Kohler no dijo nada.
—Concibió un experimento con el que esperaba resolver uno de los conflictos más amargos en la historia de la ciencia y la religión.
Langdon se preguntó a qué conflicto debía de referirse. Había tantos...
—El creacionismo —declaró Vittoria—. La batalla sobre el nacimiento del universo.
«Ah —pensó Langdon—. El debate.»
—La Biblia, por supuesto, afirma que Dios creó el universo —continuó ella—. Dios dijo «hágase la luz», y todo lo que vemos apareció de la nada. Lamentablemente, una de las leyes fundamentales de la física afirma que la materia no puede ser creada de la nada.
Langdon había leído acerca del punto muerto en el que se encontraba el debate. La idea de que Dios supuestamente creó «algo de la nada» era totalmente contraria a las leyes aceptadas de la física moderna y, por lo tanto, los científicos aseguraban que el Génesis era científicamente absurdo.
—Señor Langdon —dijo Vittoria volviéndose hacia él—. Supongo que está usted familiarizado con la teoría del big bang.
Él se encogió de hombros.
—Más o menos.
El big bang era el modelo científico aceptado para explicar la creación del universo. No lo entendía del todo pero, según la teoría, un único punto de energía increíblemente concentrada estalló en una explosión cataclísmica, inició así su expansión y formó el universo. O algo parecido.
Vittoria prosiguió:
—Cuando la Iglesia católica propuso la teoría del big bang en 1927, el...
—¿Cómo? —Langdon no pudo evitar interrumpirla—. ¿Dice usted que la teoría del big bang es una idea católica?
Ella parecía sorprendida por su pregunta.
—Por supuesto. La propuso un monje católico, Georges Lemaître, en 1927.
—Pero yo pensaba... —vaciló—. ¿No lo hizo el astrónomo de Harvard Edwin Hubble?
Kohler se encendió.
—Otra muestra más de la arrogancia estadounidense. Hubble publicó su artículo en 1929, dos años después de Lemaître.
Langdon frunció el entrecejo.
«Se llama telescopio Hubble, señor. ¡Nunca he oído hablar de ningún telescopio Lemaître.»
—El señor Kohler tiene razón —repuso Vittoria—, la idea pertenecía a Lemaître. Hubble sólo la confirmó reuniendo las pruebas que demostraban que el big bang era probable desde un punto de vista científico.
—Oh —dijo Langdon, preguntándose si los fanáticos de Hubble del Departamento de Astronomía de Harvard habían mencionado alguna vez a Lemaître en sus clases.
—Cuando Lemaître presentó la teoría del big bang —continuó Vittoria—, los científicos dijeron que era absolutamente ridícula. La materia, aseguraba la ciencia, no podía ser creada de la nada. Así pues, cuando Hubble conmocionó al mundo al demostrar que el big bang era científicamente viable, la Iglesia reivindicó la victoria, pues consideró que se trataba de la demostración de que la Biblia era correcta desde el punto de vista científico. La verdad divina.
Langdon asintió, muy concentrado en lo que le decían.
—Por supuesto, a los científicos no les pareció bien que la Iglesia utilizara sus descubrimientos para promover la religión, de modo que matematizaron la teoría del big bang, eliminando todas las alusiones religiosas y haciéndola propia. Desafortunadamente para la ciencia, sus ecuaciones adolecen todavía hoy de una seria deficiencia que a la Iglesia le gusta señalar.
Kohler gruñó.
—La singularidad —pronunció la palabra como si se tratara de la cruz de su existencia.
—Sí, la singularidad —asintió Vittoria—. El momento exacto de la creación. La hora cero. —Miró a Langdon—. Todavía hoy, la ciencia no puede llegar a comprender el momento inicial de la creación. Nuestras ecuaciones explican con bastante precisión los «primeros momentos» del universo, pero al retroceder en el tiempo y acercarnos a la hora cero, de repente las matemáticas se desintegran y todo se vuelve un sinsentido.
—Correcto —dijo Kohler en un tono de voz nervioso—, y la Iglesia se aferra a esa deficiencia como prueba de la intervención divina. Ve al grano.
La expresión de Vittoria se tornó distante.
—Mi padre siempre creyó en la intervención de Dios en el big bang. A pesar de que la ciencia era incapaz de comprender el momento divino de la creación, él creía que algún día lo haría. —Señaló con tristeza un memorándum colgado en la zona de trabajo de Leonardo—. Solía mostrarme eso cuando yo tenía alguna duda.
Langdon leyó el mensaje:
CIENCIA Y RELIGIÓN NO SON OPUESTAS.
ES SÓLO QUE LA CIENCIA ES DEMASIADO
JOVEN PARA COMPRENDER
—Mi padre quería llevar la ciencia a un nuevo nivel —dijo Vittoria—. Un nivel en el que pudiera admitir el concepto de Dios. —Se pasó una mano por la larga melena—. Se propuso hacer algo que ningún científico había hecho antes, algo para lo que ni siquiera existía la tecnología necesaria. —Se detuvo un momento, como si no supiera muy bien cómo continuar—. Diseñó un experimento para demostrar que el Génesis era posible.
«¿Demostrar el Génesis? —se preguntó Langdon—. ¿Hágase la luz? ¿Materia de la nada?»
La fría mirada de Kohler recorrió el laboratorio.
—¿Cómo dices?
—Mi padre creó un universo... de la nada.
El director se volvió hacia ella de golpe.
—¡¿Qué?!
—Mejor dicho, recreó el big bang.
Kohler parecía a punto de ponerse en pie.
Langdon estaba perdido. «¿Crear un universo? ¿Recrear el big bang?»
—Lo hizo a una escala mucho menor, claro está —dijo Vittoria, hablando ahora con mayor premura—. El proceso fue extraordinariamente simple. Aceleró dos rayos ultrafinos de partículas en direcciones opuestas alrededor del tubo de aceleración. Los dos rayos colisionaron de frente a una velocidad tremenda, comprimiendo toda su energía en un único punto. Consiguió así una enorme densidad de energía. —La joven empezó entonces a recitar una larga ristra de unidades, y los ojos del director se abrieron todavía más.
Langdon intentaba no perder el hilo. «O sea, que Leonardo Vetra simuló el punto de energía a partir del cual el universo supuestamente se expandió.»
—El resultado fue verdaderamente asombroso —prosiguió Vittoria—. Cuando se publique, sacudirá los cimientos mismos de la física moderna. —Ahora hablaba con lentitud, como saboreando la importancia de la noticia que iba a dar—. Sin advertencia previa, dentro del tubo acelerador, en ese punto de energía altamente concentrada, empezaron a surgir de la nada partículas de materia.
Kohler no reaccionó. Permanecía con la mirada fija.
—Materia —repitió Vittoria—. De la nada. Un espectáculo increíble de fuegos artificiales subatómicos. Un universo en miniatura cobró vida, demostrando no sólo que la materia puede ser creada de la nada, sino que el big bang y el Génesis se pueden explicar si aceptamos la presencia de una grandísima fuente de energía.
—¿Te refieres a Dios? —preguntó Kohler.
—Dios, Buda, la Fuerza, Yahvé, la singularidad, el punto de unicidad... llámelo como quiera. El resultado es el mismo. Ciencia y religión sostienen la misma verdad: la energía pura es la madre de la creación.
Cuando Kohler volvió a hablar, lo hizo con un sombrío tono de voz:
—No sé qué decir, Vittoria. ¿Hemos de creer que tu padre creó materia... de la nada?