Hacia el oeste podían verse los enormes meandros que la amplia cuenca del río Tíber formaba en la ciudad. Incluso desde el aire, Langdon advirtió que sus aguas eran profundas. La agitada corriente iba repleta de cieno y espuma a causa de las lluvias torrenciales.
—Ya casi hemos llegado —anunció el piloto al tiempo que ascendía un poco más.
Langdon y Vittoria levantaron la mirada y de repente la vieron. Como una montaña rodeada de niebla matutina, la colosal cúpula se alzaba ante ellos por encima de la bruma: la basílica de San Pedro.
—Eso sí que le salió bien a Miguel Ángel —le dijo Langdon a la chica.
Nunca la había visto desde el aire. La fachada de mármol relucía como el fuego a la luz del sol del atardecer. El enorme edificio estaba adornado con ciento cuarenta estatuas de santos, mártires y ángeles, y ocupaba una extensión de dos campos fútbol de ancho y seis de largo. El cavernoso interior de la basílica tenía capacidad para albergar a sesenta mil fieles, más de cien veces la población de la Ciudad del Vaticano, el Estado más pequeño del mundo.
Por increíble que pudiera parecer, sin embargo, ni siquiera una ciudadela de esa magnitud podía empequeñecer la piazza que tenía delante. La gran extensión de granito de la plaza de San Pedro se abría en medio de la congestión de Roma como una especie de Central Park de la época clásica. Frente a la basílica, flanqueando el vasto óvalo, doscientas ochenta y cuatro columnas se alzaban majestuosamente en cuatro arcos concéntricos de tamaño decreciente, un trampantojo arquitectónico que aumentaba la sensación de grandeza que provocaba la piazza.
Mientras contemplaba el magnífico santuario que tenía delante, Langdon se preguntó qué habría pensado san Pedro si hubiese estado allí ahora. El santo había sufrido una muerte terrible, crucificado boca abajo en ese mismo lugar. Ahora descansaba en la más sagrada de las tumbas, enterrado cinco pisos bajo tierra, justo debajo de la cúpula central de la basílica.
—La Ciudad del Vaticano —anunció el piloto, con un tono de voz no especialmente halagüeño.
Langdon observó los altos bastiones de piedra que se alzaban ante él, impenetrables fortificaciones que rodeaban el complejo. Se trataba de una defensa extrañamente terrenal para un espiritual mundo de secretos, poder y misterio.
—¡Mira! —exclamó de repente Vittoria, aferrándose a su brazo e indicándole frenéticamente la plaza de San Pedro, que ahora estaba justo debajo de ellos.
Langdon pegó la cara a la ventanilla.
—Ahí —dijo ella señalando un punto.
Él echó un vistazo. La parte trasera de la piazza estaba ocupada por una docena o más de camiones; parecía un aparcamiento. Sobre el techo de cada uno, enormes antenas parabólicas apuntaban al cielo. En las antenas podían leerse nombres familiares:
EUROPE NEWS
RAI SAT
BBC
UNITED PRESS INTERNATIONAL
De repente, Langdon se sintió confuso y se preguntó si la noticia de la antimateria se habría filtrado.
Vittoria se puso tensa.
—¿Por qué están aquí los medios? ¿Qué sucede?
El piloto se volvió y le dirigió una mirada de extrañeza por encima del hombro.
—¿Qué sucede? ¿Es que no lo sabe?
—No —respondió ella en un tono ronco y fuerte.
—Il conclave —dijo él—. Dará comienzo dentro de una hora. Todo el mundo está pendiente.
Il conclave.
La palabra resonó largo rato en los oídos de Langdon mientras sentía que se le formaba un nudo en el estómago. Il conclave. El cónclave vaticano. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Había sido noticia hacía poco.
El papa había fallecido quince días antes tras un pontificado de doce años enormemente popular. Los periódicos del mundo entero habían publicado la noticia del ataque que el papa había sufrido mientras dormía, una muerte repentina e inesperada que a muchos les pareció sospechosa. Ahora, siguiendo con la sagrada tradición, quince días después de la muerte del pontífice, el Vaticano celebraba il conclave, la ceremonia sagrada en la que ciento sesenta y cinco cardenales de todo el mundo —los hombres más poderosos de la cristiandad— se reunían en el Vaticano para elegir al nuevo papa.
«Los cardenales del mundo entero están hoy aquí —pensó Langdon mientras el helicóptero sobrevolaba la basílica de San Pedro. El vasto mundo interior de la Ciudad del Vaticano se extendía ante él—. Toda la estructura de poder de la Iglesia católica romana se encuentra sobre una bomba a punto de estallar.»
CAPÍTULO 34
El cardenal Mortati levantó la mirada hacia el espléndido techo de la capilla Sixtina e intentó tomarse un momento para reflexionar con tranquilidad. En las paredes resonaban las voces de los cardenales de todo el globo. Los hombres se agolpaban en el tabernáculo iluminado con velas, susurrando con excitación y consultándose entre sí en numerosos idiomas, mayormente inglés, italiano y español.
Por lo general, la iluminación de la capilla era sublime: largos y coloreados rayos de sol atravesaban la oscuridad como provenientes del mismo cielo. Pero hoy no. Tal y como marcaba la tradición, todas las ventanas de la capilla habían sido cubiertas con terciopelo negro para asegurar el secretismo. Eso impedía que nadie recibiera señales o se comunicara en modo alguno con el mundo exterior. El resultado era una profunda oscuridad iluminada únicamente por velas, un titilante resplandor que parecía purificar a todo el que tocaba, confiriéndole una apariencia fantasmal, como de santo.
«Qué privilegio —pensó Mortati— poder supervisar este acontecimiento sagrado.» Los cardenales mayores de ochenta años no podían ser candidatos y no asistían al cónclave, por lo que, a sus setenta y nueve años, Mortati era el cardenal presente de mayor edad y había sido elegido para supervisar el procedimiento.
Siguiendo la tradición, los cardenales se reunían allí dos horas antes del cónclave para ponerse al día e intercambiar pareceres. A las siete de la tarde llegaría el camarlengo del papa fallecido, pronunciaría la oración de apertura y luego se marcharía. Entonces la Guardia Suiza sellaría las puertas de la capilla, encerrando así a los cardenales. En ese momento daría comienzo el ritual político más antiguo y secreto del mundo. Los cardenales no podrían volver a salir hasta que hubiesen decidido quién sería el nuevo pontífice.
Cónclave. Incluso el nombre sugería secretismo. Con clave literalmente significaba «encerrado bajo llave». A los purpurados no se les permitía ningún tipo de contacto con el mundo exterior; nada de llamadas, mensajes ni susurros a través de las puertas. El cónclave era un vacío que no podía verse influenciado por nada proveniente del mundo exterior. Eso garantizaba que los cardenales tuvieran Solum Deum prae oculis, es decir, sólo a Dios ante sus ojos.
Al otro lado de las paredes de la capilla, claro está, los medios de comunicación aguardaban y especulaban acerca de cuál de los cardenales se convertiría en el dirigente de los mil millones de católicos que había repartidos por todo el orbe. Los cónclaves creaban una atmósfera intensa y cargada de significado político. A lo largo de los siglos, dentro de esos muros sagrados habían tenido lugar envenenamientos, peleas a puñetazos, e incluso asesinatos. «Eso es historia antigua —se dijo Mortati—. El cónclave de esta noche será unitario, dichoso y, sobre todo, breve.»
O, al menos, eso había creído él.
Ahora, sin embargo, había tenido lugar un inesperado acontecimiento. Por alguna misteriosa razón, cuatro de los cardenales no habían acudido a la capilla. Mortati sabía que todas las salidas de la Ciudad del Vaticano estaban vigiladas y que los purpurados desaparecidos no podían haber ido muy lejos. Aun así, a menos de una hora de la oración de apertura, se sentía desconcertado. Después de todo, esos cuatro hombres no eran cardenales normales. Eran los cardenales.