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A Langdon le habría gustado que sus alumnos pudieran expresarse con esa claridad. De hecho, a él mismo le habría gustado expresarse con esa claridad.

—¿Y Dios? —preguntó—. ¿Crees en Dios?

Ella lo sopesó largo rato.

—La ciencia me dice que Dios existe. La mente, que nunca lo comprenderé. Y mi corazón, que está más allá de nuestros sentidos.

«Eso es concisión», pensó él.

—Así pues, crees que Dios es un hecho pero que nunca llegaremos a comprenderlo.

Comprenderla —dijo Vittoria con una sonrisa—. Los nativos norteamericanos ya lo decían bien.

Langdon soltó una risita ahogada.

—La Madre Tierra.

—Gaia. El planeta es un organismo. Todos somos células con distintos propósitos. Y, sin embargo, estamos todos interrelacionados. Nos servimos mutuamente. Servimos a un todo.

Mientras la miraba, Langdon sintió algo en su interior que no había sentido en mucho tiempo. Había una fascinante claridad en los ojos de la joven, una pureza en su voz. No pudo evitar sentirse atraído.

—Deje que le haga una pregunta, señor Langdon.

—Robert —dijo él.

«Lo de señor Langdon me hace sentir viejo. ¡Soy viejo!»

—Si no te importa que te lo pregunte, Robert, ¿a qué se debe tu interés por los illuminati?

Él hizo memoria.

—Pues al dinero.

Vittoria pareció decepcionada.

—¿Por dinero? ¿Te pagaron por una consulta?

Al darse cuenta de cómo debía de haber sonado su respuesta, Langdon se rio.

—No. Me refiero a la moneda misma. —Se metió la mano en el bolsillo y sacó algo de dinero. Buscó un billete de un dólar—. Me sentí fascinado por la secta al descubrir que la moneda estadounidense está repleta de símbolos de los illuminati.

Vittoria lo miró con aire interrogante. No sabía si tomárselo en serio.

Él le tendió el billete.

—Mira el dorso. ¿Ves el gran sello que hay a la izquierda?

Ella le dio la vuelta al billete.

—¿Te refieres a la pirámide?

—La pirámide. ¿Sabes cuál es la relación de las pirámides con la historia de Estados Unidos?

La joven se encogió de hombros.

—Exacto —dijo Langdon—. Absolutamente ninguna.

Vittoria frunció el entrecejo.

—Entonces, ¿por qué es el símbolo central de vuestro Gran Sello?

—Es una historia fascinante —comentó él—. La pirámide es un símbolo oculto que representa una convergencia ascendente, hacia la fuente de Iluminación. ¿Ves lo que hay encima?

Ella examinó el billete.

—Un ojo dentro de un triángulo.

—Se llama trinacria. ¿Habías visto alguna vez ese ojo en un triángulo antes?

Vittoria se quedó un momento callada.

—Creo que sí, pero no estoy segura...

—Decora las logias masónicas de todo el mundo.

—¿Es un símbolo masónico?

—En realidad, no. Es illuminati. Lo llamaban «delta luminoso». Una llamada al cambio ilustrado. El ojo significa la capacidad de los illuminati para infiltrarse en todas partes y ver todas las cosas. El triángulo brillante representa la iluminación. Y el triángulo también es la letra griega delta, que a su vez es el símbolo matemático de...

—Cambio. Transición.

Langdon sonrió.

—Se me había olvidado que estoy hablando con una científica.

—¿Estás diciendo que el Gran Sello de Estados Unidos es una llamada al cambio ilustrado?

—Algunos lo llamarían Nuevo Orden Mundial.

Vittoria se sobresaltó. Volvió a mirar el billete.

—Debajo de la pirámide pone Novus... Ordo...

Novus Ordo Seclorum —dijo él—. Significa Nuevo Orden Seglar.

—¿Seglar por no religioso?

—Así es. Esa frase no sólo deja bien claro cuál es el objetivo de los illuminati, sino que también contradice manifiestamente la que se lee al lado: «En Dios confiamos».

Vittoria parecía preocupada.

—¿Cómo puede toda esa simbología haber terminado en la moneda más poderosa del mundo?

—La mayoría de los académicos creen que fue a través del vicepresidente Henry Wallace. Era un masón de grado superior y sin duda tenía vínculos con los illuminati. Nadie sabe a ciencia cierta si era miembro o si simplemente estaba bajo su influencia, pero fue él quien le presentó al presidente el diseño del Gran Sello.

—¿Qué? ¿Y cómo es que el presidente estuvo de acuerdo en...?

—El presidente era Franklin D. Roosevelt. Wallace le dijo que Novus Ordo Seclorum quería decir New Deal.[2]

Vittoria se mostró escéptica.

—¿Y Roosevelt no hizo que nadie más echara un vistazo al sello antes de ordenar al Tesoro que lo imprimieran?

—No hacía falta. Él y Wallace eran como hermanos.

—¿Hermanos?

—Revisa los libros de historia —dijo Langdon con una sonrisa—. Franklin D. Roosevelt era un conocido masón.

CAPÍTULO 32

Langdon contuvo la respiración cuando el X-33 se dispuso a aterrizar en el aeropuerto internacional Leonardo da Vinci. Vittoria iba sentada a su lado con los ojos cerrados, como si pretendiera controlar mentalmente la situación. El aparato tomó tierra y luego rodó por la pista hasta llegar a un hangar privado.

—Lamento la lentitud del vuelo —se disculpó el piloto al salir de la cabina—. He tenido que aminorar la marcha por las regulaciones de ruidos sobre zonas habitadas.

Langdon consultó su reloj. Habían estado en el aire apenas treinta y siete minutos.

—¿Alguno de ustedes puede decirme qué está pasando? —dijo el piloto al tiempo que abría la puerta exterior.

Ni Vittoria ni Langdon contestaron.

—Está bien —añadió, desperezándose—. Me quedaré en la cabina con el aire acondicionado y con mi música. A solas con Garth.

El sol del atardecer refulgía fuera del hangar. Langdon llevaba la americana de tweed sobre el hombro. Vittoria levantó la cara hacia el cielo y respiró profundamente, como si los rayos del sol le transfirieran algún tipo de energía mística reparadora.

«Mediterráneos», pensó Langdon, que ya empezaba a sudar.

—¿No eres un poco mayor para los dibujos animados? —preguntó ella, sin abrir los ojos.

—¿Cómo dices?

—Tu reloj. Lo he visto en el avión.

Langdon se sonrojó levemente. Estaba acostumbrado a tener que defender su reloj. Se trataba de una edición de coleccionista de Mickey Mouse y había sido un regalo de sus padres. Aunque los brazos de Mickey que señalaban las horas resultaban algo ridículos, era el único reloj que Langdon había llevado nunca. Sumergible y fosforescente, era perfecto para ir a nadar o caminar de noche por los senderos a oscuras de la facultad. Cuando los alumnos de Langdon cuestionaban su sentido de la moda, él les decía que ese reloj le servía de recordatorio para seguir siendo joven de espíritu.

—Son las seis en punto —dijo él.

Vittoria asintió, todavía con los ojos cerrados.

—Creo que ya vienen.

Langdon oyó un rumor lejano, levantó la mirada y sintió que el corazón le daba un vuelco. Por el norte, atravesando la pista en un vuelo bajo, se acercaba un helicóptero. Había subido una vez a uno para ver las líneas de Nazca y Palpa, en el desierto de Perú, y no le había gustado nada. «Una caja de zapatos voladora.» Tras pasarse la mañana en el avión espacial, esperaba que el Vaticano enviara un coche.

Pero, al parecer, no había sido así.

El helicóptero se detuvo sobre sus cabezas, permaneció un momento inmóvil y finalmente aterrizó delante de ellos. El aparato era de color blanco y tenía un escudo de armas a ambos lados: dos llaves cruzadas detrás de un escudo, bajo una tiara papal. Langdon conocía bien el símbolo. Era el sello tradicional del Vaticano: el símbolo sagrado de la Santa Sede o «asiento santo» del gobierno, una referencia literal al antiguo trono de san Pedro.

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2

Literalmente, «nuevo trato». Programa de intervención económica puesto en marcha por el presidente Roosevelt para hacer frente a la crisis provocada por la Gran Depresión. (N. del t.)