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—Quiere decir el día que dejará de necesitar a la Iglesia —replicó Vittoria avanzando hacia él—. La duda es su último reducto de control. Es la duda lo que les proporciona almas. Nuestra necesidad de saber que la vida tiene sentido. La inseguridad del hombre y la necesidad de que un alma ilustrada le asegure que todo forma parte de un plan maestro. Pero ¡la Iglesia no es la única alma ilustrada de este planeta! Todos buscamos a Dios de diferentes maneras. ¿De qué tienen miedo? ¿De que Dios se revele en algún lugar que no sea una iglesia? ¿De que la gente lo encuentre en sus vidas y deje de lado sus anticuados rituales? ¡Las religiones evolucionan! La mente halla respuestas, el corazón acoge nuevas verdades. ¡La búsqueda de mi padre era la misma que la de ustedes! ¡Sus caminos eran paralelos! ¿Es que no se da cuenta? Dios no es una autoridad omnipotente que nos contempla desde las alturas y que amenaza con lanzarnos a un pozo de fuego si desobedecemos. ¡Dios es la energía que fluye a través de la sinapsis de nuestro sistema nervioso y las cavidades de nuestros corazones! ¡Dios está en todas las cosas!

—Salvo en la ciencia —repuso el camarlengo al tiempo que le dirigía una mirada compasiva—. La ciencia, por definición, carece de alma. Está divorciada del corazón. Milagros intelectuales como la antimateria llegan al mundo sin manual de instrucciones. ¡Eso, en sí mismo, es peligroso! ¿Y cuando la ciencia proclama que sus descubrimientos ateos constituyen la senda de la ilustración y promete respuestas a preguntas cuya belleza es que carecen de respuesta? —El camarlengo negó con la cabeza—. No.

Hubo un momento de silencio mientras Vittoria seguía con la mirada clavada en el sacerdote. Éste se sentía repentinamente cansado. No era el final que esperaba. «¿Es ésta la última prueba de Dios?»

Fue Mortati quien rompió el silencio:

—Los preferiti —susurró, horrorizado—. Baggia y los demás. Por favor, dígame que usted no...

El camarlengo se volvió hacia él, sorprendido por el dolor que encerraba su voz. Mortati tenía que entenderlo. Los milagros de la ciencia ocupaban titulares a diario. Pero ¿cuánto tiempo hacía que no hablaban de la religión? ¿Siglos? ¡Necesitaban un milagro! Algo que despertara a ese mundo adormecido. Que lo hiciera regresar al buen camino. Que restaurara su fe. Los preferiti no eran líderes, eran transformadores. Liberales dispuestos a abrazar el nuevo mundo y abandonar la vieja forma de hacer las cosas. Ése era el único modo. Un nuevo líder. Joven. Poderoso. Vibrante. Milagroso. Los preferiti resultaban más útiles a la Iglesia muertos que vivos. Horror y esperanza. «Sacrificar cuatro almas para salvar las de millones.» El mundo siempre los recordaría como mártires. La Iglesia alzaría gloriosos tributos a su nombre. «¿Cuántos miles han muerto por la gloria de Dios? Ellos sólo eran cuatro.»

—Los preferiti —repitió Mortati.

—Compartí su dolor —se defendió el camarlengo al tiempo que señalaba su pecho—. También yo moriría por Dios, pero mi trabajo no ha hecho más que empezar. ¡Escuchen los cánticos de la plaza de San Pedro!

Ventresca vio el horror en los ojos de Mortati y volvió a sentirse confuso. ¿Era la morfina? El cardenal lo miraba como si hubiera matado a esos hombres con sus propias manos. «Por Dios haría incluso eso», pensó el camarlengo, pero no lo había hecho. Esos actos los había cometido el hassassin, un alma hereje a quien había hecho pensar que trabajaba para los illuminati. «Soy Janus —le había dicho el camarlengo—. Demostraré mi poder.» Y lo había hecho. El odio del hassassin lo había convertido en un peón de Dios.

—Escuchen los cánticos —repitió Ventresca—. Nada une más a los corazones que la presencia del mal. Incendien una iglesia y la comunidad se alzará, entrelazará las manos y cantará himnos desafiantes mientras la reconstruyen. Miren cómo esta noche acuden a nosotros. El miedo los ha devuelto a casa. Hay que forjar demonios modernos para el hombre moderno. La apatía ha muerto. Muéstrenles el rostro del maclass="underline" los satánicos que merodean entre nosotros, que dirigen nuestros gobiernos, nuestros bancos, nuestras escuelas, y cuya ciencia equivocada amenaza con aniquilar la casa de Dios. La depravación está profundamente asentada. El hombre debe mantenerse alerta. Buscar el bien. ¡Convertirse en el bien!

Se hizo el silencio. El camarlengo esperaba que ahora lo hubieran comprendido. Los illuminati no habían resurgido. Los illuminati habían desaparecido hacía mucho. Sólo su mito estaba vivo. Él los había resucitado a modo de recordatorio. Quienes conocían la historia de los illuminati habían revivido su maldad. Quienes la ignoraban habían aprendido una lección y se habían sorprendido de su ceguera. Los antiguos demonios habían sido resucitados para despertar a un mundo indiferente.

—Pero... ¿y los hierros de marcar? —dijo Mortati, presa de la indignación.

El camarlengo no respondió. El cardenal no podía saberlo, pero la Iglesia había confiscado los hierros hacía más de un siglo. Desde entonces habían permanecido bajo llave en la cámara acorazada del papa —su relicario privado, oculto en lo más recóndito de los apartamentos Borgia—, olvidados y polvorientos. En dicha cámara se guardaban aquellos objetos que la Iglesia consideraba demasiado peligrosos para ser expuestos en público.

«¿Por qué ocultan lo que inspira miedo? ¡El miedo conduce a la gente a Dios!»

La llave de la cámara acorazada pasaba de un papa a otro. El camarlengo Carlo Ventresca se había hecho con ella y había entrado. El mito de lo que contenía resultaba fascinante: el manuscrito original de los catorce libros inéditos de la Biblia, conocidos como Apócrifos, o la tercera profecía de Fátima (tan aterradora que, tras cumplirse las dos primeras, la Iglesia había decidido no revelarla). Además, el camarlengo encontró la colección illuminati: todos los secretos que la Iglesia había descubierto tras desterrar al grupo de Roma: su despreciable Sendero de la Iluminación, el astuto engaño de Bernini, la máxima autoridad artística del Vaticano... Los principales científicos de Roma se mofaban de la religión en sus reuniones en Castel Sant’Angelo. La colección incluía una caja pentagonal con cinco hierros de marcar, uno de los cuales era el mítico diamante de los illuminati. Se trataba de una parte de la historia del Vaticano que los antiguos preferían olvidar. El camarlengo, sin embargo, no estaba de acuerdo.

—Pero la antimateria... —le recriminó Vittoria—. ¡Ha estado usted a punto de destruir el Vaticano!

—No hay riesgos cuando Dios está de tu lado —dijo el camarlengo—. Ésta era su causa.

—¡Está loco! —exclamó ella, furiosa.

—He salvado a millones de personas.

—¡Ha asesinado a gente!

—¡He salvado almas!

—¡Dígaselo a mi padre y a Max Kohler!

—Tenía que denunciar la arrogancia del CERN. ¿Una pequeña gota que puede aniquilarlo todo a un kilómetro a la redonda? ¿Y usted me llama loco a mí? —El camarlengo se enfureció. ¿Acaso creían que le había resultado fácil?—. ¡Quienes tienen fe han de someterse a duras pruebas! ¡Dios pidió a Abraham que sacrificara a sus hijos! ¡Dios ordenó a Jesús que sufriera la crucifixión! ¡Y ahora colgamos el símbolo del crucifijo ante nuestros ojos, sangriento, doloroso, agonizante, para recordar el poder del mal! ¡Para mantener alertas nuestros corazones! ¡Las cicatrices del cuerpo de Jesús son un recordatorio viviente de los poderes de la oscuridad! ¡Mis cicatrices son un recordatorio viviente! ¡El mal existe, pero el poder de Dios lo vencerá!

Sus gritos resonaron por las paredes de la capilla Sixtina y luego se hizo un profundo silencio. El tiempo pareció detenerse. El juicio final de Miguel Ángel se alzaba, ominoso, tras él... Jesús enviando a los pecadores al infierno. Los ojos de Mortati se llenaron de lágrimas.