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«Si no yo, ¿quién?

»Si no ahora, ¿cuándo?»

Mientras los guardias abrían la puerta de la capilla Sixtina, el camarlengo sintió que el poder recorría sus venas. Exactamente igual que cuando era niño. Dios lo había elegido. Hacía ya mucho tiempo.

«Su voluntad se cumplirá.»

Se sentía como si hubiera vuelto a nacer. Los guardias suizos le habían vendado el pecho, bañado y vestido con una bata de lino blanca. También le habían puesto una inyección de morfina para la quemadura, aunque él habría preferido no tomar ningún analgésico. «¡Jesús soportó el dolor en la cruz durante tres días!» Ya podía sentir cómo la droga le embotaba los sentidos, como una mareante resaca.

Al entrar en la capilla no le sorprendió que todos los cardenales lo miraran sobrecogidos. «Temen a Dios —se recordó—. No a mí, sino al modo en que Dios actúa a través de mí.» Mientras recorría el pasillo central, advirtió en sus caras el desconcierto que sentían. Y, sin embargo, a medida que avanzaba, notó algo más en sus ojos. ¿Qué era? El camarlengo había intentado imaginar cómo lo recibirían esa noche. ¿Con júbilo? ¿Con veneración? Trató de leer sus ojos pero no vio ninguna de esas dos emociones.

Fue entonces cuando divisó a Robert Langdon en el altar.

CAPÍTULO 131

El camarlengo Carlo Ventresca se detuvo un momento en el pasillo de la capilla Sixtina. Todos los cardenales se encontraban cerca de la parte frontal, mirándolo fijamente. Langdon estaba en el altar junto a un televisor que reproducía una escena que el camarlengo reconocía pero que no entendía cómo había podido ser grabada. Vittoria Vetra estaba a su lado, con el rostro demacrado.

Ventresca cerró los ojos un momento con la esperanza de que la morfina le estuviera provocando alucinaciones y que cuando volviera a abrirlos la escena fuera distinta. No fue así.

Lo sabían.

Curiosamente, no sintió miedo. «Muéstrame el camino, Señor. Dame las palabras para que pueda hacerles comprender tu visión.»

Pero el camarlengo no oyó nada.

«Señor, hemos recorrido un camino demasiado largo para rendirnos ahora.»

Silencio.

«No comprenden lo que hemos hecho.»

El camarlengo no comprendió de quién era la voz que oyó entonces en su cabeza, pero el mensaje fue bien claro: «Y la verdad os hará libres...».

El camarlengo Carlo Ventresca siguió adelante con la cabeza bien alta. Al pasar por delante de los cardenales, advirtió que ni siquiera la tenue luz de las velas podía suavizar sus duras miradas. «Explícate —decían sus rostros—. Haznos comprender esta locura. ¡Dinos que nuestros miedos son infundados.»

«La verdad —pensó el camarlengo—. Sólo la verdad.» Aquellas paredes encerraban numerosos secretos... Y uno tan oscuro que lo había conducido a la locura. «Pero de la locura ha nacido la luz.»

—Si pudieran sacrificar su alma para salvar la de millones de personas —dijo el camarlengo mientras recorría el pasillo—, ¿no lo harían?

Los rostros de la capilla se limitaron a mirarlo. Nadie se movió. Nadie dijo nada. Más allá de esas paredes, podían oírse los cánticos de júbilo de la gente congregada en la plaza.

El camarlengo se acercó a los cardenales.

—¿Qué pecado es más grave? ¿Matar al enemigo o quedarse de brazos cruzados mientras estrangulan a tu verdadero amor?

«¡Están cantando en la plaza de San Pedro!»

El camarlengo se detuvo un momento y levantó la mirada hacia el techo de la capilla Sixtina. El Dios de Miguel Ángel lo miraba fijamente desde la bóveda oscura... Y parecía satisfecho.

—Ya no podía soportarlo más —declaró Ventresca.

Ahora que estaba más cerca, advirtió que no había la menor señal de comprensión en los ojos de los cardenales. ¿No entendían la radiante simplicidad de sus actos? ¿No veían su absoluta necesidad?

Había sido tan puro...

Los illuminati. La ciencia y Satanás en uno.

Resucitar el antiguo miedo. Y luego aplastarlo.

«Horror y esperanza. Haz que vuelvan a creer.»

Esa noche, el poder de los illuminati se había desatado de nuevo... con gloriosas consecuencias. La apatía se había evaporado. El miedo había recorrido el mundo como un relámpago, uniendo a la gente. Y la majestuosidad de Dios había derrotado a la oscuridad.

«¡No podía quedarme de brazos cruzados!»

La inspiración se la había proporcionado Dios cuando apareció como un faro en su noche de agonía. «¡Oh, este mundo sin fe! Alguien debe liberarlos. Tú. Si no tú, ¿quién? Fuiste salvado por una razón. Muéstrales los viejos demonios. Recuérdales su miedo. La apatía es muerte. Sin oscuridad, no hay luz. Sin mal, no hay bien. Oblígalos a elegir. Oscuridad o luz. ¿Dónde está el miedo? ¿Dónde los héroes? Si no ahora, ¿cuándo?»

El camarlengo seguía acercándose a los cardenales por el pasillo central. Se sintió como Moisés cuando el mar de fajines y solideos rojos se dividió ante él, permitiéndole pasar. Robert Langdon apagó el televisor, cogió de la mano a Vittoria y bajó del altar. El camarlengo sabía que el hecho de que Robert Langdon hubiera sobrevivido sólo podía deberse a la voluntad de Dios. Dios había salvado al norteamericano. Ventresca se preguntaba por qué.

La voz que rompió el silencio pertenecía a la única mujer presente en la capilla Sixtina.

—¿Usted hizo que asesinaran a mi padre? —preguntó Vittoria Vetra.

Cuando el camarlengo se volvió hacia ella, le costó comprender la expresión de su rostro. Dolor, sí. Pero ¿rabia? Tenía que comprenderlo. El genio de su padre era mortífero. Su obligación era detenerlo. Por el bien de la humanidad.

—¡Estaba haciendo el trabajo de Dios! —exclamó Vittoria.

—El trabajo de Dios no se hace en un laboratorio. Se hace en el corazón.

—¡El corazón de mi padre era puro! Y su investigación demostró...

—¡Su investigación demostró una vez más que la mente del hombre progresa más rápidamente que su alma! —dijo el camarlengo en un tono más agudo de lo esperado. Bajó la voz y prosiguió—: Si un hombre tan espiritual como su padre pudo crear un arma como la que hemos visto esta noche, imagine lo que un hombre corriente podría llegar a hacer con su tecnología.

—¿Un hombre como usted?

El camarlengo inspiró profundamente. ¿No se daba cuenta? La moral del hombre no avanzaba al mismo ritmo que su ciencia. La humanidad no estaba lo bastante evolucionada espiritualmente para los poderes que poseía. «¡Nunca hemos creado un arma que no hayamos usado!» Y, sin embargo, sabía que la antimateria no era nada. Tan sólo un arma más en el arsenal siempre creciente del hombre. El hombre ya poseía la capacidad de destruir. El hombre había aprendido a matar hacía mucho. Y a derramar la sangre de su madre. El genio de Leonardo Vetra era peligroso por otra razón.

—Durante siglos —explicó el camarlengo—, la Iglesia ha permanecido de brazos cruzados mientras la ciencia poco a poco iba menoscabando la religión. Desacreditando milagros. Entrenando la mente para que superara al corazón. Tachando a la religión de ser el opio de las masas. Considerando a Dios una alucinación, una muleta ilusoria para aquellos incapaces de aceptar que la vida carece de sentido. ¡No podía quedarme sin hacer nada mientras la ciencia se adueñaba del poder de Dios! ¿Pruebas, dice? ¡Sí, pruebas de la ignorancia de la ciencia! ¿Qué hay de malo en admitir que algo existe más allá de nuestra comprensión? ¡El día que la ciencia confirme la existencia de Dios en un laboratorio será el día que la gente dejará de necesitar la fe!