—¿Qué ha hecho, Carlo? —susurró. Cerró los ojos y una lágrima cayó por su mejilla—. ¿Su santidad...?
Se oyó un suspiro colectivo de dolor, como si todos los presentes en la estancia se hubieran olvidado de ello hasta ese momento. El papa. Envenenado.
—Era un vil mentiroso —escupió el camarlengo.
Mortati estaba deshecho.
—¿Qué quiere decir? ¡Era un hombre honesto! Él... lo quería.
—Y yo a él.
«¡Oh, cuánto lo quería! Pero ¡el engaño! ¡Los votos a Dios que había roto!»
Ventresca sabía que ahora no lo comprendían, pero más adelante lo harían. ¡Cuando se lo dijera, lo entenderían! Su santidad era el mayor impostor que la Iglesia hubiera conocido nunca. Todavía recordaba aquella terrible noche. Acababa de regresar de su viaje al CERN con la noticia del Génesis de Vetra y el horrendo poder de la antimateria. El camarlengo estaba seguro de que el papa advertiría los peligros, pero el santo padre se sintió esperanzado por el descubrimiento. Incluso sugirió que el Vaticano financiara su trabajo como gesto de buena voluntad hacia la investigación científica con base espiritual.
«¡Una locura!» ¿La Iglesia invirtiendo en investigaciones que amenazaban con dejarla obsoleta? ¿Investigaciones que producían armas de destrucción masiva? La bomba que había matado a su madre...
—Pero... ¡no puede! —había exclamado el camarlengo.
—Tengo una gran deuda con la ciencia —le había respondido el papa—. Algo que he ocultado toda mi vida. La ciencia me hizo un regalo cuando era joven. Un regalo que nunca he olvidado.
—No lo entiendo. ¿Qué tiene la ciencia que ofrecer a un hombre de Dios?
—Es complicado —había respondido el pontífice—. Necesito tiempo para hacértelo comprender. Pero, primero, hay algo sobre mí que debes saber. Algo que he mantenido en secreto todos estos años. Creo que ya es hora de que te lo cuente.
Y entonces el papa le reveló la asombrosa verdad.
CAPÍTULO 132
El camarlengo yacía hecho un ovillo en el suelo de tierra ante la tumba de san Pedro. En la necrópolis hacía frío, pero eso hacía que la sangre de las heridas que se había abierto en su propia carne coagulara con mayor facilidad. Su santidad no lo encontraría allí. Nadie lo haría...
—Es complicado —la voz del papa resonaba en su mente—. Necesitaré tiempo para hacértelo comprender...
Pero el camarlengo sabía que por mucho tiempo que pasara nunca lo comprendería.
«¡Mentiroso! ¡Yo creía en ti! ¡Dios creía en ti!»
Con una sola frase, el papa había echado por tierra todo el mundo del camarlengo. Todo lo que éste siempre había creído sobre su mentor se hizo añicos ante sus ojos. La verdad perforó su corazón con tal fuerza que salió con paso tambaleante del despacho del papa y vomitó en el pasillo.
—¡Espera! —exclamó el pontífice mientras salía tras él—. ¡Por favor, deja que te lo explique!
Pero el camarlengo huyó corriendo. ¿Cómo podía su santidad esperar que lo siguiera soportando? ¡Oh, qué espantosa perversión! ¿Y si alguien más lo descubría? ¡Menudo descrédito para la Iglesia! ¿Acaso los votos sagrados del papa no significaban nada?
Pronto llegó la locura. Sus gritos lo despertaron ante la tumba de san Pedro. Fue entonces cuando Dios acudió a él con sorprendente fiereza.
«¡El tuyo es un dios vengativo!»
Juntos trazaron el plan. Juntos protegerían a la Iglesia. Juntos restaurarían la fe en este mundo de ateos. El mal estaba en todas partes. Y, sin embargo, el mundo era inmune. Juntos denunciarían la oscuridad ante todo el mundo... ¡Y Dios vencería! Horror y esperanza. ¡Entonces el mundo tendría fe!
La primera prueba a la que lo sometió Dios fue menos horrible de lo que el camarlengo había imaginado. Entrar a hurtadillas en los aposentos del papa, llenar su jeringuilla, tapar la boca del impostor mientras su cuerpo sufría las convulsiones mortales. A la luz de la luna, Ventresca advirtió en la mirada enloquecida del pontífice que quería decirle algo.
Pero ya era demasiado tarde.
Su santidad ya no diría nada más.
CAPÍTULO 133
—El papa tenía un hijo.
En el interior de la capilla Sixtina, el camarlengo pronunció estas palabras sin la menor vacilación. Cinco solitarias palabras a modo de sorprendente revelación. Todo el mundo pareció retroceder al unísono. Los semblantes acusatorios de los cardenales dieron paso a las miradas horrorizadas, como si todas las almas allí congregadas rezaran para que el camarlengo estuviera equivocado.
«El papa tenía un hijo.»
Langdon también sintió la onda expansiva. La mano de Vittoria, entrelazada con la suya, tiró de él. Mientras tanto, su mente, ya aturdida por la cantidad de preguntas sin respuesta, se esforzaba por encontrar un centro de gravedad.
Las palabras del camarlengo parecieron quedar flotando sobre sus cabezas. A pesar de la mirada enloquecida del sacerdote, Langdon pudo advertir su absoluta convicción. Al norteamericano le habría gustado poder desaparecer. No dejaba de decirse que se encontraba en una especie de pesadilla grotesca, y que pronto despertaría en un mundo con sentido.
—¡Eso es mentira! —exclamó uno de los cardenales.
—¡No me lo creo! —protestó otro—. ¡Su santidad era un hombre tan devoto como el que más!
Fue Mortati quien, devastado y con voz trémula, habló a continuación:
—Amigos míos, lo que el camarlengo ha dicho es cierto. —Todos los cardenales se volvieron hacia él como si acabara de gritar una obscenidad—. Efectivamente, el papa tenía un hijo.
Aterrorizados, los cardenales empalidecieron.
El camarlengo parecía desconcertado.
—¿Usted lo sabía? Pero... ¿cómo puede ser que lo supiera?
Mortati suspiró.
—Cuando su santidad fue elegido, fui yo quien hizo de abogado del diablo.
Todo el mundo dejó escapar un grito ahogado.
Langdon sabía qué quería decir. El dato debía de ser cierto. El «abogado del diablo» era quien se encargaba de lidiar con la información escandalosa en el Vaticano. En el caso del papa, los secretos podían ser peligrosos, así que antes de las elecciones un cardenal investigaba el pasado de cada uno de los candidatos. Este cardenal recibía el nombre de «abogado del diablo», y era el individuo responsable de sacar a la luz las razones por las que algún candidato no debía ser elegido. El abogado del diablo era nombrado por el papa en activo antes de su muerte. Y no debía revelar su identidad. Jamás.
—Yo hice de abogado del diablo —repitió Mortati—. Así fue como lo descubrí.
Todos se quedaron boquiabiertos. Al parecer, ésa era una noche en la que todas las reglas se venían abajo.
El camarlengo sintió que la rabia se apoderaba de su corazón.
—¿Y no... se lo dijo a nadie?
—Hablé con su santidad —respondió Mortati—. Y confesó. Me explicó toda la historia y únicamente me pidió que la decisión sobre si revelar o no su secreto la tomara con el corazón.
—¿Y su corazón le dijo que enterrara la información?
—Era el candidato favorito para ser elegido papa. La gente lo adoraba. El escándalo le habría hecho mucho daño a la Iglesia.
—Pero ¡tuvo un hijo! ¡Rompió su voto sagrado de celibato! —El camarlengo estaba gritando. En su cabeza podía oír la voz de su madre: «Las promesas a Dios son las más importantes de todas. Nunca rompas una promesa hecha a Dios»—. ¡Rompió su voto!
Mortati, angustiado, casi deliraba.
—Pero, Carlo, su amor... era casto. No rompió ningún voto. ¿No se lo explicó?