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La energía en la plaza pareció crecer como la cresta de una ola y, de repente, la barrera de la Guardia Suiza cedió. Un eufórico torrente de humanidad se precipitó hacia la basílica. La gente lloraba y cantaba. Las cámaras grababan. Era un auténtico pandemónium. A medida que la gente iba ocupando el espacio vacío, el caos fue intensificándose. No parecía que nada pudiera pararlo.

Pero algo lo hizo.

Desde las alturas, el camarlengo hizo un pequeño gesto. Cruzó los brazos, inclinó la cabeza e inició una silenciosa oración. Uno a uno, luego docenas a docenas, luego cientos a cientos, la gente inclinó la cabeza con él.

La plaza quedó en silencio, como si de un hechizo se tratara.

En la mente del camarlengo, voraginosa y distante, las oraciones se sucedían en un torrente de esperanzas y pesares. «Perdonadme, Padre..., Madre..., llenos de gracia... Vosotros sois la Iglesia... Espero que comprendáis este sacrificio de vuestro unigénito.

»Oh, Jesús... Sálvanos de los fuegos del infierno... Conduce todas las almas al cielo, sobre todo aquellas que más necesitan tu misericordia...»

El camarlengo no abrió los ojos para ver la muchedumbre que tenía delante, ni las cámaras de televisión, ni el mundo que lo observaba. Podía sentir en el alma. A pesar de la angustia, la unidad del momento resultaba embriagadora. Era como si una red de conectividad se hubiera disparado en todas direcciones alrededor del globo. Delante de los televisores, en las casas y en los coches... Todo el mundo rezaba al unísono. Cual sinapsis de un corazón gigantesco, la gente extendía las manos hacia Dios en docenas de idiomas, en cientos de países. Las palabras que susurraban eran nuevas y, sin embargo, tan familiares para ellos como sus propias voces. Antiguas verdades..., grabadas en el alma.

La consonancia parecía eterna.

El silencio dio paso de nuevo a los cánticos.

El camarlengo sabía que había llegado el momento.

«Santísima Trinidad, te ofrezco lo más valioso: cuerpo, sangre, alma..., en reparación por los escándalos, los sacrilegios y las indiferencias...»

Ventresca empezó a notar el dolor físico. Se propagaba por su piel como una plaga y sintió ganas de arañarse la piel como lo había hecho semanas antes, cuando Dios había acudido a él por primera vez. «No te olvides del dolor que Jesús padeció.» Podía notar los efluvios en la garganta. Ni siquiera la morfina podía amortiguar el sabor.

«Mi trabajo aquí ha terminado.»

El horror era suyo. La esperanza, de ellos.

En el Nicho de los Palios, el camarlengo había cumplido la voluntad de Dios y se había ungido el cuerpo. El pelo. La cara. La ropa de lino. Se había embadurnado con los óleos sagrados y vítreos de las lámparas. Tenían un olor dulzón, como el de su madre, pero arderían. La suya sería una ascensión misericordiosa. Milagrosa y rápida. Y no dejaría tras de sí un escándalo, sino fuerza y asombro.

Metió la mano en el bolsillo de la bata y rodeó con sus dedos el pequeño mechero dorado que había cogido en el incendiario de los Palios.

Susurró un verso del libro de los Jueces: «Y cuando la llama ascendió a los cielos, el ángel del Señor ascendió con ella».

Apoyó el pulgar.

En la plaza de San Pedro seguían los cánticos...

La visión que el mundo presenció a continuación no resultaría fácil de olvidar.

En el balcón, como un alma que se liberara de sus ligaduras corporales, una luminosa llamarada prendió en el centro del pecho del camarlengo. El fuego envolvió al instante todo su cuerpo. No gritó, sino que se limitó a levantar los brazos por encima de la cabeza y a alzar la mirada al cielo. Las llamas envolvieron todo su cuerpo en una columna de luz y permaneció envuelto en ellas durante lo que pareció una eternidad ante la mirada de todo el mundo. El resplandor de la luz se fue haciendo cada vez más brillante hasta que, poco a poco, las llamas comenzaron a disiparse. El camarlengo Ventresca ya no estaba. Resultaba imposible decir si se había desplomado por detrás de la balaustrada o simplemente se había evaporado. Lo único que quedaba de él era una nube de humo que ascendía hacia el cielo por encima de la Ciudad del Vaticano.

CAPÍTULO 135

Amaneció tarde en Roma.

Una tormenta temprana alejó a la multitud de la plaza de San Pedro. Los medios de comunicación se refugiaron bajo paraguas o en el interior de sus vehículos y se comentaron los acontecimientos de esa noche. Las iglesias de todo el mundo se llenaron de gente. Era un momento de reflexión y discusión..., para todas las religiones. Abundaban las preguntas y, sin embargo, las respuestas sólo parecían conducir a preguntas aún más profundas. Hasta el momento, la Santa Sede había permanecido en silencio sin hacer ninguna declaración.

En lo más profundo de las grutas vaticanas, el cardenal Mortati se arrodilló a solas ante el sarcófago abierto. Extendió la mano y cerró la ennegrecida boca de su santidad. Ahora por fin descansaría en paz. Para toda la eternidad.

A los pies de Mortati había una urna dorada llena de cenizas. El cardenal las había recogido personalmente y las había llevado hasta allí.

—Una oportunidad para perdonar —le dijo a su santidad mientras depositaba la urna en el interior del sarcófago, junto al papa—. Ningún amor es mayor que el de un padre por su hijo.

Mortati metió la urna bajo los hábitos papales. Sabía que esas grutas sagradas estaban reservadas exclusivamente a las reliquias de los pontífices, pero por alguna razón le pareció que eso era lo más adecuado.

Signore? —preguntó alguien que acababa de entrar en la gruta. Era el teniente Chartrand. Iba acompañado por tres guardias suizos—. Están esperándolo en el cónclave.

Mortati asintió.

—Ahora voy. —Echó un último vistazo al sarcófago que tenía ante sí y luego se levantó y se volvió hacia los guardias—. Ya es hora de que su santidad tenga la paz que se merece.

Los soldados se adelantaron y con gran esfuerzo volvieron a colocar la tapa del sarcófago, que se cerró con un estruendo definitivo.

Mortati cruzó a solas el patio Borgia en dirección a la capilla Sixtina. Una húmeda brisa agitó su sotana. Un cardenal salió del Palacio Apostólico y se acercó a él a grandes zancadas.

—¿Me concedería el honor de escoltarlo hasta el cónclave, signore?

—El honor es mío.

Signore —dijo el cardenal con aspecto atribulado—, el colegio le debe una disculpa por lo de anoche. Estábamos cegados por...

—Por favor —repuso Mortati—, a veces nuestras mentes ven aquello que nuestros corazones desearían que fuera cierto.

El cardenal se quedó en silencio largo rato. Finalmente volvió a hablar:

—¿Se lo han dicho? Ya no es usted nuestro gran elector.

—Sí. Doy gracias a Dios por las pequeñas bendiciones.

—El colegio insiste en que se presente usted.

—Parece que la caridad no ha muerto en la Iglesia.

—Es usted un hombre sabio. Nos dirigiría bien.

—Soy un anciano. Los dirigiría por poco tiempo.

Ambos rieron.

Cuando llegaron al final del patio Borgia, el cardenal vaciló. Se volvió hacia Mortati con atribulada perplejidad, como si el sobrecogimiento de la noche anterior hubiera vuelto a hacer acto de presencia en su corazón.

—¿Sabía que no hemos encontrado los restos del camarlengo en el balcón? —susurró.