Mortati sonrió.
—Los habrá arrastrado la lluvia.
El hombre miró el cielo tormentoso.
—Sí, quizá...
CAPÍTULO 136
A media mañana, el cielo seguía encapotado cuando de la chimenea de la capilla Sixtina comenzó a salir humo blanco. Las perladas volutas ascendían hacia el firmamento y poco a poco se iban disipando.
Abajo, en la plaza de San Pedro, el reportero Gunther Glick observaba en reflexivo silencio. El capítulo final...
Chinita Macri se acercó a él por detrás y se llevó la cámara al hombro.
—Es la hora —dijo.
Glick asintió con tristeza. Se volvió hacia ella, se alisó el pelo y respiró profundamente. «Mi última retransmisión», pensó. Una pequeña multitud se había congregado a su alrededor.
—Entramos en directo dentro de sesenta segundos —anunció Macri.
Glick echó un vistazo por encima del hombro hacia el tejado de la capilla Sixtina.
—¿Se ve bien el humo?
Macri asintió pacientemente.
—Sé cómo encuadrar un plano, Gunther.
Glick se sintió como un estúpido. Claro que sabía cómo hacerlo. La actuación de Macri tras la cámara la noche anterior seguramente le valdría el Pulitzer. La suya, en cambio... Prefería no pensar en ello. Estaba seguro de que la BBC lo echaría; sin duda tendrían problemas legales con diversas entidades poderosas..., como, por ejemplo, el CERN o George Bush.
—Tienes buen aspecto —le aseguró Chinita, mirándolo a través de la cámara con cierta preocupación—. Me preguntaba si podría darte... —Vaciló y se quedó callada.
—¿Un consejo?
Ella suspiró.
—Sólo iba a decirte que no hace falta terminar con un bombazo.
—Ya lo sé —dijo él—. Quieres algo sobrio.
—Lo más posible. Confío en ti.
Glick sonrió. «¿Algo sobrio? ¿Es que está loca?» Una historia como la de la noche anterior merecía mucho más que eso. Un último giro. Una gran sorpresa. La inesperada revelación de una asombrosa verdad.
Afortunadamente, Glick tenía algo preparado...
—En directo dentro de... cinco..., cuatro..., tres...
Al mirar a Glick a través de la cámara, Chinita advirtió un leve destello en sus ojos. «No debería haberlo dejado hacer esto —se dijo—. ¿En qué estaría pensando?»
Pero ahora ya no podía hacer nada. Estaban en directo.
—Gunther Glick —anunció él a continuación—, en directo desde la Ciudad del Vaticano. —Se quedó mirando con solemnidad a la cámara mientras a su espalda el humo blanco se elevaba hacia el cielo—. Señoras y señores, ya es oficial. El cardenal Saverio Mortati, un progresista de setenta y nueve años, acaba de ser elegido papa. Aunque se trataba de un candidato poco probable, el Colegio Cardenalicio ha elegido a Mortati por unanimidad, un hecho sin precedentes.
Mientras lo observaba, Macri comenzó a respirar tranquila. Glick se estaba comportando de un modo profesional. Con austeridad, incluso. Por primera vez en su vida, parecía y hablaba como un periodista.
—Como hemos informado anteriormente —añadió Glick, intensificando su tono de voz a la perfección—, el Vaticano todavía no ha emitido ningún comunicado en relación con los milagrosos acontecimientos de anoche.
«Bien. —El nerviosismo de Chinita se fue calmando—. De momento, todo va bien.»
Glick adoptó una expresión afligida.
—Si bien la pasada fue una noche de prodigios, también tuvieron lugar algunas tragedias. Cuatro cardenales fallecieron, así como el comandante Olivetti y el capitán Rocher de la Guardia Suiza, ambos en cumplimiento del deber. Otras víctimas fueron Leonardo Vetra, renombrado físico del CERN y pionero de la tecnología de la antimateria, y Maximilian Kohler, el director del CERN, quien al parecer vino a la Ciudad del Vaticano para ofrecer su ayuda pero que, según nos informan, pereció en el proceso. No se ha emitido todavía ningún comunicado oficial en relación con la muerte del señor Kohler, pero se conjetura que falleció a causa del agravamiento de la enfermedad crónica que padecía.
Macri asintió en señal de aprobación. El reportaje iba sobre ruedas. Tal y como habían acordado.
—Tras la explosión de anoche en el cielo, la tecnología de la antimateria se ha convertido en el tema de la jornada entre los científicos y está generando entusiasmo y controversia a partes iguales. Mediante un comunicado leído por la asistente del señor Kohler en Ginebra, Sylvie Baudeloque, el consejo de dirección del CERN ha anunciado esta mañana que, si bien son entusiastas acerca del potencial de la antimateria, han decidido paralizar las investigaciones y la concesión de licencias de patente hasta que se hayan examinado todas las cuestiones relativas a su seguridad.
«Excelente —pensó Macri—. Sólo queda el último tramo.»
—Alejado de las cámaras se encuentra hoy el rostro de Robert Langdon —prosiguió Glick—, el profesor de Harvard que acudió ayer al Vaticano para ofrecer su ayuda durante la crisis illuminati. Aunque en un principio se creyó que había fallecido en el estallido de la antimateria, nos informan de que fue visto en la plaza de San Pedro tras la explosión. Cómo se las arregló para llegar ahí sigue siendo tema de especulación, aunque un portavoz del hospital Tiberina asegura que el señor Langdon cayó del cielo al río Tíber poco después de medianoche. Al parecer, fue atendido allí y dado de alta posteriormente. —Glick arqueó las cejas sin dejar de mirar a la cámara—. Si eso es cierto..., creo que efectivamente podemos decir que la pasada fue una noche de milagros.
«¡Un final perfecto! —Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Macri—. ¡Impecable! ¡Ahora, la despedida!»
Pero Glick no se despidió. En vez de ello, hizo una pausa y dio un paso hacia la cámara con una misteriosa sonrisa pintada en el rostro.
—Antes de terminar...
«¡No!»
—... me gustaría presentarles a un invitado.
A Chinita se le agarrotaron de golpe las manos. «¿Un invitado? ¿Qué diantre está haciendo? ¿Qué invitado? ¡Despídete!» Pero sabía que era demasiado tarde. Glick ya lo había anunciado.
—El hombre en cuestión —dijo Glick— es un reputado especialista estadounidense.
Chinita vaciló. Contuvo la respiración mientras Glick se volvía hacia el pequeño grupo de gente que había alrededor y le indicaba a su invitado que se acercara. Macri empezó a rezar en silencio. «Por favor, que se trate de Robert Langdon y no de un pirado obsesionado con las conspiraciones de los illuminati.»
En cuanto el invitado apareció, el corazón de Chinita dio un vuelco. No se trataba de Robert Langdon. Era un hombre calvo vestido con unos vaqueros y una camisa de franela. Llevaba bastón y unas gafas de gruesos cristales. Macri se echó a temblar. «¡Un pirado!»
—Permítanme que les presente —anunció Glick— al renombrado especialista de la Universidad De Paul de Chicago, el doctor Joseph Vanek.
Macri vaciló. No se trataba de un aficionado a las conspiraciones. Había oído hablar sobre ese tipo.
—Doctor Vanek —dijo Glick—, posee usted una información asombrosa en relación con el cónclave de anoche.
—Así es —repuso Vanek—. Tras una noche de grandes sorpresas, resulta difícil imaginar que todavía pueda quedar alguna y, sin embargo... —Se detuvo.
Glick sonrió.
—Y, sin embargo, hay algo más.
El hombre asintió.
—Sí. Por extraño que pueda parecer, creo que, sin saberlo, este fin de semana el Colegio Cardenalicio ha elegido a dos papas.
La cámara de Macri estuvo a punto de resbalársele de las manos.
Glick sonrió con sagacidad.
—¿Dos papas, dice?
El especialista asintió.