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Robert Langdon era el hombre de la televisión. El profesor norteamericano que había estado ayudando al Vaticano. Hacía apenas unos minutos, el médico lo había visto subir a un helicóptero en la plaza de San Pedro. Jacobus y los demás habían corrido al muelle para presenciar la explosión de la antimateria, una tremenda esfera de luz como ninguno había visto nunca. «¡¿Cómo puede ser éste el mismo hombre?!»

—¡Es él! —exclamó la enfermera tras apartarle el pelo de la cara—. ¡Y reconozco su americana de tweed!

De pronto se oyó chillar a alguien en la entrada del hospital. Era una de las pacientes. Gritaba como una posesa, alabando a Dios mientras sostenía una radio portátil en la mano. Al parecer, el camarlengo Ventresca acababa de aparecer milagrosamente en la azotea del Vaticano.

El doctor Jacobus decidió que, en cuanto su turno terminara a las ocho de la mañana, iría directamente a la iglesia.

Las luces que Langdon veía sobre su cabeza eran ahora más brillantes. Estériles. Estaba tumbado en una especie de mesa de examen. Olía a astringentes y a extraños productos químicos. Alguien acababa de ponerle una inyección, y lo habían desnudado.

«Está claro que no son gitanos —decidió en pleno delirio semiinconsciente—. ¿Alienígenas, quizá?» Sí, había oído hablar de cosas parecidas. Afortunadamente, esas criaturas no parecían tener intención de hacerle daño. Lo único que querían...

—¡Ni hablar! —Se incorporó de golpe con los ojos muy abiertos.

Attento! —gritó una de las criaturas, tranquilizándolo. En su placa identificativa se leía «Doctor Jacobus». Su aspecto era humano.

—Yo... pensaba... —tartamudeó el norteamericano.

—Relájese, señor Langdon. Está usted en un hospital.

La niebla comenzó a disiparse. Langdon sintió una oleada de alivio. Odiaba los hospitales, pero sin duda prefería eso a unos alienígenas toqueteándole los testículos.

—Soy el doctor Jacobus —dijo el hombre, y a continuación le explicó lo sucedido—. Tiene usted mucha suerte de seguir vivo.

Langdon no se sentía afortunado. Sus recuerdos le resultaban confusos. El helicóptero, el camarlengo... Le dolía todo el cuerpo. Le dieron un poco de agua y se enjuagó la boca. También le cambiaron la gasa de la palma de la mano.

—¿Dónde está mi ropa? —preguntó. Llevaba puesta una bata desechable.

Una de las enfermeras le señaló los chorreantes jirones de tela caqui y de tweed que había sobre un mostrador.

—Estaba empapada. Hemos tenido que cortarla para poder quitársela.

Langdon se quedó mirando los restos de su americana Harris y frunció el entrecejo.

—Tenía unos pañuelos de papel en el bolsillo —dijo la enfermera.

Fue entonces cuando Langdon vio los trozos de pergamino esparcidos por todo el forro de su americana. El folio del Diagramma de Galileo. La última copia que quedaba en el mundo acababa de disolverse. Se sentía demasiado aturdido para reaccionar. Se limitó a mirarla.

—Hemos guardado sus objetos personales. —Le mostró un cubo de plástico—. La cartera, una videocámara y una pluma estilográfica. He secado la videocámara lo mejor que he podido.

—No tengo ninguna videocámara.

La enfermera frunció el entrecejo y le acercó el cubo. Langdon comprobó su contenido. Junto con su cartera y su pluma, había una diminuta videocámara Sony RUVI. Ahora lo recordaba. Kohler se la había dado y le había pedido que la hiciera llegar a los medios de comunicación.

—La hemos encontrado en un bolsillo de la americana. Me temo que necesitará una nueva. —La enfermera abrió la pantalla de dos pulgadas que había en la parte posterior—. El visor está roto, pero el sonido todavía funciona. Más o menos. —Se llevó el aparato al oído—. No deja de reproducir lo mismo una y otra vez. —Escuchó un momento e hizo una mueca—. Dos tipos discutiendo, creo.

Desconcertado, Langdon cogió la videocámara y se la llevó a la oreja. Las voces se oían distorsionadas y metálicas, pero se podía discernir lo que decían. Una estaba más cerca de la cámara que la otra. Langdon reconoció ambas.

Sentado con su bata de papel, escuchó la conversación con perplejidad. Aunque no podía ver lo que estaba pasando, cuando llegó el sorprendente final, agradeció que así fuera.

«¡Dios mío!»

Mientras la conversación volvía a comenzar desde el principio, Langdon bajó la videocámara y se quedó un momento consternado. La antimateria... El helicóptero... Su mente comenzó a activarse.

«Pero eso significa...»

Sintió otra arcada. Furioso y desorientado, bajó de la mesa e intentó mantenerse en pie sobre sus piernas temblorosas.

—¡Señor Langdon! —dijo el médico, e intentó detenerlo.

—Necesito algo de ropa —exigió Langdon, que podía sentir cómo se le empezaba a enfriar el trasero a través de la abertura de la bata.

—Pero necesita descansar.

—Me voy. Necesito algo de ropa.

—Pero, señor, usted...

—¡Ahora!

Todos se miraron entre sí, desconcertados.

—No tenemos ropa —dijo el médico—. Quizá mañana un amigo pueda traerle algo.

Langdon exhaló un largo suspiro y miró fijamente al médico.

—Doctor Jacobus, pienso salir de aquí ahora mismo. Necesito algo de ropa. Voy a ir al Vaticano. Y uno no se presenta en el Vaticano con el culo al aire. ¿Ha quedado claro?

El doctor Jacobus tragó saliva.

—Consíganle algo de ropa a este hombre.

Langdon salió cojeando del hospital Tiberina. Se sentía como un boy scout. Llevaba un mono azul de sanitario con una cremallera en la parte delantera y adornado con parches de tela que, al parecer, enumeraban sus numerosas cualificaciones.

La mujer que lo acompañaba era corpulenta y llevaba un traje similar. El médico había asegurado a Langdon que lo llevaría al Vaticano en un tiempo récord.

C’è molto traffico —dijo Langdon, recordándole a la mujer que la zona que rodeaba el Vaticano estaba abarrotada de coches y gente.

Ella no se mostró muy preocupada. Señaló con orgullo uno de sus parches.

Ambulanza.

Ambulanza? —Eso lo explicaba todo. A Langdon le pareció un vehículo de lo más adecuado.

La mujer lo condujo a un lateral del edificio. El vehículo estaba aparcado en un muelle de cemento. Cuando Langdon lo vio se detuvo de golpe. Era un antiguo helicóptero de evacuación médica. En el casco se podía leer «Aeroambulanza».

El profesor agachó la cabeza.

La mujer sonrió.

—Nosotros volar Vaticano. Muy rápido.

CAPÍTULO 128

Los cardenales regresaron a la capilla Sixtina con gran entusiasmo y agitación. Mortati, en cambio, sentía en su interior una creciente confusión. Creía en los antiguos milagros de las Escrituras, pero lo que acababa de presenciar era algo que no alcanzaba a comprender. Tras toda una vida de devoción, setenta y nueve años, Mortati sabía que esos acontecimientos deberían haber encendido en él una pía y fervorosa fe. Lo único que sentía, sin embargo, era una inquietud creciente y espectral. Algo no iba bien.

—¡Signore Mortati! —exclamó un guardia suizo al tiempo que se acercaba corriendo por el pasillo—. Hemos subido a la azotea tal y como nos ha indicado. El camarlengo es... ¡de carne y hueso! ¡Es un hombre de verdad! ¡No se trata de ningún espíritu! ¡Es la misma persona de antes!

—¿Les ha... hablado?

—¡Estaba arrodillado, rezando! ¡No hemos querido molestarlo!