Al sentarse sobre su baúl Maharishi de latón para saborear la bebida caliente, Langdon vio su reflejo en el ventanal. Era una imagen distorsionada y pálida..., como la de un fantasma. «Un fantasma que envejece», pensó, cruelmente consciente de que su espíritu juvenil vivía en un envoltorio mortal.
Si bien no era exactamente guapo en un sentido clásico, a sus cuarenta y cinco años tenía lo que sus colegas femeninas llamaban un atractivo «erudito»: espeso pelo castaño con algunos mechones grises, penetrantes ojos azules, una cautivadora voz profunda y la sonrisa arrebatadora y desenfadada de un atleta universitario. Saltador de trampolín en el instituto y la universidad, todavía lucía el cuerpo de un nadador, un tonificado físico de un metro ochenta que mantenía en forma gracias a los cincuenta largos que hacía diariamente en la piscina de la universidad.
Sus amigos siempre lo habían considerado alguien más bien enigmático, un hombre atrapado entre siglos. Los fines de semana se lo podía ver en el patio de la facultad vestido con unos pantalones vaqueros y conversando sobre infografía o historia de la religión con algún alumno; otras veces, en las páginas de lujosas revistas de arte, ataviado con su americana Harris de tweed y un chaleco de cachemira, pronunciando una conferencia en la inauguración de algún museo.
A pesar de ser un profesor estricto y partidario de la disciplina, Langdon era el primero en abandonarse a lo que él llamaba el «olvidado arte de la diversión». El fanatismo contagioso con el que se entregaba al esparcimiento lo había hecho merecedor de una aceptación fraternal entre sus alumnos. El apodo por el que era conocido en el campus, el Delfín, hacía referencia tanto a su naturaleza afable como a su legendaria capacidad para zambullirse en una piscina y esquivar a todo el equipo contrario en un partido de waterpolo.
Mientras permanecía sentado a solas con la mirada perdida en la oscuridad, el silencio de su casa volvió a verse perturbado, esta vez por el sonido del fax. Demasiado cansado para enojarse, dejó escapar una risa ahogada.
«El pueblo de Dios —pensó—. Dos mil años esperando a su Mesías y siguen igual de persistentes.»
Con parsimonia, dejó la taza ya vacía en la cocina y se dirigió lentamente hacia su estudio de paredes revestidas de roble. El fax entrante descansaba en la bandeja. Suspiró, cogió la hoja y le echó un vistazo.
Al instante sintió una oleada de náuseas.
En la hoja se veía la imagen de un cadáver. El cuerpo estaba desnudo y tenía la cabeza completamente vuelta del revés. En el pecho de la víctima había una horrible quemadura. Al hombre le habían marcado a fuego una palabra; una palabra que Langdon conocía bien. Muy bien. Incrédulo, se quedó mirando atentamente los ornamentados caracteres.
—Illuminati —tartamudeó mientras su corazón comenzaba a latir con fuerza. «No puede ser...»
Lentamente, temeroso de lo que estaba a punto de ver, dio la vuelta a la hoja y observó la palabra al revés.
Se quedó sin respiración. Fue como si lo hubiera alcanzado un rayo. Sin apenas creer lo que sus ojos veían, dio de nuevo la vuelta a la hoja. La palabra se podía leer en ambos sentidos.
—Illuminati —susurró.
Aturdido, se dejó caer en la silla. Permaneció un momento inmóvil, completamente desconcertado. De repente sus ojos advirtieron la parpadeante luz roja del fax. Quienquiera que le hubiera enviado esa hoja todavía estaba conectado, a la espera de poder hablar con él. Langdon se quedó mirando largo rato la parpadeante luz.
Finalmente, con mano trémula, descolgó el auricular.
CAPÍTULO 2
—¿He conseguido llamar su atención? —dijo el hombre al teléfono cuando Langdon finalmente contestó.
—Sí, señor, desde luego que sí. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?
—He intentado decírselo antes —la voz sonaba rígida, mecánica—. Soy físico. Dirijo un centro de investigación. Se ha cometido un asesinato. Ya ha visto el cadáver.
—¿Cómo me ha encontrado? —A Langdon le costaba concentrarse en lo que le estaba diciendo; no podía dejar de pensar en la imagen del fax.
—Ya se lo he dicho: internet. La página web de su libro, El arte de los illuminati.
Langdon intentó poner sus pensamientos en orden. Su libro era prácticamente desconocido en los círculos literarios mayoritarios, pero contaba con numerosos seguidores en la red. Aun así, lo que el desconocido le había dicho era absurdo.
—En esa página no aparecen mis datos personales —lo contradijo—. Estoy seguro de ello.
—En mi laboratorio cuento con gente experta en obtener información de los usuarios de internet.
Langdon se mostró escéptico.
—Parece que en su laboratorio saben muchas cosas sobre internet...
—Es normal —repuso rápidamente el hombre—. Nosotros la inventamos.
Algo en la voz del desconocido le dijo a Langdon que no estaba bromeando.
—He de verlo —insistió el otro—. Éste no es un asunto que podamos tratar por teléfono. Mi laboratorio está a tan sólo una hora en avión de Boston.
De pie en el estudio tenuemente iluminado, Langdon analizó el fax que sujetaba en la mano. La imagen era impactante, posiblemente suponía el hallazgo epigráfico del siglo, una década de investigaciones confirmadas de golpe en un único símbolo.
—Es urgente —insistió la voz.
Langdon no podía apartar los ojos de la palabra: «illuminati». La leía una y otra vez. Su trabajo siempre se había basado en el equivalente simbólico de los fósiles —documentos antiguos y rumores históricos—, pero la imagen que tenía ante sí era actual. Pertenecía al presente. Se sentía como un paleontólogo que se hubiera topado cara a cara con un dinosaurio vivo.
—Me he tomado la libertad de enviarle un avión —dijo la voz—. Llegará a Boston dentro de veinte minutos.
Langdon sintió que se le secaba la boca. «Un vuelo de una hora...»
—Por favor, disculpe mi presunción —añadió la voz—. Necesito que venga usted aquí.
Langdon observó de nuevo el fax: un antiguo mito confirmado en blanco y negro. Las implicaciones eran escalofriantes. Miró distraídamente por el ventanal. Las primeras luces del alba empezaban a ser visibles a través de los abedules de su patio trasero pero, por alguna razón, esa mañana la vista parecía distinta. Langdon sintió que una extraña combinación de miedo y excitación se apoderaba de él y supo que no tenía elección.
—Usted gana —dijo—. Dígame dónde he de ir a coger ese avión.
CAPÍTULO 3
A miles de kilómetros de allí, dos hombres mantenían una reunión en una estancia oscura. Medieval. De piedra.
—Benvenuto —dijo el hombre al mando. Estaba sentado en las sombras, fuera de la vista—. ¿Ha tenido éxito?
—Si —respondió la alta figura—. Perfettamente. —Sus palabras eran duras como los muros de piedra.
—¿Y no habrá duda alguna de quién ha sido el responsable?
—Ninguna.
—Magnífico. ¿Tiene lo que le he pedido?
Los ojos del asesino, negros como el petróleo, brillaron. Extrajo un pesado artilugio electrónico y lo dejó sobre la mesa.