—¿Señor Langdon? —repitió Chartrand—. Le preguntaba acerca del helicóptero...
Él le sonrió con tristeza.
—Sí, ya lo sé... —Las palabras surgieron de su corazón, no de su cabeza—. Puede que se deba a la conmoción de la caída, pero mi memoria... Parece... La verdad es que no lo recuerdo bien...
La desilusión de Chartrand fue patente.
—¿No recuerda nada?
Langdon suspiró.
—Me temo que seguirá siendo un misterio.
Cuando Robert Langdon regresó al dormitorio, la visión que le esperaba lo dejó estupefacto. Vittoria estaba en el balcón, de espaldas a la barandilla, mirándolo intensamente. Su silueta radiante bajo la luz de la luna era como una aparición celestial... Podría haber sido una diosa romana, ataviada con el albornoz blanco y el cinturón ceñido acentuando sus esbeltas curvas. Tras ella, una pálida neblina envolvía como una aureola la fuente del Tritón de Bernini.
Langdon se sintió irremediablemente atraído por ella..., más que por ninguna otra mujer en toda su vida. Dejó el diamante de los illuminati y la carta del papa sobre la mesilla de noche. Ya tendría tiempo de explicarle todo eso más adelante. Fue hacia el balcón.
Vittoria parecía feliz de verlo.
—Estás despierto —dijo ella, en un tímido susurro—. Por fin.
Él sonrió.
—Ayer fue un día muy largo.
Ella se pasó la mano por la hermosa y espesa cabellera, y el cuello de su bata se abrió ligeramente.
—Y ahora... supongo que querrás tu recompensa.
El comentario cogió desprevenido a Langdon.
—¿Cómo dices?...
—Somos adultos, Robert. Puedes admitirlo: sientes un deseo. Lo veo en tus ojos. Un profundo deseo carnal. —Ella sonrió—. Yo también lo siento. Y esa necesidad está a punto de ser satisfecha.
—¿Sí? —Langdon se envalentonó y se acercó más a ella.
—De inmediato —dijo Vittoria, y levantó el menú del servicio de habitaciones—. He pedido todo lo que tienen.
El festín fue suntuoso. Cenaron juntos a la luz de la luna. Sentados en el balcón, saborearon frisée, trufas y risotto. Bebieron una botella de Dolcetto y charlaron hasta altas horas de la noche.
No hacía falta ser simbólogo para poder leer las señales que la joven lanzaba a Langdon. Mientras tomaban el postre de crema de frambuesas con savoiardi y un humeante espresso, Vittoria presionaba las piernas desnudas contra las suyas bajo la mesa y lo miraba con ojos seductores. Parecía pedirle que dejara a un lado el tenedor y la llevara en volandas a la cama.
Pero, en vez de eso, él siguió comportándose como un perfecto caballero. «Yo también sé jugar a esto», pensó disimulando una pícara sonrisa.
Cuando hubieron terminado de cenar, Robert se dirigió hacia la cama, se sentó en el borde y se puso a examinar el diamante de los illuminati, haciendo comentarios sobre el milagro de su simetría mientras lo sostenía en alto. La confusión de Vittoria dio paso a la frustración.
—Encuentras ese ambigrama terriblemente interesante, ¿no? —preguntó.
Él asintió.
—Fascinante.
—¿Dirías que es lo más interesante que hay en esta habitación?
Langdon se rascó la cabeza, fingiendo considerar la pregunta.
—Bueno, hay una cosa que me interesa más aún.
Ella sonrió y se acercó a él.
—¿Cuál?
—Tu refutación de la teoría de Einstein mediante los atunes.
Vittoria levantó las manos.
—Dio mio! ¡Déjate de atunes! No juegues conmigo, te lo advierto.
Él sonrió.
—Quizá en tu siguiente experimento podrías estudiar las platijas y demostrar que la Tierra es plana.
La joven echaba humo, pero las primeras señales de una sonrisa exasperada empezaron a dibujarse en sus labios.
—Para su información, profesor, mi siguiente experimento será histórico. Tengo intención de demostrar que los neutrinos tienen masa.
—¿Los neutrinos tienen masa? —Él la miró desconcertado—. ¡No sabía que fueran católicos![8]
Con un rápido movimiento, ella se le echó encima y lo inmovilizó.
—Espero que creas en la vida después de la muerte, Robert Langdon —dijo Vittoria, sentada a horcajadas sobre él. En sus ojos brillaba un travieso fuego.
—En realidad —respondió él entre carcajadas—, siempre he sido incapaz de imaginar nada más allá de este mundo.
—¿De verdad? Entonces, ¿nunca has tenido una experiencia religiosa? ¿Un momento perfecto de glorioso éxtasis?
Langdon negó con la cabeza.
—No, y dudo seriamente que yo sea el tipo de hombre que tiene experiencias religiosas.
Vittoria se quitó la bata.
—Nunca te has acostado con una experta en yoga, ¿verdad?
AGRADECIMIENTOS
Mi agradecimiento a Emily Bestler, Jason Kaufman, Ben Kaplan y a toda la gente de Pocket Books por su fe en este proyecto.
A mi amigo y agente, Jake Elwell, por su entusiasmo y su esfuerzo inagotables.
Al legendario George Wieser, por convencerme para que escribiera novelas.
A mi querido amigo Irv Sittler, por facilitarme una audiencia con el papa, mostrarme partes de la Ciudad del Vaticano que pocos llegan a ver y hacer que mi estancia en Roma fuera inolvidable.
A uno de los artistas más ingeniosos y dotados que existen, John Langdon, que estuvo a la altura de mi desafío imposible y creó los ambigramas para esta novela.
A Stan Planton, bibliotecario jefe de la Universidad de Ohio-Chillicothe, por ser mi principal fuente de información en incontables temas.
A Sylvia Cavazzini, por su gentil visita guiada por el Passetto secreto.
Y a los mejores padres que un hijo pueda desear, Dick y Connie Brown..., por todo.
Gracias también al CERN, Henry Beckett, Brett Trotter, la Academia Pontificia de las Ciencias, el Brookhaven Institute, la FermiLab Library, Olga Wieser, Don Ulsch (del Instituto de Seguridad Nacional), Caroline H. Thompson de la Universidad de Gales, Kathryn Gerhard y Omar al Kindi, John Pike y la Federación de Científicos Americanos, Heimlich Vieserholder, Corinna y Davis Hammond, Aizaz Ali, el Proyecto Galileo de la Universidad Rice, Julie Lynn y Charlie Ryan de Mockingbird Pictures, Gary Goldstein, Dave (Vilas) Arnold y Andra Crawford, la Global Fraternal Network, la biblioteca de la Academia Phillips Exeter, Jim Barrington, John Maier, al ojo increíblemente perspicaz de Margie Wachtel, alt.masonic.members, Alan Wooley, la exposición de códices vaticanos de la Biblioteca del Congreso, Lisa Callamaro y Callamaro Agency, Jon A. Stowell, los Museos Vaticanos, Aldo Baggia, Noah Alireza, Harriet Walker, Charles Terry, Micron Electronics, Mindy Homan, Nancy y Dick Curtin, Thomas D. Nadeau, NuvoMedia y Rocket E-books, Frank y Sylvia Kennedy, la Oficina de Turismo de Roma, el maestro Gregory Brown, Val Brown, Werner Brandes, Paul Krupin (de Direct Contact), Paul Stark, Tom King (de Computalk Network), Sandy y Jerry Nolan, la gurú de Internet Linda George, la Academia Nacional de las Artes de Roma, el físico y colega escribano Steve Howe, Robert Weston, la librería Water Street de Exeter (New Hampshire) y el Observatorio Vaticano.
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Ángeles y demonios
Dan Brown
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Juego de palabras intraducible con el término