—¿Explicar el qué?
El camarlengo recordaba haber salido corriendo del despacho del papa mientras éste le decía a gritos: «¡Deja que te lo explique!».
Poco a poco, con tristeza, Mortati contó la historia. Muchos años antes, cuando todavía no era más que un sacerdote, el papa se enamoró de una joven monja. Ambos habían tomado ya los votos de celibato y nunca consideraron la posibilidad de romper su pacto con Dios. Aun así, si bien podían resistir las tentaciones de la carne, a medida que fueron enamorándose más profundamente ambos empezaron a sentir algo que nunca habrían esperado: querían participar en el milagro divino de la creación. Un hijo. Su propio hijo. El anhelo, sobre todo en el caso de ella, se volvió abrumador. Pero tenía claro que anteponía a Dios. Un año después, cuando la frustración alcanzó proporciones casi insoportables, ella fue a verlo entusiasmada. Acababa de leer un artículo sobre un nuevo milagro de la ciencia: un proceso mediante el cual dos personas podían tener un hijo sin mantener relaciones sexuales. Ella lo consideró una señal divina. El sacerdote vio la felicidad que traslucían sus ojos y accedió. Un año después tuvieron un hijo a través del milagro de la inseminación artificial...
—Eso no puede... ser cierto —dijo el camarlengo, presa del pánico, esperando que se tratara del efecto de la morfina en sus sentidos. Sí, debía de estar teniendo alucinaciones.
Mortati tenía lágrimas en los ojos.
—Ésa era la razón del afecto de su santidad por la ciencia, Carlo. Se sentía en deuda con ella. La ciencia le había permitido disfrutar de la dicha de la paternidad sin tener que romper su voto de celibato. Su santidad me contó que tan sólo lamentaba una cosa: el hecho de que su elevada posición en la Iglesia le hubiera impedido estar con la mujer que amaba y ver crecer a su hijo.
Ventresca sintió que la locura volvía a hacer presa en él. Quería clavarse las uñas en la piel. «¿Cómo iba yo a saber eso?»
—El papa no cometió ningún pecado, Carlo. Era casto.
—Pero... —El camarlengo rebuscó en su angustiado cerebro algún atisbo de racionalidad—. Piense en el riesgo... de su acto. —Su tono de voz era débil—. ¿Y si esa puta suya se va de la lengua? O, Dios no lo quiera, ¿su hijo? Imagine la vergüenza que supondría para la Iglesia.
—Su hijo ya se ha ido de la lengua —repuso Mortati con voz trémula.
Todo se detuvo.
—¿Carlo...? —Mortati se vino abajo—. El hijo de su santidad... es usted.
En ese momento, el camarlengo pudo sentir cómo el fuego de la fe se apagaba en su corazón. Permaneció inmóvil en el altar, temblando, enmarcado por el gigantesco Juicio final de Miguel Ángel. Sabía que acababa de vislumbrar el infierno. Abrió la boca para decir algo, pero sus labios se movieron sin emitir sonido alguno.
—¿No se da cuenta? —dijo Mortati con la voz estrangulada—. Por eso su santidad fue a verlo al hospital cuando era niño. Por eso lo acogió y lo crio. La monja a quien amaba era Maria..., su madre. Ella dejó el convento para criarlo a usted, pero nunca abandonó su estricta devoción a Dios. Cuando el papa oyó que había muerto en una explosión y que usted, su hijo, había sobrevivido milagrosamente, juró a Dios que nunca volvería a dejarlo solo. Carlo, sus padres eran vírgenes. Mantuvieron sus votos. Y encontraron un modo para traerlo a usted al mundo. Fue su hijo milagroso.
El camarlengo se tapó los oídos para no tener que oír lo que le decía Mortati. Se quedó un momento paralizado en el altar. Luego, al sentir que todo su mundo se desmoronaba, cayó violentamente de rodillas y dejó escapar un aullido de angustia.
Segundos. Minutos. Horas.
El tiempo parecía haber perdido todo significado en el interior de las cuatro paredes de la capilla. Vittoria sentía cómo poco a poco se liberaba de la parálisis que parecía haberlos agarrotado a todos. Soltó la mano de Robert y empezó a abrirse paso entre la multitud de cardenales. La puerta de la capilla parecía estar a kilómetros de distancia, y tenía la impresión de estar avanzando bajo el agua, como a cámara lenta.
Al pasar entre los cardenales, su movimiento pareció despertar a otros de su trance. Algunos se pusieron a rezar. Otros, a llorar. Alguno, presintiendo cuáles eran sus intenciones, se volvió hacia ella. Cuando ya casi había llegado al fondo, de repente alguien la agarró del brazo. Con suavidad, pero también con firmeza, Vittoria se volvió y se encontró cara a cara con un cardenal. Tenía el rostro ensombrecido por el miedo.
—No —susurró el hombre—. No puede.
Vittoria se lo quedó mirando, incrédula.
Otro cardenal se acercó a ella.
—Debemos pensar antes de actuar.
Y otro.
—El dolor que esto podría causar...
Rodearon a Vittoria. Ella se los quedó mirando, atónita.
—Pero lo que ha sucedido hoy, esta noche... El mundo debe conocer la verdad.
—Mi corazón está de acuerdo —concedió el arrugado cardenal que le sujetaba el brazo—, pero se trata de un camino del que no hay retorno. Debemos tener en cuenta las esperanzas rotas. El cinismo. ¿Cómo podría la gente volver a confiar en nosotros?
De repente, más cardenales le bloquearon el paso. Tenía delante una muralla de sotanas negras.
—Escuche a la gente que hay en la plaza —dijo uno—. ¿Cómo afectará esta noticia a sus corazones? Debemos mostrarnos prudentes.
—Necesitamos tiempo para pensar y rezar —terció otro—. Debemos actuar con precaución. Las repercusiones de esto...
—¡Ha asesinado a mi padre! —exclamó Vittoria—. ¡Y también a su propio padre!
—Estoy seguro de que pagará por sus pecados —afirmó con tristeza el cardenal que le sujetaba el brazo.
Ella también lo estaba, y tenía la intención de asegurarse de que lo hiciera. Intentó llegar a la puerta, pero los cardenales le cortaron el paso atemorizados.
—¿Qué van a hacer? —chilló ella—. ¿Matarme?
Los ancianos empalidecieron y Vittoria se arrepintió de inmediato de sus palabras. Comprendía que el alma de aquellos hombres era bondadosa. Ya habían visto suficiente violencia por esa noche. No querían amenazarla. Simplemente estaban atrapados. Asustados. Intentaban orientarse.
—Sólo quiero... hacer lo correcto —dijo el arrugado cardenal.
—Entonces suéltela —declaró una profunda voz a su espalda. Su tono era sereno pero categórico. Robert Langdon se acercó a Vittoria y ella notó que la cogía de la mano—. La señorita Vetra y yo vamos a salir de esta capilla. Ahora mismo.
Con paso vacilante, los cardenales empezaron a hacerse a un lado.
—¡Un momento! —exclamó Mortati.
Dejó al camarlengo solo y derrotado en el altar y se acercó a ellos por el pasillo central. De repente parecía mucho más viejo y más cansado, y sus movimientos, lastrados por la vergüenza. Llegó y apoyó una mano en el hombro de Langdon y la otra en el de Vittoria. La joven sintió la sinceridad de su gesto y advirtió que tenía los ojos llorosos.
—Por supuesto que pueden irse —dijo Mortati—. Por supuesto. —Se detuvo un momento. Su dolor era tangible—. Sólo les pido una cosa... —Agachó la cabeza y permaneció un momento callado. Luego volvió a levantar la mirada hacia ellos—. Dejen que sea yo quien lo haga. Saldré de inmediato a la plaza y lo contaré todo. No sé cómo..., pero encontraré la manera. La confesión debe provenir de la propia Iglesia. Debemos ser nosotros quienes desvelemos nuestros errores.
Mortati se volvió con tristeza hacia el altar.
—Carlo, ha arrastrado a esta Iglesia a una situación lamentable... —Se interrumpió y miró a su alrededor.
En el altar no había nadie.
Se oyó una tela crujir en un pasillo lateral y luego la puerta al cerrarse.
El camarlengo se había ido.