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El camarlengo se había ido.

CAPÍTULO 134

La bata blanca del camarlengo Ventresca ondeaba a su espalda mientras él se alejaba a grandes zancadas de la capilla Sixtina. Los guardias suizos se quedaron estupefactos cuando lo vieron salir y él les dijo que necesitaba estar un momento a solas. Los soldados obedecieron y lo dejaron pasar.

Al rodear la esquina y desaparecer de la vista de los guardias, el camarlengo sintió un torbellino de emociones que jamás habría creído posible en un ser humano. Había envenenado al hombre al que llamaba «santo padre», el hombre que se dirigía a él como «hijo mío». El camarlengo siempre había creído que las palabras «padre» e «hijo» se debían a la tradición religiosa, pero ahora conocía la diabólica verdad: eran literales.

Al igual que aquella fatídica noche de hacía semanas, Carlo Ventresca sintió la acometida de la locura mientras atravesaba corriendo la oscuridad.

Llovía la mañana en la que el personal del Vaticano llamó a la puerta del camarlengo y lo despertó de un intermitente sueño. El papa, le dijeron, no abría la puerta ni contestaba al teléfono. Los clérigos estaban asustados. Ventresca era la única persona que podía entrar en los aposentos del pontífice sin ser anunciado.

El camarlengo lo hizo y encontró al papa tal y como lo había dejado la noche anterior, retorcido y muerto sobre la cama. El rostro de su santidad parecía el de Satanás. Tenía la lengua negra como la muerte. Era como si el mismísimo diablo hubiera dormido allí.

El camarlengo no sentía el menor remordimiento. Dios había hablado.

Nadie descubriría la traición... Todavía no. Eso llegaría más adelante.

Anunció la terrible noticia. Su santidad había muerto a causa de una apoplejía. Luego el camarlengo empezó a preparar el cónclave.

La voz de su madre le susurraba al oído:

—Nunca rompas una promesa hecha a Dios.

—Sí —dijo ella—. Si no tú, ¿quién? ¿Quién sacará a la Iglesia de la oscuridad?

Desde luego, no los preferiti. Eran viejos. Cadáveres ambulantes. Liberales que seguirían la senda del papa y apoyarían a la ciencia en su memoria, abandonando las antiguas formas para captar seguidores modernos. Un grupo de ancianos desesperadamente anticuados fingiendo que no lo eran. Fracasarían, claro está. La fuerza de la Iglesia estaba en su tradición, no en su fugacidad. Todo era transitorio. ¡La Iglesia no necesitaba cambiar, sólo recordarle al mundo que todavía era relevante! «¡El mal existe! ¡Dios vencerá!»

La Iglesia necesitaba un líder. ¡Los ancianos no inspiraban a la gente! ¡Jesús sí lo hizo! Joven, vibrante, poderoso... Milagroso.

—Disfruten del té —había dicho el camarlengo a los cuatro preferiti al dejarlos en la biblioteca privada del papa antes del cónclave—. Su guía llegará en breve.

Los cardenales le habían dado las gracias, entusiasmados por la posibilidad de entrar en el famoso Passetto. ¡Era algo realmente inusual! Antes de irse, el camarlengo había dejado la puerta abierta y, justo a la hora convenida, había aparecido un sacerdote con aspecto extranjero y una antorcha en la mano que había hecho entrar al pasadizo a los emocionados preferiti.

Los hombres ya no habían vuelto a salir.

«Ellos serán el horror. Yo seré la esperanza.

»No... Yo soy el horror.»

El camarlengo avanzó a tumbos a través de la oscuridad de la basílica de San Pedro. De algún modo, más allá de la locura y la culpa, más allá de las imágenes de su padre, más allá del dolor y la revelación, más allá incluso de los efectos de la morfina..., había alcanzado una brillante clarividencia. Una noción de destino. «Conozco mi objetivo», pensó, sobrecogido por su lucidez.

Desde el principio, esa noche nada había salido tal y como lo había planeado. Se habían presentado obstáculos imprevistos, y el camarlengo había tenido que adaptarse a ellos tomando atrevidas decisiones. Aun así, nunca habría imaginado que la noche terminaría de ese modo, si bien ahora podía ver la majestuosa predestinación que se escondía en ello.

No podría haber terminado de otro modo.

¡Oh, qué terror había sentido en la capilla Sixtina al creer que Dios se había olvidado de él! ¡Oh, los actos que había ordenado cometer! El camarlengo había caído de rodillas, presa de la duda, esforzándose por escuchar la voz de Dios sin encontrar más que silencio. Necesitaba una señal. Guía. Orientación. ¿Era ésa la voluntad del Señor? ¿La Iglesia destruida por un abominable escándalo? ¡No! Dios era quien había guiado los pasos del camarlengo, ¿no?

Entonces la vio. Sobre el altar. Una señal. Comunicación divina: algo ordinario visto bajo una luz extraordinaria. El crucifijo. Humilde, de madera. Jesús en la cruz. En ese momento, todo se volvió claro. El camarlengo no estaba solo. Nunca lo estaría.

Ésa era su voluntad. Su propósito.

Dios siempre pedía grandes sacrificios a quienes más amaba. ¿Por qué al camarlengo le había costado tanto comprenderlo? ¿Tenía miedo? ¿Era demasiado humilde? Daba igual. Dios había encontrado la forma de comunicarse con él. Ahora Ventresca comprendía incluso por qué Robert Langdon había sido salvado. Para desvelar la verdad. Para provocar ese final.

¡Ése era el único camino que conducía a la salvación de la Iglesia!

El camarlengo sentía que flotaba mientras descendía al Nicho de los Palios. Seguía bajo los efectos de la morfina, pero sabía que Dios guiaba sus pasos.

A lo lejos podía oír que los cardenales salían de la capilla y gritaban órdenes a la Guardia Suiza.

Pero no lo encontrarían. No a tiempo.

El camarlengo sentía que tiraban de él... Cada vez con mayor fuerza... Descendió a la zona subterránea en la que brillaban las noventa y nueve lámparas de aceite. Dios lo llevaba de vuelta a suelo santo. Se dirigió hacia la reja del agujero que conducía a la necrópolis. Ahí terminaría la noche, en la sagrada oscuridad subterránea. Cogió una lámpara de aceite y se dispuso a bajar.

Mientras cruzaba el nicho, sin embargo, se detuvo un momento. Había algo que no terminaba de encajar. ¿Cómo servía así a Dios? ¿Un final solitario y silencioso? Jesús había sufrido ante los ojos de todo el mundo. ¡Ésa no podía ser la voluntad de Dios! El camarlengo intentó escuchar su voz, pero sólo podía oír el confuso zumbido de la droga.

«Carlo —oyó que decía su madre—, Dios tiene planes para ti.»

Desconcertado, siguió adelante.

Y entonces, sin advertencia previa, sintió la presencia de Dios.

El camarlengo se detuvo de golpe y se quedó mirando la sombra que la luz de las noventa y nueve lámparas de aceite proyectaban contra la pared de mármol que tenía a su lado. Gigantesca y aterradora. Una silueta difusa rodeada de luz dorada. Con las llamas parpadeando a su alrededor, Ventresca parecía un ángel que ascendiera al cielo. Permaneció un rato así de pie, con los brazos en cruz, contemplando su propia imagen. Luego se volvió hacia la escalera.

La voluntad de Dios estaba clara.

En la capilla Sixtina, tres minutos después de la desaparición del camarlengo, todavía nadie había podido localizarlo. Era como si la noche se lo hubiera tragado. Mortati estaba a punto de ordenar una búsqueda a gran escala en el Vaticano cuando se oyó un rugido de júbilo procedente de la plaza de San Pedro. La espontánea y tumultuosa celebración de la muchedumbre. Los cardenales intercambiaron miradas de confusión.

Mortati cerró los ojos. «Que Dios nos asista.»

Por segunda vez esa noche, el Colegio Cardenalicio salió a la plaza. Arrastrados por el grupo de cardenales, también Langdon y Vittoria salieron a la noche. Los focos y las cámaras de las televisiones estaban enfocados hacia la basílica. Allí, en el sagrado balcón papal situado en el centro mismo de la alta fachada, se encontraba el camarlengo Carlo Ventresca con los brazos levantados al cielo. Incluso desde lejos, parecía la pureza encarnada. Una estatuilla vestida de blanco. Iluminada por los focos.