—¿De qué está hablando? ¡El descubrimiento de Vetra prácticamente demuestra la existencia de Dios! ¡Era su aliado!
—¿Aliado? ¡La ciencia y la religión no pueden ir de la mano! ¡Usted y yo no buscamos el mismo dios! ¿Quién es su dios? ¿Uno hecho de protones, masas y cargas de partículas? ¿Cómo puede su dios inspirar? ¿Cómo puede su dios llegar a los corazones de las personas y recordarles que han de responder ante un poder mayor? ¿O que han de responder ante sus semejantes? Vetra estaba equivocado. ¡Su trabajo no era religioso, era sacrílego! ¡El hombre no puede colocar la Creación de Dios en una probeta y agitarla en el aire para que el mundo la vea! ¡Eso no glorifica a Dios, lo degrada! —El camarlengo parecía fuera de sí.
—¿Y por eso ha hecho que maten a Leonardo Vetra?
—¡Lo he hecho por la Iglesia! ¡Por toda la humanidad! Para detener su locura. El hombre no está preparado para detentar el poder de la Creación. ¿Dios en una probeta? ¿Una gota de líquido que puede volatilizar toda una ciudad? ¡Tenía que detenerlo!
El camarlengo se quedó repentinamente callado. Apartó la mirada, de vuelta al fuego. Parecía estar sopesando sus opciones.
Kohler alzó la pistola.
—Ha confesado. No tiene escapatoria.
Ventresca rio con tristeza.
—¿Es que no se da cuenta? Confesar los pecados es la escapatoria. —Se volvió hacia la puerta—. Cuando Dios está de tu lado, tienes opciones que un hombre como usted no podría comprender.
Acto seguido, el camarlengo agarró el cuello de su sotana y tiró violentamente de él, dejando su pecho al descubierto.
Kohler se sobresaltó, obviamente alarmado.
—Pero ¿qué está haciendo?
El sacerdote no le contestó. Retrocedió hasta la chimenea y cogió un objeto que descansaba sobre las relucientes ascuas.
—¡Deténgase! —exigió Kohler, todavía apuntándolo con la pistola—. ¿Se puede saber qué está haciendo?
El camarlengo se volvió con un hierro de marcar al rojo en la mano. El diamante de los illuminati. De repente su mirada había enloquecido.
—Pensaba hacer esto a solas —dijo con salvaje intensidad—. Ahora me doy cuenta... Dios quería que usted estuviera presente. Usted es mi salvación.
Antes de que Kohler pudiera reaccionar, el camarlengo cerró los ojos, arqueó la espalda y llevó el hierro de marcar al centro de su propio pecho. Se oyó el siseo de su carne al chamuscarse.
—¡Santa María Madre de Dios..., contempla a tu hijo! —exclamó.
De repente, Kohler aparecía en el plano, erguido precariamente sobre sus pies y agitando la pistola ante sí.
El camarlengo gritó más alto, al borde del shock. Lanzó el hierro a los pies del director y luego cayó al suelo, retorciéndose de dolor.
Después, los acontecimientos se sucedieron a gran velocidad.
Los guardias suizos entraron en la estancia. Se oyó un tiroteo. Kohler se llevó las manos al pecho y, sangrando, cayó sobre su silla de ruedas.
—¡No! —exclamó Rocher intentando evitar que sus guardias dispararan a Kohler.
Entonces el camarlengo, que seguía retorciéndose de dolor en el suelo, se arrastró hasta el capitán, lo apuntó con el dedo y gritó:
—¡Illuminatus!
—Desgraciado —le espetó Rocher al tiempo que se abalanzaba sobre él—. Santurrón de mier...
Chartrand lo redujo con tres disparos y el capitán cayó al suelo, muerto.
Luego los guardias se congregaron alrededor del camarlengo herido para atenderlo. Mientras lo hacían, se podía ver el rostro de Robert Langdon, que se había arrodillado junto a la silla de ruedas para examinar el hierro de marcar. Luego, la imagen empezó a dar bandazos. Kohler había recuperado la conciencia y estaba extrayendo la diminuta videocámara de su escondite del reposabrazos de la silla de ruedas para entregársela a Langdon.
—D-deles... —susurró Kohler—. D-deles esto... a los medios.
Y de repente la pantalla quedó en blanco.
CAPÍTULO 130
El camarlengo comenzó a sentir cómo se disipaban de su cuerpo el aturdimiento y la adrenalina. Mientras los guardias suizos lo ayudaban a descender la Escalera Real en dirección a la capilla Sixtina, oyó los cánticos en la plaza de San Pedro y supo que había conseguido mover montañas.
«Grazie, Dio.»
Había rezado para que le diera fuerzas, y el Señor lo había hecho. En los momentos de duda, Dios le había hablado. «La tuya es una misión santa —le había dicho—. Yo te daré fuerzas.» Y, a pesar de ello, el camarlengo había sentido miedo y había puesto en duda la rectitud del camino que tenía por delante.
«Si no tú —lo había desafiado Dios—, ¿quién?
»Si no ahora, ¿cuándo?
»Si no de este modo, ¿cómo?»
Dios le recordó que Jesús los había salvado a todos. Los había salvado de su propia apatía. Con dos actos, Jesús les había abierto los ojos. Horror y esperanza. La crucifixión y la resurrección. Había cambiado el mundo.
Pero de eso ya hacía muchos siglos. El tiempo había erosionado el milagro. La gente se había olvidado de él. Había vuelto su atención hacia falsos ídolos, deidades tecnológicas y milagros de la mente. ¿Y qué había de los milagros del corazón?
El camarlengo había rezado muchas veces para que Dios le indicara cómo podía conseguir que la humanidad volviera a creer, pero la única respuesta que había obtenido había sido el silencio. No fue hasta que se encontró en su momento más oscuro cuando Dios acudió a él. «¡Oh, el horror de aquella noche!»
El camarlengo estaba tumbado en el suelo, ataviado con un pijama hecho jirones, con las uñas clavadas en su propia carne, intentando purgar de su alma el dolor que le había provocado un vil descubrimiento. «¡No puede ser cierto!», gritó. Y, sin embargo, sabía que lo era. La decepción lo desgarraba como el fuego del infierno. El obispo que lo había acogido, el hombre que había sido como un padre para él, el clérigo a cuyo lado el camarlengo había permanecido cuando lo nombraron papa... era un fraude. Un común pecador. Había mentido al mundo acerca de un acto tan profundamente traicionero que el sacerdote dudaba incluso que Dios pudiera perdonarlo.
—¡Su voto! —le había gritado Ventresca al papa—. ¡Rompió su voto! ¡Usted, entre todos los hombres!
El pontífice había intentado explicarse, pero el camarlengo no había querido escucharlo. Había salido huyendo a ciegas por los pasillos, vomitando y arañándose, hasta que, sangrando y a solas, se había echado en el frío suelo de tierra ante la tumba de san Pedro. «Virgen santa, ¿qué puedo hacer?» Fue en ese momento de dolor y traición, mientras yacía desolado en la necrópolis rezando para que Dios se lo llevara de este mundo sin fe, cuando Dios acudió a él.
La voz resonó en su cabeza como un trueno.
—¿Has jurado servir a tu Dios?
—¡Sí! —exclamó el camarlengo.
—¿Morirías por tu Dios?
—¡Sí! ¡Llévame ahora!
—¿Morirías por tu Iglesia?
—¡Sí! ¡Por favor, libérame!
—Pero ¿morirías por... la humanidad?
Durante el silencio que siguió, el camarlengo sintió que se hundía en un abismo. Cada vez más profunda y rápidamente, fuera de control. Y, sin embargo, sabía la respuesta. Siempre la había sabido.
—¡Sí! —gritó, fuera de sí—. ¡Moriría por los hombres! ¡Igual que tu hijo, moriría por ellos!
Horas después, el camarlengo seguía tumbado en el suelo, temblando. Vio el rostro de su madre. «Dios tiene planes para ti», le dijo. El camarlengo se sumergió más profundamente en la locura. Y entonces Dios volvió a hablarle. Esta vez en silencio. Pero el camarlengo lo comprendió. «Devuélveles la fe.»