¿Le han robado el ojo?

CAPÍTULO 14

Langdon salió del Edificio C al aire libre, contento por dejar al fin atrás el apartamento de Vetra. El sol lo ayudó a borrar la imagen de la cuenca vacía que se le había quedado grabada en la mente.

—Por aquí, por favor —le indicó Kohler mientras giraba para tomar un empinado sendero. La silla de ruedas eléctrica parecía avanzar sin el menor esfuerzo—. La señorita Vetra llegará de un momento a otro.

Langdon apretó el paso para no quedarse rezagado.

—Bueno —dijo Kohler—, ¿todavía duda de la autoría de los illuminati?

Langdon ya no sabía qué pensar. La afiliación religiosa de Vetra sin duda resultaba preocupante, pero se resistía a dejar de lado todas las pruebas que había investigado durante su vida académica. Además, estaba lo del ojo...

—Sigo manteniendo —repuso, más enérgicamente de lo que pretendía— que los illuminati no son responsables de este asesinato. El ojo es la prueba.

—¿Cómo dice?

—La mutilación aleatoria —explicó Langdon— es muy poco... propia de los illuminati. Los especialistas la consideran obra de sectas marginales sin experiencia, fanáticos que cometen actos aleatorios de terrorismo. Los illuminati, en cambio, siempre han actuado de un modo intencionado.

—¿De un modo intencionado, dice? ¿Y extraer quirúrgicamente el ojo de alguien no le parece un acto intencionado?

—No envía ningún mensaje claro, ni sirve a ningún propósito más elevado.

La silla de ruedas de Kohler se detuvo de golpe en lo alto de la colina. Se volvió.

—Créame, señor Langdon, ese ojo sí sirve a un propósito más elevado... Mucho más elevado.

A medida que los dos hombres ascendían la pendiente cubierta de hierba, el batir de las palas del helicóptero se fue haciendo más audible al oeste. Finalmente apareció y lo vieron sobrevolar el valle abierto en su dirección, inclinándose bruscamente y reduciendo la velocidad para tomar tierra en una pista de aterrizaje que había pintada en la hierba.

Langdon se lo quedó mirando, absorto en sus pensamientos. Su mente no dejaba de dar vueltas como las palas del helicóptero, preguntándose si dormir una noche entera atenuaría su confusión actual. Por alguna razón, lo dudaba.

En cuanto los patines tocaron tierra, un piloto salió del aparato y empezó a descargar el equipaje. Había una gran cantidad: petates, bolsas impermeables de vinilo, botellas de buceo y cajas con lo que parecía ser un equipo de submarinismo de alta tecnología.

Langdon no entendía nada.

—¿Ése es el equipaje de la señorita Vetra? —le preguntó a Kohler, alzando la voz por encima del ruido de los motores.

El hombre asintió y le contestó alzando asimismo la voz:

—Estaba llevando a cabo una investigación biológica en el mar balear.

—Pero ¿no había dicho usted que era física?

—Y lo es. Biofísica. Estudia la interacción entre los sistemas vivos. Su trabajo está íntimamente relacionado con el que realizaba su padre en la física de partículas. Recientemente ha refutado una de las teorías fundamentales de Einstein mediante el uso de cámaras de sincronización atómica para observar un banco de atunes.

Langdon escrutó el rostro de su anfitrión en busca de algún atisbo de humor. «¿Einstein y atunes?» Estaba empezando a preguntarse si el avión espacial X-33 no lo habría llevado por equivocación a otro planeta.

Un instante después, Vittoria Vetra descendió de la cabina. Robert Langdon se dio cuenta de que ése iba a ser un día de interminables sorpresas. Vestida con unos pantalones cortos de color caqui y una camiseta blanca sin mangas, Vittoria Vetra no se parecía en nada a la física que se había imaginado. Ágil y elegante, se trataba de una mujer alta, de piel oscura y largo pelo negro que el viento que levantaban las palas hacía revolotear. Su rostro era inequívocamente italiano, de una belleza más bien sutil, aunque incluso a veinte metros sus carnales rasgos parecían emanar una abierta sensualidad. Las corrientes de aire que azotaban su cuerpo acentuaban su esbelto torso y sus pequeños senos.

—La señorita Vetra es una mujer de una tremenda fortaleza personal —dijo Kohler al advertir su reacción—. Se pasa meses trabajando en sistemas ecológicos peligrosos. Es vegetariana estricta y gurú de hatha yoga aquí, en el CERN.

«¿Hatha yoga?», pensó Langdon. El antiguo arte budista de estiramientos y meditación era una habilidad que no habría esperado encontrar en una física hija de un sacerdote católico.

Observó a Vittoria mientras se acercaba. Se notaba que había estado llorando, sus profundos ojos negros traslucían emociones que Langdon era incapaz de identificar. Aun así, avanzó hacia ellos con decisión. Tenía unas piernas fuertes y tonificadas, que irradiaban la sana luminiscencia de la piel mediterránea que ha disfrutado de horas de sol.

—Vittoria —dijo Kohler cuando ella se acercó—. Mis más profundas condolencias. Es una terrible pérdida para la ciencia... y para todos nosotros aquí, en el CERN.

Ella asintió con gratitud. Cuando habló, lo hizo con una voz suave, y en un inglés gutural y de marcado acento.

—¿Se sabe ya quién es el responsable?

—Lo estamos investigando.

La joven se volvió hacia Langdon y le tendió su delgada mano.

—Me llamo Vittoria Vetra. Imagino que usted debe de ser de la Interpol.

Langdon le estrechó la mano, momentáneamente hechizado por la profundidad de su mirada llorosa.

—Robert Langdon. —No sabía qué más añadir.

—El señor Langdon no es de la Interpol —explicó Kohler—. Es un especialista de Estados Unidos. Está aquí para ayudarnos a encontrar al responsable de esto.

Vittoria parecía confusa.

—¿Y la policía?

Kohler suspiró pero no dijo nada.

—¿Dónde está el cadáver? —preguntó ella.

—Se están ocupando de él.

La mentira piadosa sorprendió a Langdon.

—Quiero verlo —dijo ella.

—Vittoria —insistió Kohler—, tu padre ha sido asesinado brutalmente. Sería mejor que lo recordaras tal y como era.

La joven comenzó a decir algo pero la interrumpieron.

—¡Eh, Vittoria! —se oyó que decían unas voces a lo lejos—. ¡Bienvenida a casa!