Ella se volvió. En ese momento, un grupo de científicos que pasaban cerca del helipuerto la saludaron alegremente con la mano.
—¿Has refutado alguna teoría de Einstein más? —exclamó uno de ellos.
—¡Tu padre debe de estar orgulloso! —añadió otro.
Desconcertada, ella devolvió el saludo a los hombres. Luego miró a Kohler con una expresión de absoluta confusión.
—¿Nadie lo sabe todavía?
—He decidido que la discreción era primordial.
—¿No le ha dicho a nadie que mi padre ha sido asesinado? —El desconcierto empezaba a dar paso a la ira.
Kohler endureció el tono de inmediato.
—Seguramente no tienes en cuenta que en cuanto informe del asesinato de tu padre se abrirá una investigación en el CERN... Incluido un pormenorizado registro de vuestro laboratorio. Siempre he intentado respetar la privacidad de tu padre. Sólo me contó dos cosas sobre vuestro proyecto actual. En primer lugar, que tiene el potencial de proporcionar al CERN millones de francos en licencias durante la próxima década. Y en segundo lugar, que todavía no se puede mostrar al público porque se trata de una tecnología peligrosa. Teniendo en cuenta esos dos factores, sería preferible que ningún desconocido husmeara en su laboratorio, no sea que roben su trabajo, o bien mueran mientras lo hacen y responsabilicen de ello al CERN. ¿Me he explicado con claridad?
Vittoria se lo quedó mirando sin decir nada. Langdon notó que, a su pesar, respetaba y aceptaba la lógica del director.
—Antes de que informemos a las autoridades —prosiguió Kohler—, necesito saber en qué estabais trabajando vosotros dos. Necesito que nos lleves a vuestro laboratorio.
—El laboratorio es irrelevante —repuso ella—. Nadie sabía lo que estábamos haciendo mi padre y yo. Es imposible que nuestros experimentos estén relacionados con su asesinato.
Kohler exhaló una ronca y achacosa bocanada de aire.
—Las pruebas sugieren lo contrario.
—¿Las pruebas? ¿Qué pruebas?
Langdon estaba preguntándose exactamente lo mismo.
Kohler volvió a limpiarse la boca con el pañuelo.
—Tendrás que confiar en mí.
Pero, a juzgar por la mirada fulminante de Vittoria, estaba claro que no pensaba hacerlo.
CAPÍTULO 15
Langdon avanzaba en silencio detrás de Kohler y la joven, de vuelta al atrio principal en el que había comenzado aquella extraña visita. Las piernas de Vittoria se movían con fluida eficiencia, como si de una saltadora olímpica se tratara. Langdon supuso que esa potencia debía de tener su origen en la flexibilidad y el control que proporcionaba el yoga. Reparó asimismo en su respiración lenta y pausada, como si intentara filtrar de algún modo su dolor.
Deseaba decirle algo, ofrecerle su consuelo. Él también había sentido el abrupto vacío que suponía la inesperada pérdida de un padre. Recordaba bien el funeral, lluvioso y gris. Dos días después de su duodécimo cumpleaños. La casa se llenó de hombres de la oficina, hombres de traje gris que le apretaban demasiado la mano al estrechársela. Todos mascullaban palabras como «cardíaco» y «estrés». Con los ojos llorosos, su madre bromeó diciendo que siempre había sido capaz de seguir el mercado de valores con sólo sostener la mano de su marido. El pulso de éste era su cinta de cotizaciones particular.
Una vez, cuando su padre todavía estaba vivo, Robert oyó que su madre le suplicaba que «se detuviera a oler las rosas». Ese año, el chico le compró a su padre por Navidad una pequeña rosa de cristal soplado. Era la cosa más bonita que hubiera visto nunca. Cuando la luz del sol se reflejaba en ella, proyectaba un arco iris en la pared. «Es preciosa —dijo su padre cuando desenvolvió el regalo, y le dio un beso a Robert en la frente—. Busquémosle un lugar apropiado.» Luego colocó la rosa en una elevada y polvorienta estantería del rincón más oscuro del salón. Pocos días después, Robert se subió a un taburete, cogió la rosa y la devolvió a la tienda. Su padre nunca llegó a darse cuenta de que ya no estaba.
El pitido de un ascensor devolvió a Langdon de vuelta al presente. Vittoria y Kohler estaban subiendo a él. El profesor vaciló ante las puertas abiertas.
—¿Sucede algo? —preguntó Kohler con más impaciencia que preocupación.
—No, nada —contestó él, obligándose a subir a la estrecha cabina. Sólo utilizaba el ascensor cuando era absolutamente necesario. Prefería espacios más abiertos, como las escaleras.
—El laboratorio del doctor Vetra es subterráneo —explicó Kohler.
«Genial», pensó Langdon mientras entraba en el ascensor y sentía una helada ráfaga de aire que emergía de las profundidades del hueco. Las puertas se cerraron y la cabina comenzó a descender.
—Seis pisos —dijo Kohler inexpresivamente, cual máquina analítica.
Langdon imaginó la oscuridad del hueco que tenían debajo. Intentó bloquear ese pensamiento mirando cómo iban cambiando los pisos en el visor. Curiosamente, el ascensor sólo mostraba dos paradas. Planta baja y LHC.
—¿A qué hacen referencia las siglas LHC? —preguntó intentando disimular su nerviosismo.
—«Gran colisionador de hadrones» —dijo Kohler—. Es un acelerador de partículas.
«¿Un acelerador de partículas?» A Langdon el término le resultaba vagamente familiar. Lo había oído por primera vez en una cena con algunos colegas en Dunster House, en Cambridge. Un físico amigo, Bob Brownell, había llegado a la cena hecho una furia.
—¡Los muy cabrones lo han cancelado! —maldijo.
—¿Qué han cancelado? —preguntaron todos.
—El SSC.
—¿El qué?
—El supercolisionador superconductor.
Alguien se encogió de hombros.
—No sabía que Harvard estuviera construyendo uno.
—¡Harvard, no! —exclamó acto seguido Brownell—. ¡Estados Unidos! ¡Iba a ser el acelerador de partículas más potente del mundo! ¡Uno de los proyectos científicos más importantes del siglo! ¡Dos mil millones de dólares invertidos y ahora el Senado decide interrumpir el proyecto! ¡Malditos lobbies de fundamentalistas cristianos!
Cuando Brownell finalmente se calmó, explicó que un acelerador de partículas era un gigantesco tubo circular en el que se aceleraban partículas subatómicas. Los imanes del tubo se encendían y se apagaban en rápida sucesión, «empujando» así las partículas hasta que alcanzaban velocidades increíbles. En los momentos de máxima aceleración, llegaban a desplazarse a casi doscientos noventa mil kilómetros por segundo.
—Pero ¡si eso es casi la velocidad de la luz! —exclamó uno de los profesores.
—Efectivamente —asintió Brownell. Y explicó entonces que, al hacer colisionar dos partículas aceleradas en direcciones opuestas del tubo, los científicos podían reducirlas a sus partes constituyentes y vislumbrar los componentes fundamentales de la naturaleza—. Los aceleradores de partículas son fundamentales para el futuro de la ciencia —declaró—. La colisión de partículas es la clave para llegar a comprender las piezas de las que está formado el universo.
El Poeta Residente de Harvard, un tipo silencioso llamado Charles Pratt, no pareció muy impresionado.
—A mí —dijo—, eso de golpear dos relojes entre sí para averiguar su funcionamiento interno me parece un acercamiento a la ciencia más propio de un neandertal.
Brownell dejó a un lado su tenedor y se marchó del comedor hecho una furia.
«De modo que el CERN tiene un acelerador de partículas —pensó Langdon mientras el ascensor descendía—. Un tubo circular para hacer colisionar partículas.» Se preguntó por qué lo habrían construido bajo tierra.
Cuando el ascensor por fin se detuvo, se sintió aliviado ante la expectativa de volver a sentir tierra firme bajo sus pies. Cuando se abrieron las puertas, sin embargo, su alivio se desvaneció de golpe. Una vez más, Robert Langdon se encontraba ante un mundo absolutamente extraño.