Con un vigor casi maníaco, tiró con fuerza de la lona con la mano derecha. La tela aleteó, hinchándose e inclinándose hacia el lado en el que la resistencia era menor. Langdon notó que se desviaba hacia un lado. Volvió a tirar, ahora con mayor fuerza, ignorando el dolor que sentía en la palma de la mano. La lona se ensanchó, y él notó que su cuerpo volvía a desplazarse. No mucho, pero ¡algo era algo! Miró otra vez la sinuosa serpiente negra que había bajo sus pies. Quedaba a la derecha, pero él todavía se hallaba a mucha altura. ¿Habría esperado demasiado? Tiró con todas sus fuerzas y aceptó que se encontraba en manos de Dios. Se concentró en la parte más amplia de la serpiente y, por primera vez en su vida, rezó para que sucediera un milagro.
Del resto sólo recordaba fragmentos.
La oscuridad estaba cada vez más cerca... Su instinto de saltador de trampolín se activó. Se llenó los pulmones de aire para proteger los órganos vitales. Estiró las piernas para que hicieran de ariete. Y, finalmente, agradeció que el serpenteante Tíber estuviera embravecido. Las aguas espumosas y llenas de aire eran tres veces más blandas que el agua estancada.
Luego llegó el impacto... y todo se volvió negro.
El atronador ruido de la lona hizo que un grupo de personas apartaran los ojos de la bola de fuego. Esta noche habían podido ver muchas cosas en el cielo de Roma: un helicóptero disparado hacia la estratosfera, una enorme explosión, y ahora ese extraño objeto que había caído sobre las agitadas aguas del Tíber, cerca de la orilla de la diminuta isla Tiberina.
Desde que había sido utilizada para aislar en cuarentena a los enfermos durante la peste que asoló Roma en el año 1656, se decía que la isla poseía propiedades curativas místicas. Por esa razón, más adelante se convirtió en el emplazamiento del hospital Tiberina.
El cuerpo que sacaron del agua estaba muy maltrecho, pero todavía tenía pulso. A todos les pareció algo sorprendente, y se preguntaron si no habría sido la mítica reputación curativa de la isla Tiberina lo que había mantenido con vida su corazón. Minutos después, cuando el hombre comenzó a toser y a recuperar poco a poco la conciencia, el grupo decidió que efectivamente la isla debía de ser mágica.
CAPÍTULO 126
El cardenal Mortati sabía que no había palabras en ningún idioma que pudieran explicar el misterio de ese momento. El silencio de la visión que se cernía sobre la plaza de San Pedro resultaba más elocuente que un coro de ángeles.
Mientras contemplaba al camarlengo Ventresca, Mortati sintió la paralizante colisión de corazón y mente. La visión parecía real, tangible... ¿Cómo era posible? Todos habían visto cómo el camarlengo subía al helicóptero. Y habían sido asimismo testigos de la bola de luz en el cielo. Sin embargo, ahora el camarlengo se encontraba en lo alto de la azotea. ¿Lo habían transportado los ángeles? ¿Se había reencarnado por la gracia de Dios?
«Esto es imposible...»
Mortati deseaba con todas sus fuerzas creer lo que veía ante sí, pero su mente exigía una explicación. A su alrededor, los cardenales también habían levantado la mirada y contemplaban lo mismo que él, paralizados por el asombro.
Era el camarlengo. No había duda alguna. Pero había algo distinto en él. Algo divino. Como si hubiera sido purificado. ¿Un espíritu? ¿Un hombre? Su carne blanca relucía bajo la luz de los focos con incorpórea ingravidez.
En la plaza se oían gritos, vítores, aplausos espontáneos... Un grupo de monjas se arrodilló y entonó una saeta. La multitud estaba enfervorizada. De repente, la plaza entera empezó a corear el nombre del camarlengo. Los cardenales, con lágrimas en las mejillas, se unieron al cántico. Mortati miraba a su alrededor sin dar crédito. «¿Esto está pasando de verdad?»
El camarlengo Carlo Ventresca observaba a la multitud desde la azotea de la basílica de San Pedro. ¿Estaba despierto o soñaba? Se sentía transformado, como etéreo. Se preguntó si había sido su cuerpo o sólo su espíritu el que había descendido de los cielos en dirección a la suave y oscura extensión de los jardines del Vaticano y, oculto tras la elevada sombra de la basílica, había aterrizado como un ángel silencioso en el césped desierto. Se preguntó si había sido su cuerpo o su espíritu el que había poseído la fuerza necesaria para ascender la antigua Escalera de los Medallones hasta la azotea en la que ahora se encontraba.
Se sentía tan ligero como un fantasma.
Aunque la gente coreaba su nombre, el camarlengo sabía que no era a él a quien vitoreaban. Los cánticos se debían al júbilo irreflexivo, el mismo júbilo que él sentía cada día de su vida al pensar en el Todopoderoso. Estaban experimentando lo que siempre habían deseado: confirmar la existencia del más allá, comprobar el poder del Creador.
El camarlengo Ventresca había rezado toda su vida para que llegara ese momento y, sin embargo, ni siquiera él podía concebir que Dios lo hubiera hecho realidad. Quería gritarles: «¡Vuestro Dios está vivo! ¡Contemplad los milagros que os rodean!».
Permaneció allí un rato, aturdido, y a pesar de ello más vivo que nunca. Finalmente inclinó la cabeza y se apartó de la balaustrada.
A solas, se arrodilló en la azotea y rezó.
CAPÍTULO 127
Las imágenes a su alrededor eran borrosas y fragmentarias. Poco a poco, Langdon comenzó a distinguirlas. Las piernas le dolían, y sentía como si le hubiera pasado un camión encima. Estaba tumbado de costado en el suelo. Algo apestaba como a bilis. Aún podía oír el incesante oleaje, pero ya no le resultaba placentero. También percibió otros ruidos; alguien estaba hablando. Vio unas formas blancas borrosas. ¿Iban todos vestidos de blanco? Langdon supuso que estaba en un manicomio, o en el cielo. A juzgar por el ardor que sentía en la garganta, decidió que no podía tratarse del cielo.
—Ya ha dejado de vomitar —dijo un hombre en italiano—. Dale la vuelta. —Su tono era firme y profesional.
Langdon sintió que unas manos lo colocaban boca arriba. La cabeza le daba vueltas. Intentó incorporarse, pero las manos volvieron a recostarlo. Su cuerpo obedeció. Entonces notó que alguien le registraba los bolsillos.
Luego perdió el conocimiento.
El doctor Jacobus no era un hombre religioso; hacía mucho tiempo que la ciencia de la medicina lo había alejado de las iglesias. Y, sin embargo, los acontecimientos que habían tenido lugar esa noche en el Vaticano habían puesto a prueba su razonamiento lógico. «¿Ahora caen cuerpos del cielo?»
El médico le tomó el pulso al desaliñado hombre que acababan de sacar del río y decidió que era un milagro que siguiera con vida. El impacto contra el agua lo había dejado inconsciente, y de no haber sido porque él y su equipo se encontraban en ese momento en la orilla contemplando el espectáculo que se desarrollaba en el cielo, seguramente nadie lo habría visto y se habría ahogado.
—È americano —dijo una enfermera tras echar un vistazo a la cartera del hombre cuando lo sacaron del agua.
¿Norteamericano? Los romanos solían bromear con que había tantos en la ciudad que las hamburguesas acabarían convirtiéndose en la comida oficial italiana. «¿Ahora caían del cielo?» Jacobus dirigió una linterna a los ojos del hombre.
—¿Señor? ¿Puede oírme? ¿Sabe dónde está?
El hombre volvía a estar inconsciente. Al médico no le sorprendió. Había vomitado mucha agua tras practicarle el boca a boca.
—Si chiama Robert Langdon —dijo la enfermera al ver el nombre en el carnet de conducir.
El grupo que se había congregado en el muelle se quedó de piedra.
—Impossibile! —exclamó Jacobus.