«El helicóptero papal», refunfuñó mientras veía cómo el aparato aterrizaba. Había olvidado que el Vaticano poseía uno de esos trastos. Lo utilizaban para transportar al papa al aeropuerto, a reuniones o a su residencia de verano en Castel Gandolfo. Sin duda, Langdon habría preferido un coche.
El piloto bajó de la cabina y cruzó la pista en su dirección.
Ahora era Vittoria quien parecía intranquila.
—¿Ése es nuestro piloto?
Él compartía su preocupación.
—Volar o no volar, ésa es la cuestión.
El piloto parecía salido de un melodrama shakespeariano. Iba ataviado con una holgada guerrera de rayas verticales azules y doradas, unos pantalones a juego y polainas. Calzaba unos zapatos planos de color negro que parecían zapatillas, y en la cabeza llevaba una boina de fieltro negra.
—El uniforme tradicional de la Guardia Suiza —explicó Langdon—. Diseñado por Miguel Ángel en persona. —Cuando el hombre estuvo más cerca, Robert hizo una mueca—. He de admitir que no se trata de uno de sus mejores logros.
A pesar del estrafalario atuendo del hombre, el profesor se percató de que el piloto no estaba para tonterías. Se acercó a ellos con la rigidez y la solemnidad de un marine estadounidense. Langdon había leído mucho acerca de los rigurosos requisitos para convertirse en un guardia suizo. Reclutados de uno de los cuatro cantones católicos de Suiza, los candidatos tenían que ser varones nacidos en el país, de entre diecinueve y treinta años, medir como mínimo un metro setenta, haber sido entrenados en el ejército suizo y estar solteros. Ese cuerpo imperial era envidiado por muchos gobiernos, pues se consideraba la fuerza de seguridad más leal y mortífera del mundo.
—¿Vienen ustedes del CERN? —preguntó el guardia cuando llegó a su lado. Su tono de voz era duro.
—Sí, señor —respondió Langdon.
—Han llegado en un tiempo récord —dijo el hombre mirando con perplejidad el X-33. Luego se volvió hacia Vittoria—. ¿No tiene otra ropa, señora?
—¿Cómo dice?
Señaló sus piernas descubiertas.
—En la Ciudad del Vaticano no están permitidos los pantalones cortos.
Langdon miró las piernas de Vittoria y frunció el entrecejo. Lo había olvidado. En el Vaticano estaba prohibido mostrar las piernas por encima de la rodilla. Esa norma, válida tanto para hombres como para mujeres, era un modo de mostrar respeto a la santidad de la ciudad de Dios.
—Esto es lo único que tengo —dijo ella—. Hemos venido a toda prisa.
El guardia asintió, claramente molesto. Se volvió hacia Langdon.
—¿Lleva alguna arma?
«¿Armas? —pensó él—. ¡Si ni siquiera llevo una muda!»
Negó con la cabeza.
El agente se arrodilló a los pies de Langdon y comenzó a cachearlo, empezando por los calcetines. «Un tipo confiado», pensó él. Las fuertes manos del guardia ascendieron por sus piernas, acercándose incómodamente a las ingles. Luego pasaron al pecho y los hombros. Una vez satisfecho, el guardia se volvió hacia Vittoria. Echó un vistazo a las piernas y al torso.
Vittoria lo miró con hostilidad.
—Ni se le ocurra.
El guardia le dirigió una mirada intimidatoria. Ella ni siquiera pestañeó.
—¿Qué es eso? —dijo el hombre, señalando un leve bulto cuadrado que se veía en el bolsillo delantero de sus pantalones cortos.
Vittoria sacó un teléfono móvil ultrafino. El guardia lo cogió, lo encendió, esperó a oír el tono de llamada y luego, tras comprobar que efectivamente se trataba de un teléfono, se lo devolvió. Vittoria lo guardó de nuevo en su bolsillo.
—Dese la vuelta, por favor —dijo el hombre.
Ella accedió. Levantó los brazos y dio una vuelta completa sobre sí misma.
El guardia la estudió atentamente. Langdon ya había decidido que bajo los pantalones cortos y la blusa no se apreciaba ningún bulto sospechoso. Al parecer, el guardia llegó a la misma conclusión.
—Gracias. Por aquí, por favor.
El motor del helicóptero de la Guardia Suiza permanecía en punto muerto. Vittoria subió primero, como una profesional ya avezada, sin apenas agacharse al pasar por debajo de las aspas en movimiento. Langdon se detuvo un instante.
—¿No podríamos ir en coche? —dijo medio en broma dirigiéndose al guardia suizo, que ya subía al asiento del piloto.
El hombre no le contestó.
Teniendo en cuenta lo peligrosos que eran los conductores romanos, Langdon sabía que seguramente volar sería más seguro. Inspiró profundamente y subió a bordo, agachándose con cuidado al pasar por debajo de las aspas.
Mientras el guardia ponía en marcha los motores, Vittoria le preguntó:
—¿Han localizado ya el contenedor?
Confuso, el hombre la miró por encima del hombro.
—¿El qué?
—El contenedor. ¿No han llamado al CERN por un contenedor?
El guardia se encogió de hombros.
—No tengo ni idea de qué me está hablando. Hoy hemos estado muy ocupados. Mi comandante me ha dicho que los recoja. Eso es lo único que sé.
Vittoria miró a Langdon con inquietud.
—Átense, por favor —dijo el piloto cuando las aspas empezaron a acelerar.
Langdon se abrochó los arneses. Tuvo la sensación de que el diminuto fuselaje se encogía a su alrededor. Luego, con un estruendo, el aparato ascendió y viró hacia el norte en dirección a Roma.
Roma, la caput mundi, donde antaño César gobernó, donde san Pedro fue crucificado. La cuna de la civilización moderna. Y en su corazón..., una bomba a punto de estallar.
CAPÍTULO 33
Vista desde el aire, Roma es como un laberinto. Un indescifrable caos de callejuelas que serpentean alrededor de edificios, fuentes y ruinas.
El helicóptero del Vaticano volaba bajo en dirección noroeste a través de la permanente capa de contaminación que escupía el tráfico. Langdon contempló los ciclomotores, los autobuses turísticos y los ejércitos de Fiat en miniatura que revoloteaban en todas direcciones. «Koyaanisqatsi», pensó, recordando el término hopi para «vida en desequilibrio».
Vittoria permanecía sentada a su lado en silencio.
El helicóptero se ladeó bruscamente.
Sintiendo que se le revolvía el estómago, Langdon levantó la mirada y atisbó a lo lejos las ruinas del Coliseo romano. Siempre le había parecido una de las mayores ironías de la historia. Si bien en la actualidad se consideraba un símbolo digno del nacimiento de la cultura y la civilización humanas, de hecho había sido construido para la celebración de acontecimientos bárbaros: prisioneros devorados por leones hambrientos, ejércitos de esclavos que luchaban hasta la muerte, violaciones en masa de mujeres exóticas capturadas en tierras lejanas, así como decapitaciones y castraciones públicas. Resultaba irónico, se dijo, o quizá en el fondo adecuado, que el Coliseo hubiera sido el modelo arquitectónico del Soldier’s Field de Harvard, el estadio de fútbol americano en el que esas antiguas tradiciones de salvajismo se recuperaban cada otoño, cuando encolerizados seguidores sedientos de sangre acudían a ver el enfrentamiento entre Harvard y Yale.
Mientras el helicóptero se dirigía al norte, Langdon observó el Foro: el corazón de la Roma precristiana. Las deterioradas columnas parecían las lápidas de un cementerio que, de algún modo, había evitado ser engullido por la metrópoli que lo rodeaba.