Выбрать главу

Mientras se preparaban para llevárselo, Kohler extendió la mano y agarró el brazo de Langdon.

—Vaya usted... —dijo entre resuellos bajo la máscara—. Vaya... y llámeme... —Luego los sanitarios se lo llevaron.

Vittoria se lo quedó mirando, arrodillada en el suelo. Acto seguido se volvió hacia Langdon.

—¿Roma? Pero... ¿qué ha querido decir con lo de «guardia»?

Langdon le puso una mano en el hombro y, casi en un susurro, dijo:

—La Guardia Suiza. Los centinelas de la Ciudad del Vaticano.

CAPÍTULO 31

El avión espacial X-33 despegó y viró hacia el sur en dirección a Roma. A bordo, Langdon permanecía sentado en silencio. Los últimos quince minutos habían sido frenéticos. Ahora que había terminado de informar a Vittoria acerca de los illuminati y su plan contra el Vaticano, empezaba a comprender el alcance de la situación.

«¿Qué diablos estoy haciendo? —se preguntó—. Debería haberme ido a casa cuando tenía la oportunidad.» Sin embargo, en el fondo sabía que de hecho no había tenido ninguna oportunidad.

Su buen juicio lo había instado a regresar a Boston. No obstante, el asombro académico había conseguido anular la prudencia. De repente, todo lo que siempre había creído acerca de la desaparición de los illuminati parecía no ser más que una mera farsa. Una parte de su ser necesitaba pruebas, una confirmación. Asimismo, se trataba de una cuestión de conciencia. Con Kohler enfermo y Vittoria sola, Langdon creía que, si sus conocimientos sobre los illuminati podían ser de ayuda, tenía la obligación moral de estar allí.

Había algo más. Aunque le avergonzaba admitirlo, el horror que había sentido al enterarse de la localización de la antimateria no se debía únicamente al peligro que suponía para las personas, sino también a otra cosa.

El arte.

La colección de arte más grande del mundo se encontraba ahora sobre una bomba en plena cuenta atrás. Los Museos Vaticanos alojaban más de sesenta mil piezas de incalculable valor en mil cuatrocientas siete salas: Miguel Ángel, Leonardo, Bernini, Botticelli... Se preguntó si sería posible evacuar todo ese arte en caso de que fuera necesario. No obstante, sabía que era imposible. Muchas de las piezas eran esculturas que pesaban toneladas. Por no hablar de los mayores tesoros arquitectónicos: la capilla Sixtina, la basílica de San Pedro, la famosa escalera de caracol de Miguel Ángel que conducía a los Museos Vaticanos; valiosísimos testamentos del genio creativo del hombre. Langdon se preguntó cuánto tiempo debía de quedarle al contenedor.

—Gracias por venir —dijo Vittoria en voz baja.

Él despertó de su ensoñación y levantó la mirada. La joven estaba sentada al otro lado del pasillo. Incluso bajo la luz fluorescente de la cabina, despedía un halo de compostura, una integridad casi magnética. Su respiración parecía ahora más profunda, como si se le hubiera activado el instinto de supervivencia, así como un anhelo de justicia y castigo alimentado por el amor filial.

Vittoria no había tenido tiempo de cambiarse de ropa y todavía iba con la camiseta sin mangas y los pantalones cortos, dejando a la vista sus bronceadas piernas. Tenía la carne de gallina a causa del frío que hacía dentro del avión. Instintivamente, Langdon se quitó la americana y se la ofreció.

—¿Caballerosidad estadounidense? —preguntó ella, aceptándola con una silenciosa mirada de agradecimiento.

El avión atravesó unas turbulencias, y Langdon sintió miedo. La cabina sin ventanas volvió a parecerle excesivamente estrecha, e intentó imaginarse en campo abierto. La idea, pensó, era irónica. Estaba en campo abierto cuando le sucedió. «Oscuridad aplastante. —Apartó el recuerdo de su mente—. Ya es historia.»

La joven estaba observándolo.

—¿Cree usted en Dios, señor Langdon?

La pregunta lo sobresaltó. La seriedad del tono de voz de Vittoria parecía todavía más desarmante que la pregunta misma. «¿Que si creo en Dios?» Esperaba un tema de conversación más ligero durante el viaje.

«Un enigma espiritual —pensó—. Así me llaman mis amigos.» A pesar de haber estudiado religión durante años, Langdon no era un hombre religioso. Respetaba el poder de la fe, la benevolencia de las iglesias, la fortaleza que la religión proporcionaba a tanta gente... y, sin embargo, la suspensión intelectual de la incredulidad, imperativa si uno realmente quería creer, siempre había supuesto un obstáculo demasiado grande para su mente académica.

—Me gustaría creer —se oyó decir.

La respuesta de Vittoria no implicaba ningún juicio o desafío.

—Entonces, ¿por qué no lo hace?

Él soltó una risita ahogada.

—Bueno, no es tan fácil. Tener fe requiere actos de fe, la aceptación cerebral de milagros como inmaculadas concepciones e intervenciones divinas. Y luego están los códigos de conducta. La Biblia, el Corán, las escrituras budistas... Todos contienen requisitos y castigos similares. Aseguran que si no vivo de acuerdo a un código específico, iré al infierno. Soy incapaz de concebir un dios que actúe de ese modo.

—Espero que no permita usted a sus alumnos eludir tan descaradamente las preguntas.

El comentario lo pilló desprevenido.

—¿Cómo dice?

—Señor Langdon, no le he preguntado si cree lo que los hombres dicen acerca de Dios. Le he preguntado si cree usted en Dios. Es distinto. Las sagradas escrituras son ficciones..., leyendas e historias sobre la necesidad del hombre de encontrar un significado. No le estoy pidiendo que valore su literatura. Le estoy preguntando si cree en Dios. Cuando se tumba bajo las estrellas, ¿siente la presencia divina? ¿Siente en sus entrañas que está usted contemplando la obra de la mano de Dios?

Él lo consideró durante largo rato.

—Soy una entrometida —se disculpó Vittoria.

—No, yo sólo...

—Seguro que en sus clases debate usted cuestiones de fe.

—Constantemente.

—Y supongo que desempeña usted el papel de abogado del diablo. Siempre alimentando el debate.

Langdon sonrió.

—¿No será usted también profesora?

—No, pero aprendí de un maestro. Mi padre era capaz de sostener que una cinta de Moebius tenía dos caras.

Él se rio y visualizó el ingenioso diseño de una cinta de Moebius: un anillo de papel retorcido que técnicamente sólo posee una cara. Lo había visto por primera vez en una ilustración de M. C. Escher.

—¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Vetra?

—Llámame Vittoria. Señorita Vetra me hace sentir mayor.

Él suspiró para sí, repentinamente consciente de su propia edad.

—Vittoria. Yo soy Robert.

—Tenías una pregunta.

—Sí. Como científica e hija de un sacerdote católico, ¿qué opinas tú de la religión?

Ella guardó silencio un instante y se apartó un mechón de pelo de los ojos.

—La religión es como un idioma o un vestido. Gravitamos alrededor de las prácticas en las que hemos sido educados. Al final, sin embargo, todos proclamamos lo mismo: que la vida tiene sentido, que nos sentimos agradecidos por el poder que nos ha creado.

Langdon se sintió intrigado.

—Entonces, ¿crees que ser cristiano o musulmán sólo depende del lugar en el que uno ha nacido?

—¿Acaso no es obvio? Mira la difusión de la religión en todo el mundo.

—O sea, que la fe es algo aleatorio...

—Para nada. La fe es universal. Son nuestros métodos específicos para comprenderla los que son arbitrarios. Hay personas que rezan a Jesús, otras que van a La Meca, y las hay que estudian partículas subatómicas. Sin embargo, al final lo que hacemos todos es buscar la verdad, aquello que es más grande que todos nosotros.