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«No puedo oíros», pensó Vittoria.

Estaba empapada hasta los huesos cuando el joven sacerdote salió a buscarla. No lo conocía. Era nuevo. Vittoria imaginaba que la cogería y la llevaría adentro a rastras. Pero no lo hizo. Para su asombro, en vez de eso se tumbó a su lado, sin importarle que su sotana se mojara en un charco.

—Dicen que haces muchas preguntas —comentó el hombre.

Vittoria frunció el entrecejo.

—¿Es eso algo malo?

Él se rio.

—Supongo que tienen razón.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Lo mismo que tú... Me pregunto por qué caen las gotas de lluvia.

—¡Yo no me estoy preguntando por qué caen! ¡Eso ya lo sé!

El sacerdote se la quedó mirando con estupefacción.

—¿Lo sabes?

—La hermana Francisca dice que las gotas de lluvia son las lágrimas de los ángeles que caen para limpiar nuestros pecados.

—¡Caray! —dijo él, haciéndose el sorprendido—. Así que es eso...

—¡No, no lo es! —replicó ella—. ¡Las gotas de lluvia caen porque todo cae! ¡Todo! ¡No sólo la lluvia!

El sacerdote se rascó la cabeza, perplejo.

—¿Sabes, jovencita? Tienes razón. Efectivamente, todo cae. Debe de ser la gravedad.

—¿Debe de ser el qué?

Él la volvió a mirar, extrañado.

—¿No has oído hablar de la gravedad?

—No.

El sacerdote se encogió de hombros con tristeza.

—Qué pena. La gravedad responde a muchas preguntas.

La niña se incorporó.

—¿Qué es la gravedad? —preguntó—. ¡Dímelo!

Él le guiñó un ojo.

—¿Qué te parece si te lo cuento mientras cenamos?

El joven sacerdote era Leonardo Vetra. Aunque en la universidad había sido un premiado estudiante de física, finalmente había decidido seguir otra vocación y había ingresado en el seminario. Leonardo y Vittoria se hicieron grandes amigos en ese solitario mundo de monjas y reglas. Vittoria hacía reír a Leonardo, y él la tomó bajo su protección. Le enseñó que cosas hermosas como los arco iris o los ríos tenían numerosas explicaciones. Le habló de la luz, los planetas, las estrellas y de la naturaleza en general, y lo hizo tanto a través de los ojos de Dios como de la ciencia. El innato intelecto y la curiosidad de Vittoria hacían de ella una alumna cautivadora. Leonardo la protegía como a una hija.

Vittoria era feliz. Nunca había conocido la alegría de tener un padre. Mientras los demás adultos respondían a sus preguntas pegándole en las muñecas, Leonardo se pasaba horas enseñándole libros. Incluso le preguntaba qué opinaba ella. Vittoria rezaba para que Leonardo se quedara a su lado para siempre. Sin embargo, un día su peor pesadilla se hizo realidad: Leonardo le dijo que dejaba el orfanato.

—Me voy a vivir a Suiza —le explicó—. Me han concedido una beca para estudiar física en la Universidad de Ginebra.

—¿Física? —exclamó Vittoria—. ¡Creía que amabas a Dios!

—Y así es. Mucho. Por eso quiero estudiar sus leyes divinas. Las leyes de la física son el lienzo sobre el que Dios pintó su obra maestra.

Vittoria se quedó desolada. Pero Leonardo tenía más noticias. Le dijo que había hablado con sus superiores, y que éstos le habían dicho que, si quería, podía adoptarla.

—¿Te gustaría que yo te adoptara? —le preguntó.

—¿Qué quiere decir «adoptar»? —dijo ella.

El padre Leonardo se lo explicó.

Vittoria lo abrazó durante cinco minutos mientras lloraba de felicidad.

—¡Oh, sí! ¡Sí!

Leonardo le dijo que tardaría algún tiempo en instalarse en su nueva casa de Suiza, pero le prometió que volvería a buscarla al cabo de seis meses. Fue la espera más larga de la vida de la pequeña, pero el sacerdote mantuvo su palabra. Cinco días antes de su noveno cumpleaños, Vittoria se trasladó a vivir con él. De día iba a la Escuela Internacional de Ginebra, y por las noches estudiaba con su padre.

Tres años después, Leonardo Vetra fue contratado por el CERN. Vittoria y él se trasladaron a un mundo más increíble de lo que la joven jamás podría haber imaginado.

Mientras recorría el túnel del LHC, Vittoria Vetra sentía el cuerpo entumecido. Advirtió su desdibujado reflejo en el tubo y notó la ausencia de su padre. Normalmente permanecía en un estado de profunda calma, en armonía con el mundo que la rodeaba. Ahora, sin embargo, nada tenía sentido. Las últimas tres horas habían sido frenéticas.

A las diez de la mañana, Kohler la había llamado a las islas Baleares: «Han asesinado a tu padre. Vuelve a casa inmediatamente». A pesar del sofocante calor que hacía en la cubierta del barco de submarinismo, Vittoria había sentido un hondo escalofrío al oír esas palabras. El frío tono de Kohler le había dolido tanto como la noticia.

Ahora ya estaba en casa. Pero ¿seguía siendo ésa su casa? El CERN, su mundo desde que tenía doce años, le parecía ahora un lugar extraño. Su padre, el hombre que lo hacía mágico, ya no estaba con ella.

«Respira profundamente», se dijo a sí misma, pero no podía tranquilizarse. Las preguntas se agolpaban en su cabeza. ¿Quién había asesinado a su padre? ¿Por qué? ¿Y quién era ese «especialista» estadounidense? ¿Por qué insistía Kohler en ver el laboratorio?

El director había dicho que en él había pruebas que relacionaban el asesinato de su padre con su proyecto actual. «¿Qué pruebas? ¡Nadie sabía en qué estábamos trabajando! E incluso si alguien lo hubiera averiguado, ¿por qué habría de querer matarlo?»

Mientras seguía avanzando por el túnel del LHC en dirección al laboratorio, Vittoria se dio cuenta de que estaba a punto de revelar el mayor logro de su padre sin que él estuviera presente. Siempre había creído que ese momento sería completamente distinto; que su padre llevaría a los mejores científicos del CERN a su laboratorio y les mostraría su descubrimiento mientras observaba sus rostros de asombro. Luego, henchido de paternal orgullo, les explicaría que había sido una de las ideas de Vittoria la que lo había ayudado a hacer realidad ese proyecto, que su hija había sido una parte integral en su hallazgo. La joven sintió un nudo en la garganta. «Mi padre y yo deberíamos haber compartido este momento.» Ahora, sin embargo, estaba sola. Sin colegas ni rostros de felicidad. Sólo un estadounidense desconocido y Maximilian Kohler.

«Maximilian Kohler. Der König

Ya de pequeña a Vittoria le desagradaba ese hombre. Aunque finalmente llegó a respetar su increíble intelecto, el gélido comportamiento del que hacía gala siempre le había parecido inhumano, la antítesis exacta de la calidez de su padre. A Kohler le interesaba la ciencia por su lógica inmaculada; a su padre, por su maravillosa espiritualidad. Y, sin embargo, siempre había parecido existir un tácito respeto entre ambos. «Los genios —le explicó alguien una vez— aceptan incondicionalmente a los demás genios.»

«Genio —pensó ella—. Mi padre... Papá. Muerto.»

La entrada al laboratorio de Leonardo Vetra era un largo y aséptico pasillo completamente recubierto de baldosas blancas. Langdon tuvo la sensación de que entraba en una especie de manicomio subterráneo. En las paredes había docenas de imágenes en blanco y negro enmarcadas. Aunque se había dedicado toda su vida al estudio de imágenes, éstas le resultaban absolutamente incomprensibles. Parecían caóticos negativos de rayas y espirales aleatorias. «¿Arte moderno? —pensó—. ¿Jackson Pollock bajo los efectos de las anfetaminas?»

—Son diagramas de dispersión —explicó Vittoria al advertir su interés—. Representaciones infográficas de colisiones de partículas. Ésa es la partícula Z —dijo señalando un tenue rastro casi invisible en medio de la confusión—. Mi padre la descubrió hace cinco años. Energía pura, sin masa. Podría muy bien ser la pieza más pequeña de la naturaleza. La materia no es más que energía atrapada.