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—Hazme caso —replicó Kohler bruscamente, sobresaltándola—. ¿Hay algo que eches en falta?

—No tengo ni idea. —Enojada, Vittoria le echó un vistazo al laboratorio. No faltaba ninguna muestra. La zona de trabajo de su padre parecía estar en orden—. No ha entrado nadie —declaró—. Aquí arriba todo parece estar bien.

Kohler parecía sorprendido.

—¿Aquí arriba?

Vittoria lo había dicho instintivamente.

—Sí, en el laboratorio de aquí arriba.

—¿También utilizabais el laboratorio de abajo?

—Como almacén.

El director se acercó a ella. Volvió a toser.

—¿Habéis estado utilizando la cámara de materiales peligrosos como almacén? ¿Almacén para qué?

«¡Pues para material peligroso, claro está!» Vittoria estaba comenzando a perder la paciencia.

—Antimateria.

Kohler apoyó las manos en los reposabrazos de su silla y se incorporó de golpe.

—¡¿Hay más muestras?! ¡¿Por qué diablos no me lo has dicho?!

—Lo acabo de hacer —respondió ella—. ¡Y tampoco es que me haya dado usted la oportunidad!

—Tenemos que ir a comprobar esas muestras —resolvió Kohler—. Ahora.

—Muestra —lo corrigió Vittoria—. En singular. Y está bien. Nadie podría nunca...

—¿Sólo una? —Kohler vaciló—. ¿Y por qué no está aquí?

—Mi padre quería que estuviera bajo los cimientos por precaución. Es más grande que las demás.

Vittoria advirtió la mirada de alarma que intercambiaron Kohler y Langdon. El director volvió a acercarse a ella.

—¿Creasteis una muestra de más de quinientos nanogramos?

—Era necesario —se defendió la chica—. Teníamos que demostrar que el umbral de inversión/producción podía cruzarse sin mayores consecuencias.

Era consciente de que el problema de las nuevas fuentes de energía era la relación entre la inversión y la producción: cuánto dinero había que invertir para obtener el combustible. Construir una plataforma petrolífera para producir un único barril de petróleo no era rentable. Sin embargo, si con una inversión ligeramente mayor esa misma plataforma podía producir millones de barriles, el negocio era posible. Con la antimateria sucedía lo mismo. Poner en marcha veinticinco kilómetros de electroimanes para obtener una diminuta muestra de antimateria suponía un gasto de energía mayor del que contenía la antimateria resultante. Para demostrar que la antimateria era viable y eficaz, había que crear muestras más grandes.

Aunque Leonardo Vetra se había mostrado renuente ante la idea de crear una muestra más grande, Vittoria insistió. Argumentó que, si querían que la antimateria fuera tomada en serio, tenían que demostrar dos cosas. En primer lugar, que se podían producir cantidades que fueran rentables. Y en segundo lugar, que las muestras se podían almacenar con total seguridad. Al final ganó ella, y su padre accedió a regañadientes. Aunque, eso sí, con unas firmes pautas en lo que respectaba a su secretismo y accesibilidad. La antimateria, insistió él, se guardaría en el almacén de materiales peligrosos, un pequeño nicho de granito, veinticinco metros por debajo de donde se encontraban ahora. La muestra sería su secreto. Y sólo ellos dos tendrían acceso a ella.

—Vittoria —insistió Kohler en un tenso tono de voz—, ¿cuál es el tamaño de la muestra que creasteis tu padre y tú?

Ella sintió un irónico placer. Sabía que la cantidad dejaría atónito incluso al gran Maximilian Kohler. Visualizó la muestra de antimateria que guardaba allí abajo. Era una visión increíble. Suspendida dentro de la trampa, perfectamente visible a simple vista, danzaba una pequeña esfera de antimateria. No se trataba de una mota microscópica. Era una gota del tamaño de un balín.

Vittoria respiró profundamente.

—Un cuarto de gramo.

Kohler se quedó lívido.

—¿Qué? —Sufrió un nuevo acceso de tos—. ¿Un cuarto de gramo? Eso equivale a... ¡casi cinco kilotones!

«Kilotones.» Vittoria odiaba esa palabra. Su padre y ella nunca la utilizaban. Un kilotón equivalía a mil toneladas de TNT. El kilotón era una unidad de medida armamentística. Hacía referencia a cargas explosivas. A poder destructivo. Leonardo y ella preferían hablar en electronvoltios y julios: rendimiento energético constructivo.

—¡Esa cantidad de antimateria podría liquidar literalmente todo lo que hay en un radio de un kilómetro! —exclamó Kohler.

—¡Sólo si se aniquilara de golpe —respondió Vittoria—, cosa que nadie haría nunca!

—¡Salvo alguien que carezca de los conocimientos necesarios! ¡O también podría fallar la batería! —Kohler ya se dirigía al ascensor.

—Ésa es la razón por la que mi padre guardó la muestra en el almacén de materiales peligrosos con una batería a prueba de fallos y un sistema de seguridad adicional.

El director se volvió hacia ella, esperanzado.

—¿Instalasteis un sistema de seguridad adicional en el almacén de materiales peligrosos?

—Sí. Un segundo escáner de retina.

Kohler sólo dijo dos palabras:

—Abajo. Ahora.

El ascensor descendió a toda velocidad.

Otros veinticinco metros más bajo tierra.

Vittoria podía notar el miedo que sentían ambos hombres mientras el ascensor descendía. El rostro de Kohler, que por lo general no traslucía emoción alguna, reflejaba crispación. «Ya lo sé —pensó ella—, la muestra es enorme, pero las precauciones que hemos tomado son...»

Llegaron abajo.

La puerta del ascensor se abrió, y Vittoria los guio por un pasillo tenuemente iluminado. Al final del mismo había una enorme puerta de acero: MATERIALES PELIGROSOS. El escáner de retina que había junto al marco era idéntico al de arriba. Ella se acercó y, con cuidado, aproximó el ojo a la lente.

Se retiró. Algo iba mal. La lente, siempre limpia, estaba salpicada con algo que parecía... ¿sangre? Confundida, Vittoria se volvió hacia Kohler y Langdon. Ambos estaban lívidos, con la vista puesta en el suelo.

Ella siguió su mirada.

—¡No! —exclamó Langdon extendiendo los brazos hacia la chica. Pero era demasiado tarde.

Vittoria distinguió el objeto que había en el suelo. Le resultaba tan desconocido como íntimamente familiar.

Le llevó un instante.

Entonces cayó en la cuenta con horror. Mirándola fijamente desde el suelo, como si de un desecho se tratara, había un ojo. Habría reconocido su color castaño en cualquier parte.

CAPÍTULO 24

El técnico de seguridad contuvo la respiración mientras su superior se inclinaba por encima de su hombro para estudiar el panel de monitores de seguridad que tenían ante sí. Pasó un minuto.

El silencio del comandante era de esperar, se dijo el técnico. Se trataba de un hombre que seguía un rígido protocolo. No había sido nombrado comandante de una de las mejores fuerzas de seguridad del mundo por hablar antes de pensar.

«Pero ¿en qué estará pensando?»

El objeto que estaban examinando en el monitor era una especie de contenedor. Un contenedor transparente. Eso estaba claro. El resto ya era más difícil.

Dentro del recipiente, una pequeña gota de metal líquido parecía flotar como por arte de magia. La gota aparecía y desaparecía a la luz del robótico parpadeo rojo de un visor de leds digital que se hallaba en plena cuenta atrás, lo que erizaba el vello del técnico.

—¿Puede aclarar el contraste? —preguntó de pronto el comandante, sobresaltándolo.

El técnico hizo de inmediato lo que le había pedido y aclaró un poco la imagen. Acto seguido, el comandante se inclinó hacia delante y aguzó la mirada para observar algo que justo en ese preciso momento era visible en la base del contenedor.