—Sí. En primer lugar debería decir que he dedicado mi vida al estudio de las leyes de las elecciones papales. La judicatura del cónclave es extremadamente compleja, y la mayor parte ha sido olvidada, se ignora, o resulta obsoleta. Puede que ni siquiera el gran elector tenga conocimiento de lo que estoy a punto de revelar. No obstante... Según leyes antiguas recogidas en la Romano Pontifici Eligendo, artículo 63, la votación no es el único método mediante el cual un papa puede ser elegido. Hay otro método más divino: la «elección por aclamación». —Se detuvo un momento—. Y anoche sucedió.
Glick seguía con la mirada puesta en el invitado.
—Continúe, por favor.
—Como recordará —prosiguió el especialista—, anoche, cuando el camarlengo Carlo Ventresca se encontraba en la azotea de la basílica, los cardenales comenzaron a corear su nombre al unísono.
—Sí, lo recuerdo.
—Con esa imagen en mente, permítame que le cite textualmente las antiguas leyes electorales. —El hombre extrajo unos papeles del bolsillo, se aclaró la garganta y empezó a leer—: «La elección por aclamación tiene lugar cuando los cardenales, como iluminados por el Espíritu Santo, libre y espontáneamente, proclaman por unanimidad y de viva voz el nombre de uno.»
Glick sonrió.
—¿Está usted diciendo que anoche, cuando los cardenales corearon el nombre de Carlo Ventresca, lo eligieron papa?
—Efectivamente. Es más, la ley indica que la elección por aclamación invalida los requerimientos para ser elegido papa y permite que cualquier clérigo, sea éste sacerdote, obispo o cardenal, sea elegido. De modo que, como ve, el camarlengo estaba perfectamente cualificado para ser elegido papa mediante este procedimiento. —El doctor Vanek miró directamente a la cámara—. Los hechos son los siguientes... Anoche Carlo Ventresca fue elegido papa. Ocupó el cargo durante apenas diecisiete minutos. Y, de no haber ardido milagrosamente en una columna de fuego, ahora debería ser enterrado en las grutas vaticanas junto con los demás pontífices.
—Gracias, doctor. —Glick dirigió a Macri una traviesa mirada—. Ha sido muy ilustrativo...
CAPÍTULO 137
Desde lo alto de los escalones del Coliseo romano, Vittoria lo llamaba, riéndose.
—¡Date prisa, Robert! ¡Ya sabía yo que debería haberme casado con un hombre más joven! —Su sonrisa era mágica.
Él se esforzaba por seguir su ritmo, pero las piernas no le respondían.
—Espera —suplicó—. Por favor...
Sintió un martilleo en la cabeza.
Luego Robert Langdon se despertó con un sobresalto.
Oscuridad.
Permaneció largo rato inmóvil en la suavidad de una cama desconocida, incapaz de recordar dónde estaba. Las almohadas eran de plumas de ganso, grandes, maravillosas. El aire olía a flores. Al otro lado de la habitación, dos puertas de cristal daban acceso a un lujoso balcón donde soplaba una ligera brisa bajo una brillante luna surcada de nubes. Langdon intentó recordar cómo había llegado hasta allí... y dónde estaba.
Jirones de recuerdos surrealistas acudieron de vuelta a su conciencia.
Una pira de fuego místico... Un ángel materializándose entre la multitud... La suave mano de ella tomando la suya y guiándolo hacia la noche... Guiando su exhausto y maltrecho cuerpo por las calles... Guiándolo hasta allí... A esta suite... Metiéndolo medio adormilado bajo la ducha de agua caliente... Guiándolo luego a esa cama... Y cuidándolo mientras él se quedaba dormido.
En medio de la oscuridad, Langdon vio que había una segunda cama. Las sábanas estaban revueltas, pero en ella no había nadie. En una de las habitaciones contiguas oyó entonces el leve y continuo chorro de agua de la ducha.
En la cama de Vittoria, vio que había un escudo bordado en la funda del almohadón: HOTEL BERNINI. Langdon no pudo evitar sonreír. Vittoria había elegido bien. Lujo del viejo continente con vistas a la fuente del Tritón de Bernini... No había un hotel más apropiado en toda Roma.
De repente oyó unos golpes y se dio cuenta de que eso era lo que lo había despertado. Alguien llamaba a la puerta. Cada vez con mayor insistencia.
Confuso, Langdon se levantó. «Nadie sabe que estamos aquí», se dijo. Tras ponerse la lujosa bata del hotel, salió al vestíbulo de la suite. Se quedó un momento ante la pesada puerta de roble y finalmente la abrió.
Un robusto hombre ataviado con unos vistosos ropajes púrpuras y amarillos se lo quedó mirando.
—Soy el teniente Chartrand —se presentó el hombre—. De la Guardia Suiza del Vaticano.
Langdon sabía muy bien quién era.
—¿Cómo... nos ha encontrado?
—Anoche los vi marcharse de la plaza y los seguí. Afortunadamente, todavía están ustedes aquí.
Langdon sintió una repentina ansiedad y se preguntó si los cardenales habrían enviado a Chartrand para escoltarlos a Vittoria y a él de vuelta a la Ciudad del Vaticano. Al fin y al cabo, aparte del Colegio Cardenalicio, ellos dos eran las únicas personas que sabían la verdad. Suponían un problema.
—Su santidad me ha pedido que le dé esto —dijo Chartrand entregándole un sobre lacrado con el sello del Vaticano.
Langdon lo abrió y leyó la nota manuscrita.
Señor Langdon, señorita Vetra:
Aunque es mi deseo pedirles discreción acerca de los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, me resulta imposible requerir nada más de ustedes de lo que ya nos han ofrecido. Así pues, opto por retractarme con humildad y confío en que se dejen guiar por sus corazones. Hoy el mundo parece un lugar mejor. Quizá las preguntas son más poderosas que las respuestas.
Mi puerta estará siempre abierta,
SU SANTIDAD, SAVERIO MORTATI
Langdon leyó el mensaje dos veces. Sin duda el Colegio Cardenalicio había escogido un líder noble y generoso.
Antes de que pudiera decir nada, Chartrand le entregó asimismo un pequeño paquete.
—Un obsequio de su santidad a modo de agradecimiento.
Langdon cogió el paquete. Era muy pesado y estaba envuelto en papel marrón.
—Por decreto suyo —dijo Chartrand—, se le concede el préstamo indefinido de este objeto de la cámara acorazada del papa. Su santidad únicamente le pide que en su testamento se asegure de que regrese a su lugar de origen.
Langdon abrió el paquete y se quedó sin habla. Era un hierro de marcar. El diamante de los illuminati.
El teniente sonrió.
—La paz sea con usted —dijo, y se volvió para marcharse.
—Gr-gracias —consiguió decir Langdon mientras sujetaba el preciado regalo con manos trémulas.
El guardia vaciló un momento en el pasillo.
—Señor Langdon, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto.
—Mis compañeros y yo sentimos cierta curiosidad. Esos últimos minutos... ¿Qué sucedió en el helicóptero?
Langdon experimentó una oleada de ansiedad. Sabía que ese momento llegaría. El momento de la verdad. Vittoria y él habían hablado de ello la noche anterior mientras se escabullían de la plaza de San Pedro. Y habían tomado una decisión. Antes incluso de recibir la nota del papa.
Leonardo Vetra había soñado con que el descubrimiento de la antimateria marcara el inicio de un despertar espiritual. Obviamente, acontecimientos como los de la pasada noche no eran lo que tenía en mente, pero había un hecho innegable: en ese momento, alrededor del mundo, la gente pensaba en Dios de un modo distinto de como lo había hecho antes. Langdon y Vittoria no tenían idea de cuánto tiempo duraría la magia, pero sabían que no romperían el embrujo sembrando el escándalo y la duda. «Los caminos del Señor son inescrutables», se dijo Langdon, preguntándose irónicamente si quizá..., sólo quizá, lo sucedido el día anterior no habría sido en el fondo la voluntad de Dios.