«¿La materia es energía? —Langdon ladeó la cabeza—. Eso suena muy zen.» Se quedó mirando la minúscula raya de la fotografía y se preguntó qué dirían sus colegas del Departamento de Física de Harvard cuando les contara que había pasado el fin de semana en el gran colisionador de hadrones admirando partículas Z.
—Vittoria —dijo Kohler al llegar ante la imponente puerta de acero del laboratorio—. Debería mencionar que esta mañana he bajado aquí a buscar a tu padre.
Ella se ruborizó ligeramente.
—¿Ah, sí?
—Sí. Imagina mi sorpresa cuando he descubierto que el teclado numérico estándar del CERN había sido reemplazado por otra cosa. —Kohler señaló un intrincado aparato electrónico que había junto a la puerta.
—Le pido disculpas —repuso ella—. Ya sabe cómo era mi padre con la cuestión de la privacidad. Aparte de nosotros dos, no quería que nadie más tuviera acceso.
—Está bien. Abre la puerta —pidió Kohler.
Vittoria permaneció inmóvil un largo momento. Luego dejó escapar un suspiro y se dirigió hacia el mecanismo de la pared.
Langdon no estaba preparado en modo alguno para lo que sucedió a continuación.
Con cuidado, la joven acercó el ojo izquierdo a una lente que sobresalía del aparato como si de un telescopio se tratara. Luego presionó un botón y en el interior de la máquina se oyó un chasquido. Un rayo de luz osciló de un lado a otro, escaneando su retina como una fotocopiadora.
—Es un escáner de retina —dijo ella—. Seguridad infalible. Sólo hay dos retinas autorizadas: la mía y la de mi padre.
Robert Langdon se sintió horrorizado ante la revelación. La truculenta imagen de Leonardo Vetra regresó a su mente: el rostro sanguinolento, el solitario ojo castaño devolviéndole la mirada y la cuenca ocular vacía. Intentó rechazar la obvia verdad, pero entonces lo vio... En el suelo de baldosas blancas, bajo el escáner... Unas pequeñas gotas carmesíes. Sangre seca.
Afortunadamente, Vittoria no reparó en ello.
La puerta de acero se abrió y la joven cruzó el umbral.
Kohler dirigió una dura mirada a Langdon. Su mensaje estaba claro: «Tal y como le he dicho antes, el ojo desaparecido sí sirve a un propósito más elevado».
CAPÍTULO 18
La mujer tenía las manos atadas y las muñecas enrojecidas e hinchadas por las rozaduras. El hassassin de piel caoba yacía a su lado, agotado, admirando su premio desnudo. Se preguntó si el sueño en el que la chica parecía haber caído no sería un engaño, un patético intento de evitar atenderlo durante más tiempo.
Pero no le importaba. Ya había obtenido su recompensa. Saciado, se sentó en la cama.
En su país, las mujeres eran posesiones. Débiles. Herramientas de placer. Un bien con el que comerciar como si fuese ganado. Y ellas sabían cuál era su lugar. Sin embargo, allí, en Europa, las mujeres fingían una fortaleza y una independencia que lo divertía y lo excitaba. Forzar su sumisión física siempre resultaba gratificante.
Ahora, a pesar de sentirse satisfecho, el hassassin advirtió que otro apetito crecía en su interior. La noche anterior había asesinado, asesinado y mutilado, y para él asesinar era como la heroína: una satisfacción temporal que no hacía sino incrementar su deseo de otra dosis. La euforia se había desvanecido. La sed había regresado.
Examinó a la mujer que dormía a su lado. Mientras le pasaba la palma de la mano por el cuello, sintió la excitación de saber que podía terminar con su vida en un instante. ¿Qué más daba? Era infrahumana, un mero vehículo de placer a su servicio. Sus fuertes dedos rodearon la garganta de la chica y sintió su delicado pulso. Finalmente, sin embargo, consiguió reprimir el deseo y apartó la mano. Tenía trabajo que hacer. Debía servir a una causa más elevada que su propio deseo.
Al levantarse de la cama se regocijó con el honor del trabajo que tenía ante sí. Todavía le costaba concebir la influencia de ese hombre llamado Janus y la antigua hermandad que dirigía. Le parecía asombroso que lo hubieran elegido precisamente a él. De algún modo, se habían enterado del odio que sentía... Y de su talento. Cómo, nunca lo sabría. «Sus recursos son infinitos.»
Ahora le habían otorgado el máximo honor posible. Sería sus manos y su voz. Su asesino y su mensajero. Aquel a quien su gente conocía como Malak al-haq: el Ángel de la Verdad.
CAPÍTULO 19
El laboratorio de Vetra era por completo futurista.
Absolutamente blanco y repleto de ordenadores y equipos electrónicos especializados, parecía más bien una especie de sala de operaciones. Langdon se preguntó qué secretos debía de ocultar ese lugar que pudieran justificar la extracción de un ojo a alguien.
Kohler parecía inquieto. Sus ojos revoloteaban con nerviosismo en busca de señales de algún intruso. El laboratorio, sin embargo, estaba desierto. Vittoria también se movía con lentitud, como si el lugar tuviera un aspecto distinto sin su padre.
La mirada de Langdon aterrizó inmediatamente en el centro de la habitación, donde una serie de columnas emergían del suelo. Como un Stonehenge en miniatura, una docena o más de columnas de acero pulido formaban un círculo en medio de la estancia. Tenían un metro de altura, y a Langdon le recordaron los expositores de joyas de los museos. Estaba claro, sin embargo, que esas columnas no servían para mostrar piedras preciosas. Sobre cada una de ellas había un contenedor transparente del tamaño de un bote de pelotas de tenis. Parecían estar vacíos.
Kohler observó los contenedores, desconcertado. De momento, sin embargo, decidió ignorarlos. Se volvió hacia Vittoria.
—¿Han robado algo?
—¿Robado? ¿Cómo iban a robar nada? —exclamó la joven—. El escáner de retina sólo permite la entrada a mi padre y a mí.
—Compruébalo de todos modos.
Ella suspiró y examinó un momento el laboratorio. Se encogió de hombros.
—Todo parece tal y como mi padre solía dejarlo. Un caos ordenado.
Langdon advirtió que Kohler sopesaba sus opciones, como si se preguntara hasta dónde podía presionar a Vittoria, cuánto debía contarle. Al parecer, de momento optó por dejarlo ahí. Desplazó su silla de ruedas hasta el centro de la habitación y examinó el misterioso grupo de contenedores aparentemente vacíos.
—Los secretos son un lujo que ya no podemos permitirnos —declaró.
Vittoria asintió. De repente parecía conmovida, como si estar allí le hubiera provocado un torrente de recuerdos.
«Démosle un minuto», pensó Langdon.
Como preparándose para lo que estaba a punto de revelar, la joven cerró los ojos y respiró profundamente. Luego volvió a respirar. Y otra vez. Y otra...
El profesor la observó con cierta preocupación. «¿Está bien?» Luego se volvió hacia Kohler, que permanecía impasible, como si ya hubiera presenciado antes ese ritual. Al cabo de diez segundos, ella volvió a abrir los ojos.
Langdon no podía creer la metamorfosis que había tenido lugar. Vittoria Vetra se había transformado. Había relajado sus carnosos labios, destensado los hombros y suavizado la mirada. Era como si hubiera realineado todos los músculos de su cuerpo para aceptar la situación. El ardiente resentimiento y la angustia personal parecían haberse difuminado bajo una profunda calma.
—Por dónde empezar... —dijo ella con absoluta serenidad.
—Por el principio —repuso Kohler—. Háblanos acerca del experimento de tu padre.
—Rectificar la ciencia mediante la religión siempre fue el sueño de mi padre —comenzó Vittoria—. Esperaba demostrar que la ciencia y la religión son dos campos absolutamente compatibles; dos modos distintos de buscar la misma verdad. —Se detuvo un momento, como incapaz de creer lo que estaba a punto de decir—. Y recientemente... descubrió la forma.