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Mortati no sabía qué pensar.

—Díganle... que sus cardenales lo esperan.

Signore, puesto que es un hombre... —el guardia vaciló.

—¿Qué sucede?

—Su pecho... tiene la quemadura. ¿No deberíamos vendarle la herida? Debe de dolerle.

Mortati lo consideró. Nada en toda su vida de servicio a la Iglesia lo había preparado para una situación como ésa.

—Es un hombre, así que trátenlo como tal. Báñenlo. Véndenle las heridas. Vístanle con ropa limpia. Nosotros lo esperaremos en la capilla Sixtina.

El guardia se alejó corriendo.

Mortati se dirigió a la capilla. Los demás cardenales ya estaban dentro. Mientras recorría el pasillo, vio a Vittoria Vetra sola en un banco que había al pie de la Escalera Real. Advirtió el dolor y la soledad que sentía por la pérdida de Langdon. Le habría gustado ir a consolarla, pero eso ahora debía esperar. Tenía trabajo pendiente, aunque no sabía exactamente en qué consistiría éste.

Mortati entró en la capilla. En el interior había una gran algarabía. Cerró la puerta. «Que Dios me asista.»

Cuando la aeroambulanza de doble hélice del hospital Tiberina se acercó a la parte trasera del Vaticano, Langdon apretó los dientes y se juró que ése sería el último paseo en helicóptero de su vida.

Tras convencer a la piloto de que las normas que regían el espacio aéreo de la Santa Sede eran la última de las preocupaciones que ahora mismo tenía la Iglesia, le indicó por dónde debían acceder para que no los vieran, y aterrizaron en el helipuerto.

Grazie —dijo mientras descendía con dificultad del aparato.

Ella le lanzó un beso con la mano y rápidamente despegó y desapareció en la noche por detrás de la muralla.

Langdon exhaló un suspiro y repasó mentalmente lo que pensaba hacer. Con la videocámara en la mano, subió al mismo carrito de golf eléctrico que había utilizado esa mañana. No habían recargado la batería, y según el indicador estaba a punto de agotarse. Optó por conducir con los faros apagados para ahorrar energía.

Además, prefería que nadie lo viera llegar.

Desde el fondo de la capilla Sixtina, un aturdido cardenal Mortati contemplaba el alboroto que tenía lugar ante él.

—¡Ha sido un milagro! —exclamó uno de los cardenales—. ¡Obra de Dios!

—¡Sí! —gritaron otros—. ¡Dios ha manifestado su voluntad!

—¡El camarlengo será nuestro papa! —declaró otro—. No es cardenal, pero Dios nos ha enviado una señal milagrosa.

—¡Sí! —convino otro—. Las leyes del cónclave son leyes humanas. ¡La voluntad de Dios está por encima! ¡Hagamos una votación ahora mismo!

—¿Una votación? —preguntó Mortati, acercándose a ellos—. Si no me equivoco, ésa es mi función.

Todos se volvieron hacia él.

Mortati notó que los cardenales lo estudiaban. Parecían distantes, sin saber qué decir, como ofendidos por su sobriedad. A Mortati le habría gustado sentir en su corazón el milagroso júbilo que veía en los rostros que lo rodeaban, pero no era así. Lo que sentía era un inexplicable dolor en el alma. Una punzante tristeza que no podía explicar. Había jurado conducir el procedimiento con pureza en el alma, y esa vacilación era algo que no podía negar.

—Amigos míos —dijo mientras se dirigía al altar. Su voz parecía distinta—. Sospecho que pasaré el resto de mis días dándole vueltas al significado de lo que he presenciado esta noche. Y, sin embargo, lo que están sugiriendo respecto al camarlengo... no puede ser la voluntad de Dios.

Se hizo el silencio.

—¿Cómo puede decir eso? —preguntó finalmente uno de los cardenales—. El camarlengo ha salvado a la Iglesia. ¡Dios se ha dirigido directamente a él! ¡Y ha sobrevivido a la muerte! ¿Qué otra señal necesitamos?

—El camarlengo está a punto de llegar —dijo Mortati—. Esperémoslo. Oigámoslo antes de realizar la votación. Puede que haya una explicación.

—¿Una explicación?

—Como gran elector, he jurado defender las leyes del cónclave. Bien saben todos ustedes que, de acuerdo con la ley del Vaticano, el camarlengo no puede ser elegido papa. No es cardenal. Es sólo un sacerdote... Un chambelán. Y, además, está la cuestión de la edad. —Mortati podía sentir la dureza con la que lo miraban—. Sólo por el hecho de permitir la votación les estaría pidiendo que apoyaran a un hombre a quien la ley del Vaticano no considera elegible. Les estaría pidiendo a cada uno de ustedes que rompieran un juramento sagrado.

—Pero ¡lo que ha pasado aquí esta noche —tartamudeó alguien— sin duda trasciende nuestras leyes!

—¿Seguro? —replicó Mortati, sin saber muy bien de dónde provenían sus palabras—. ¿Es la voluntad de Dios que renunciemos a las leyes de la Iglesia? ¿Es la voluntad de Dios que abandonemos la razón y nos entreguemos al desenfreno?

—Pero ¿es que acaso no ha visto usted lo mismo que nosotros? —lo desafió otro—. ¿Cómo puede atreverse a cuestionar ese poder?

Mortati alzó entonces la voz de un modo hasta el momento desconocido para él.

—¡No estoy cuestionando el poder de Dios! ¡Es Dios quien nos ha proporcionado el uso de la razón y la circunspección! ¡Es a Dios a quien servimos cuando ejercitamos nuestra prudencia!

CAPÍTULO 129

En el pasillo que llevaba a la capilla Sixtina, una desolada Vittoria Vetra permanecía sentada en el banco que había al pie de la Escalera Real. Cuando vio la figura que aparecía por la puerta trasera, se preguntó si lo que estaba viendo era otro espíritu. Iba vendado, cojeaba, y llevaba puesto una especie de uniforme médico.

Se puso en pie, incapaz de creer lo que veían sus ojos.

—¿Ro... bert?

Él no contestó. Se dirigió hacia ella a grandes zancadas y la rodeó con sus brazos. Luego acercó los labios a los suyos y le dio un largo beso cargado de gratitud.

Ella sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.

—Oh, Señor... Oh, gracias, Dios mío...

Volvió a besarla, más apasionadamente ahora, y ella se apretó con fuerza a él, perdiéndose en su abrazo. Sus cuerpos quedaron entrelazados como si se conocieran desde hacía años. Vittoria se olvidó del miedo y del dolor. Cerró los ojos y disfrutó del momento.

—¡Es la voluntad de Dios! —El grito resonó en toda la capilla Sixtina—. ¿Quién si no el elegido podría haber sobrevivido a esa diabólica explosión?

—Yo —replicó una voz desde el otro extremo de la capilla.

Mortati y los demás se volvieron de golpe, maravillados ante la desaliñada figura que se acercaba a ellos por el pasillo central.

—¿Señor... Langdon?

Sin decir una palabra, el norteamericano se dirigió lentamente hacia la parte delantera de la nave. Vittoria Vetra también entró. Y luego dos guardias suizos que empujaban un carrito con un gran televisor en lo alto. Langdon esperó a que lo enchufaran. Luego les indicó a los guardias que se retiraran. Ellos obedecieron, cerrando la puerta tras de sí.

En la capilla quedaron Langdon, Vittoria y los cardenales. El profesor conectó entonces la videocámara Sony SUVI al televisor y puso en marcha la grabación.

La tele se encendió.

La escena que se materializó ante los cardenales tenía lugar en el despacho del papa. La calidad de la grabación era precaria, como si estuviera hecha con una cámara oculta. En un lateral de la pantalla se podía ver al camarlengo de pie en la oscuridad, frente a una chimenea. Aunque parecía estar hablando a la cámara, rápidamente quedaba claro que lo hacía con quien fuera que estuviese grabando el vídeo. Langdon les explicó que se trataba de Maximilian Kohler, el director del CERN. Unas horas antes, Kohler había filmado en secreto esas imágenes mediante una diminuta videocámara escondida en el reposabrazos de su silla de ruedas.