El pasillo se extendía en ambas direcciones, izquierda y derecha. Se trataba de un túnel de cemento, suficientemente amplio para que pudiera pasar por él un camión de gran tamaño. El lugar en el que se encontraban estaba bien iluminado pero, más allá, la negrura era total. Un húmedo viento resonaba en la oscuridad, un inquietante recordatorio de que se hallaban bajo tierra. Langdon casi podía sentir el peso de la tierra y las piedras sobre su cabeza. Por un instante volvió a tener nueve años, y la oscuridad lo retrotrajo a esas cinco horas de aplastante negrura que todavía lo atormentaban. Apretando con fuerza los puños, apartó ese pensamiento de la cabeza.
Vittoria salió del ascensor y, sin la menor vacilación, se adentró en la oscuridad sin ellos. Con un parpadeo, los fluorescentes del techo iban encendiéndose a su paso, iluminándole el camino. El efecto resultaba inquietante, pensó Langdon, como si el túnel estuviera vivo... y anticipara sus movimientos. Él y Kohler la siguieron a una cierta distancia. Las luces se iban apagando automáticamente a sus espaldas.
—Ese acelerador de partículas —dijo Langdon en voz baja—, ¿se encuentra en este túnel?
—Es eso de ahí. —Kohler le señaló un tubo de cromo pulido que recorría la pared interior del túnel.
Él se quedó mirando el tubo, confuso.
—¿Eso es el acelerador?
El artefacto no se parecía en nada a lo que había imaginado. Era completamente recto, de casi un metro de diámetro, y se prolongaba horizontalmente por toda la extensión visible del túnel hasta desaparecer en la oscuridad. «Parece más bien un sumidero de alta tecnología», pensó Langdon.
—Creía que los aceleradores de partículas eran circulares.
—Y este acelerador lo es —dijo Kohler—. Parece recto, pero eso no es más que una ilusión óptica. La circunferencia del túnel es tan larga que la curvatura apenas resulta perceptible, como la de la Tierra.
Langdon estaba estupefacto. «¿Este túnel es circular?»
—Pero... ¡debe de ser enorme!
—El LHC es la máquina más grande del mundo.
Langdon recordó entonces que el chófer del CERN le había dicho algo acerca de una máquina enorme construida bajo tierra. «Pero...»
—Tiene más de ocho kilómetros de diámetro... Y veintisiete de circunferencia.
Él se volvió de pronto hacia Kohler.
—¿Veintisiete kilómetros? —Se quedó mirando al director y luego volvió a mirar el oscuro túnel que tenía ante sí—. ¿Este túnel mide veintisiete kilómetros de largo?
Kohler asintió.
—Describe un círculo perfecto. Se adentra en Francia y luego regresa hasta este mismo punto. En el momento de mayor aceleración, las partículas recorren el tubo más de diez mil veces por segundo antes de colisionar.
Todavía con la mirada puesta en el túnel, Langdon sintió que le flaqueaban las piernas.
—¿Me está diciendo que el CERN ha excavado millones de toneladas de tierra sólo para hacer colisionar partículas minúsculas?
El director se encogió de hombros.
—Para encontrar la verdad, a veces hay que mover montañas.
CAPÍTULO 16
A cientos de kilómetros del CERN, una crepitante voz resonó en una radio.
—Muy bien, ya estoy en el pasillo.
El técnico que monitorizaba las pantallas de vídeo presionó el botón de su transmisor.
—Has de encontrar la cámara 86. Debería estar al final del pasillo.
Hubo un largo silencio. El técnico que permanecía a la espera empezó a sudar. Finalmente, su radio sonó.
—La cámara no está aquí —informó la voz—. Puedo ver el lugar en el que estaba montada. Alguien debe de habérsela llevado.
El técnico exhaló un sonoro suspiro.
—Gracias. Aguarda un momento, ¿quieres?
Suspirando nuevamente, volvió entonces su atención al panel de pantallas de vídeo que tenía delante. Grandes zonas del complejo estaban abiertas al público, y no era la primera vez que una cámara inalámbrica desaparecía por culpa de algún visitante bromista en busca de souvenirs. Sin embargo, en cuanto una cámara salía de las instalaciones, la señal se perdía y la pantalla se quedaba en blanco. Perplejo, el técnico levantó la vista hacia el monitor. El de la cámara 86 todavía mostraba una imagen cristalina.
«Si han robado la cámara —se dijo—, ¿cómo es que todavía nos llega su señal?» Sabía, claro está, que sólo había una explicación. La cámara todavía estaba en el complejo. Simplemente, alguien la había cambiado de lugar. «Pero ¿quién? ¿Y por qué?»
Estudió largo rato el monitor. Finalmente cogió su radio.
—¿Hay algún armario en esa escalera? ¿Algún aparador o hueco oscuro?
—No. ¿Por qué? —respondió la voz, confusa.
El técnico frunció el entrecejo.
—No, por nada. Gracias por tu ayuda.
Apagó la radio e hizo una mueca.
Considerando el pequeño tamaño de la videocámara y el hecho de que fuera inalámbrica, el técnico era consciente de que la cámara 86 podía estar retransmitiendo desde cualquier sitio del recinto fuertemente vigilado, un denso conjunto de treinta y dos edificios independientes que cubría un radio de casi un kilómetro. La única pista era que la cámara parecía estar en un lugar oscuro. Aunque, claro, eso tampoco era de mucha ayuda. En el complejo había incontables lugares oscuros: armarios de mantenimiento, conductos de calefacción, cobertizos de jardinería, vestuarios e incluso un laberinto de túneles subterráneos. Podían tardar semanas en localizar la cámara 86.
«Aunque ése es el menor de mis problemas», se dijo.
A pesar del dilema que suponía la cuestión de la cámara, había otro asunto todavía más inquietante. El técnico levantó la mirada hacia la imagen que retransmitía la cámara perdida. Se trataba de un objeto inmóvil. Un artefacto moderno que no se parecía a nada que él hubiera visto nunca. Se fijó en la parpadeante pantalla electrónica que tenía en la base.
Pese a que había realizado un riguroso entrenamiento para afrontar situaciones de tensión, el guardia sintió que el pulso se le aceleraba. Debía dominar el pánico. Seguro que había una explicación. El objeto parecía demasiado pequeño para suponer un verdadero peligro. Aunque, claro está, su presencia en el complejo no dejaba de ser preocupante. Muy preocupante, de hecho.
«Tenía que pasar precisamente hoy», pensó.
La seguridad siempre era una prioridad para su superior. Sin embargo, ese día, más que ningún otro de los últimos doce años, era de la mayor importancia. El técnico se quedó mirando durante largo rato el objeto y sintió que se avecinaba una tormenta.
Luego, empezando a sudar, marcó el número de su superior.
CAPÍTULO 17
No muchos niños podrían decir que recordaban el día que conocieron a su padre, pero Vittoria Vetra sí. Tenía ocho años, y vivía donde siempre lo había hecho, en el Orfanotrofio di Siena, un pequeño orfanato católico cerca de Florencia donde la habían abandonado unos padres a los que nunca había llegado a conocer. Aquel día llovía. Las monjas la habían avisado dos veces para que fuera a cenar pero, como siempre, ella fingió que no las oía. Permanecía tumbada en el patio, mirando las gotas de lluvia. Las sentía en su cuerpo e intentaba adivinar dónde caería la siguiente. Las monjas volvieron a llamarla y la advirtieron de que la neumonía haría que una niña insufriblemente tozuda como ella sintiera mucha menos curiosidad por la naturaleza.