Ella sintió que el dardo de Kohler tocaba nervio. «Yo convencí a mi padre para que creara la muestra. ¡La culpa es mía!»
Cuando la puerta se abrió, Kohler todavía seguía hablando. Vittoria salió del ascensor, sacó su teléfono y volvió a intentarlo.
Seguía sin tener cobertura. «¡Maldita sea!» Se dirigió hacia la puerta.
—Detente, Vittoria —dijo el director con voz asmática, acelerando hacia ella—. Espera un momento. Tenemos que hablar.
—Basta di parlare!
—Piensa en tu padre —la instó Kohler—. ¿Qué habría hecho él?
Ella siguió adelante.
—No he sido del todo honesto contigo, Vittoria.
La joven aflojó el paso.
—No sé en qué estaba pensando —dijo Kohler—. Sólo intentaba protegerte. Dime qué es lo que quieres. Debemos trabajar juntos.
Vittoria se detuvo en medio del laboratorio pero no se volvió.
—Quiero encontrar la antimateria. Y quiero saber quién ha asesinado a mi padre —dijo, y permaneció inmóvil.
Kohler suspiró.
—Vittoria, ya sabemos quién ha asesinado a tu padre. Lo siento mucho.
Ahora sí se volvió.
—¿Cómo dice?
—No sabía cómo decírtelo. Es difícil...
—¿Sabe quién ha asesinado a mi padre?
—Lo tenemos bastante claro, sí. El asesino ha dejado algo así como una tarjeta de visita. Por eso he llamado al señor Langdon. El grupo que reclama la autoría es su especialidad.
—¿El grupo? ¿Se trata de un grupo terrorista?
—Vittoria, han robado un cuarto de gramo de antimateria.
Ella miró a Robert Langdon, de pie al otro lado del laboratorio. Todas las piezas empezaban a encajar. «Eso explica en parte el secretismo.» Le sorprendía no haberse dado cuenta antes. Así pues, Kohler sí había llamado a las autoridades. A la autoridad. Ahora parecía obvio. Langdon era estadounidense, pulcro, conservador, claramente muy sagaz. ¿Quién iba a ser, si no? Vittoria debería haberlo adivinado desde el principio. Con renovadas esperanzas, se volvió hacia él.
—Señor Langdon, quiero saber quién ha matado a mi padre. Y quiero saber también si su agencia puede encontrar la antimateria.
Él parecía confuso.
—¿Mi agencia?
—Imagino que pertenece usted al servicio de inteligencia de Estados Unidos, ¿no es así?
—Pues... en realidad, no.
—El señor Langdon es profesor de simbología religiosa en la Universidad de Harvard —terció Kohler.
Vittoria se sintió como si le hubieran echado un jarro de agua fría.
—¿Un profesor de arte?
—Es especialista en simbología —suspiró el director—. Vittoria, creemos que tu padre ha sido asesinado por una secta satánica.
La joven oyó las palabras pero su mente fue incapaz de procesarlas. «Una secta satánica.»
—El grupo que reclama la autoría se llaman a sí mismos illuminati.
Ella miró a Kohler y luego a Langdon, preguntándose si se trataba de una especie de broma perversa.
—¿Illuminati? —inquirió—. ¿Como los illuminati de Baviera?
Kohler se quedó atónito.
—¿Has oído hablar de ellos?
Vittoria sintió que diversas lágrimas de frustración empezaban a recorrer sus mejillas.
—Los illuminati de Baviera: el Nuevo Orden Mundial. El juego de ordenador de Steve Jackson. La mitad de los técnicos del lugar juegan a él por internet. —Su voz se quebró—. Pero no entiendo...
Confuso, Kohler se volvió hacia Langdon.
El profesor asintió.
—Es un juego muy popular. La antigua hermandad se hace con el poder del mundo entero. En parte histórico. No sabía que en Europa también lo conocieran.
Vittoria no entendía nada.
—¿De qué narices están hablando? ¿Los illuminati? ¡Es un juego de ordenador!
—Vittoria —dijo Kohler—, los illuminati son quienes han reclamado la autoría del asesinato de tu padre.
Ella hizo acopio de toda la fortaleza de que fue capaz para no derramar más lágrimas. Se obligó a concentrarse y evaluar la situación de un modo racional, pero cuanto más se esforzaba, menos la comprendía. Su padre había sido asesinado. En el sistema de seguridad del CERN se había abierto una importante brecha. En algún lugar había una bomba en plena cuenta atrás de cuya existencia ella era responsable. Y el director había llamado a un profesor de arte para que los ayudara a encontrar una mítica fraternidad satánica.
De repente se sintió completamente sola. Se volvió para marcharse, pero Kohler se lo impidió. Extrajo un fax arrugado de su bolsillo y se lo entregó.
Vittoria se tambaleó horrorizada al ver la imagen.
—Lo han marcado —dijo Kohler—. Han marcado su maldito pecho.
CAPÍTULO 28
La secretaria Sylvie Baudeloque estaba de los nervios, no dejaba de dar vueltas por el despacho vacío del director. «¿Dónde diablos está? ¿Qué puedo hacer?»
Había sido un día extraño. Cierto era que a las órdenes de Maximilian Kohler cualquier día podía serlo, pero ese día Kohler parecía comportarse de un modo especialmente raro.
—¡Encuéntreme a Leonardo Vetra! —le había pedido él nada más llegar Sylvie por la mañana.
Obedientemente, la secretaria había intentado contactar con Vetra a través del buscapersonas, el teléfono y el correo electrónico.
Nada.
Enfurruñado, Kohler había decidido entonces ir personalmente en su busca. Al regresar, unas pocas horas después, su aspecto era lamentable. Nunca solía ser bueno, pero ahora era todavía peor. Se había encerrado en su despacho y ella lo había oído usar el ordenador, el fax y hablar por teléfono. Luego había vuelto a salir. Y desde entonces no lo había visto más.
Al principio Sylvie había decidido ignorar los arrebatos de lo que parecía otro drama kohleriano más, pero había empezado a preocuparse cuando el director del CERN no había regresado a tiempo para sus inyecciones diarias; la condición física del hombre requería tratamiento regular, y cuando decidía tentar la suerte, el resultado era terrible: shock respiratorio, ataques de tos y carreras del personal de enfermería. A veces, Sylvie pensaba que Maximilian Kohler tenía tendencias suicidas.
Había considerado enviarle un mensaje recordándoselo, pero sabía que la caridad era algo que el orgullo de su jefe despreciaba. La semana anterior se había puesto tan furioso con un científico visitante que le había mostrado excesiva compasión que se puso en pie y le arrojó una tablilla sujetapapeles a la cabeza. El rey Kohler podía ser sorprendentemente ágil cuando estaba enojado.
En ese momento, sin embargo, la preocupación de Sylvie por la salud del director había quedado en segundo plano, y se había visto reemplazada por un dilema mucho más apremiante. La operadora de la centralita del CERN había llamado hacía cinco minutos diciendo que había una llamada urgente para Kohler.
—No puede ponerse —había respondido Sylvie.
Y entonces la operadora le había informado de quién llamaba.
La secretaria había soltado una carcajada.
—Estás de broma, ¿verdad? —Escuchó la respuesta con incredulidad—. ¿Y el identificador de llamadas confirma...? —Sylvie frunció el entrecejo—. Ya veo. Está bien. ¿Puedes preguntar qué...? —Suspiró—. No, está bien. Dile que espere. Localizaré al director inmediatamente. Sí, entiendo. Me daré prisa.
Pero Sylvie no había podido encontrar al director. Lo había llamado al teléfono móvil tres veces y siempre había oído el mismo mensaje: «El móvil al que llama está fuera de cobertura». «¿Fuera de cobertura? ¿Adónde puede haber ido?» De modo que le había enviado un mensaje al buscapersonas. Dos veces. Sin respuesta. Eso no era propio de él. Le había enviado incluso un correo electrónico a su ordenador móvil. Nada. Era como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra.