«¿Qué puedo hacer?», se preguntaba ahora.
Aparte de buscarlo personalmente por las instalaciones del CERN, Sylvie sabía que sólo había otro modo de llamar la atención del director. No le haría mucha gracia, pero el hombre que estaba al teléfono no era alguien a quien Kohler debiera hacer esperar. Ni tampoco parecía estar de humor para que le dijeran que el director no podía ponerse.
Sorprendida por su atrevimiento, tomó una decisión. Entró en el despacho de Kohler y se dirigió a la caja metálica que había en la pared, detrás de su escritorio. Abrió la tapa y examinó los controles hasta que encontró el botón correcto.
Entonces respiró profundamente y cogió el micrófono.
CAPÍTULO 29
Vittoria no recordaba cómo habían llegado al ascensor principal, pero el caso era que allí estaban. Subiendo. Podía oír la dificultosa respiración de Kohler a su espalda. Y la mirada de preocupación de Langdon la atravesaba como si fuera un fantasma. Él le había cogido el fax de las manos y se lo había metido en el bolsillo de la americana, pero ella todavía tenía la imagen grabada en la memoria.
Mientras el ascensor subía, el mundo de la joven quedó envuelto en la oscuridad. «¡Papá!» Lo buscó en su mente. Por un momento, en el oasis de la memoria, Vittoria volvió a estar con él. Tenía nueve años y rodaba bajo el cielo suizo por las colinas repletas de edelweiss.
—¡Papá! ¡Papá!
Leonardo Vetra se reía a su lado, radiante.
—¿Qué sucede, ángel mío?
—¡Papá! —dijo ella entre risas acurrucándose junto a él—. ¡Pregúntame qué es la materia!
—Pero ¿por qué quieres que te lo pregunte?
—Tú pregúntamelo.
Él se encogió de hombros.
—¿Qué es la materia?
Ella empezó a reír.
—¿Qué es la materia? ¡Todo es materia! ¡Las rocas! ¡Los árboles! ¡Los átomos! ¡Incluso las hormigas! ¡Todo es materia!
Él se rio.
—Mi pequeña Einstein.
Vittoria frunció el entrecejo.
—Lleva un peinado ridículo. He visto su fotografía.
—Pero es muy inteligente. Ya te he contado lo que demostró, ¿verdad?
Ella abrió mucho los ojos.
—¡Papá! ¡No! ¡Me lo prometiste!
—¡E = mc2! —dijo él en tono burlón—. ¡E = mc2!
—¡Nada de matemáticas! ¡Ya te lo he dicho! ¡Las odio!
—Me alegro de que las odies, porque a las chicas ni siquiera se les permite estudiar matemáticas.
Vittoria se detuvo de golpe.
—¿No?
—Por supuesto que no. Todo el mundo lo sabe. Las niñas juegan con muñecas. Los chicos estudian matemáticas. Las chicas, no. A mí ni siquiera me está permitido hablar de matemáticas con las chicas.
—¿Cómo? Pero ¡eso no es justo!
—Las reglas son las reglas. Nada de matemáticas para las niñas.
Vittoria parecía horrorizada.
—Pero ¡las muñecas son aburridas!
—Lo siento —se excusó su padre—. Podría hablarte de matemáticas, pero si me pillaran... —Miró nerviosamente a un lado y a otro de las colinas.
Ella siguió su mirada.
—Bueno —susurró—, entonces hazlo en voz baja.
El traqueteo del ascensor la sobresaltó. Vittoria abrió los ojos. Ya no estaba con su padre.
La realidad la envolvía de nuevo con su garra helada. Miró a Langdon. Sentía la preocupación de su mirada como la calidez de un ángel de la guarda, sobre todo en comparación con la frialdad de Kohler. Un pensamiento empezó a tomar cuerpo en su mente con implacable fuerza.
«¿Dónde está la antimateria?»
En breve conocería la aterradora respuesta.
CAPÍTULO 30
«Maximilian Kohler, por favor, póngase en contacto con su oficina cuanto antes.»
Langdon se quedó momentáneamente cegado por los rayos del sol cuando se abrieron las puertas del ascensor. Antes de que el eco del anuncio del intercomunicador se desvaneciera, todos los aparatos electrónicos de la silla de ruedas de Kohler empezaron a emitir pitidos y zumbidos. El busca. El teléfono. El correo electrónico. Kohler se quedó mirando las luces parpadeantes con perplejidad. Al regresar a la superficie, el director volvía a tener cobertura.
«Director Kohler, por favor, póngase en contacto con su oficina.»
Al oír su nombre por megafonía, Kohler pareció sobresaltarse.
Levantó la mirada. El enojo que sentía se vio rápidamente sustituido por la preocupación. Sus ojos se cruzaron con los de Langdon y luego con los de Vittoria. Los tres se quedaron un momento inmóviles, como si toda la tensión entre ellos se hubiera evaporado y hubiera sido reemplazada por la aprensión.
Kohler cogió el teléfono móvil del reposabrazos de la silla. Marcó el número de su extensión y reprimió otro ataque de tos. Vittoria y Langdon permanecieron a la espera.
—Soy... el director Kohler —resolló—. ¿Sí? Estaba bajo tierra, sin cobertura. —Escuchó un momento y luego abrió unos ojos como platos—. ¿Quién? Sí, pásemelo. —Hubo una pausa—. ¿Hola? Soy Maximilian Kohler, director del CERN. ¿Con quién hablo?
Vittoria y Langdon observaban en silencio al hombre mientras éste escuchaba.
—No es prudente que hablemos de esto por teléfono —dijo finalmente Kohler—. Será mejor que vaya inmediatamente. —Volvió a toser—. Recójanme en... el aeropuerto Leonardo da Vinci dentro de cuarenta minutos. —Respiraba cada vez con más dificultad. Fue presa de otro ataque de tos y apenas pudo pronunciar las últimas palabras—. Localicen el contenedor cuanto antes... —Luego colgó.
Vittoria se acercó corriendo a él, pero Kohler ya no podía hablar. Langdon observó entonces cómo ella cogía su teléfono móvil y avisaba a la enfermería del CERN. El profesor se sentía como un barco cerca de una tormenta, zarandeado pero distante.
«Recójanme en el aeropuerto Leonardo da Vinci.» Las palabras de Kohler resonaban en su mente.
De repente, las inciertas sombras que habían embotado la mente de Langdon durante toda la mañana se solidificaron hasta formar una vívida imagen. Mientras permanecía allí de pie, presa de la confusión, sintió que una puerta se abría en su interior, como si estuviera a punto de atravesar una especie de umbral místico. «El ambigrama. El sacerdote-científico asesinado. La antimateria. Y ahora... el objetivo.» El aeropuerto Leonardo da Vinci sólo podía significar una cosa. En un momento de lucidez, Langdon supo que acababa de cruzar al otro lado. Se había vuelto creyente.
«Cinco kilotones. Hágase la luz.»
Dos sanitarios con bata blanca aparecieron corriendo por el vestíbulo. Se arrodillaron junto a Kohler y le aplicaron una máscara de oxígeno. Unos científicos que pasaban por su lado se detuvieron y se acercaron.
El director respiró profundamente un par de veces y luego apartó la máscara. Todavía jadeante, levantó la mirada hacia Vittoria y Langdon.
—Roma —dijo.
—¿Roma? —preguntó la joven—. ¿La antimateria está en Roma? ¿Quién ha llamado?
Kohler tenía el rostro crispado y los ojos llorosos.
—La Guardia... —Se asfixió antes de terminar la frase, y los sanitarios volvieron a aplicarle la máscara.