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El hombre que permanecía en las sombras pareció satisfecho.

—Muy bien.

—Es un honor servir a la hermandad —dijo el asesino.

—La segunda fase comenzará en breve. Descanse un poco. Esta noche cambiaremos el mundo.

CAPÍTULO 4

El Saab 900S de Robert Langdon enfiló el túnel Callahan y llegó a la zona este del puerto de Boston, cerca de la entrada del aeropuerto Logan. Tras comprobar la dirección, encontró Aviation Road y, una vez pasado el edificio de Eastern Airlines, giró a la izquierda. A trescientos metros de la carretera de acceso, un hangar se cernía en la oscuridad. En él se podía distinguir un gran número «4». Langdon estacionó en el aparcamiento y salió del coche.

Un hombre de cara redonda ataviado con un mono de vuelo de color azul apareció de detrás del edificio.

—¿Robert Langdon? —dijo con voz afable. Tenía un acento que Langdon no supo identificar.

—Soy yo —repuso mientras cerraba con llave su coche.

—Justo a tiempo —dijo el hombre—. Acabo de aterrizar. Sígame, por favor.

Mientras rodeaban el edificio, Langdon empezó a sentirse tenso. No estaba acostumbrado a recibir llamadas crípticas y acudir a encuentros secretos con desconocidos. Como no sabía qué le esperaba, se había vestido con la ropa que solía llevar para dar clase: unos chinos, un jersey de cuello alto y una americana Harris de tweed. Mientras caminaban, pensó en el fax que llevaba en el bolsillo de la americana, todavía incapaz de asimilar la imagen que mostraba.

El piloto pareció advertir su inquietud.

—No tendrá usted miedo a volar, ¿verdad, señor?

—Para nada —respondió él.

«A lo que tengo miedo es a los cuerpos marcados a fuego. Volar no supone ningún problema.»

El hombre lo condujo al otro extremo del hangar. Rodearon la esquina y llegaron a la pista.

Langdon se detuvo de golpe y se quedó boquiabierto al ver el avión al que se dirigían.

—¿Vamos a volar en eso?

El hombre sonrió.

—¿Le gusta?

Langdon se lo quedó mirando un momento.

—¿Gustarme? ¿Qué diablos es eso?

El avión que tenían ante sí era enorme. Parecía vagamente un transbordador espacial al que le hubieran recortado la parte superior, dejándola completamente lisa. Era como una cuña gigantesca. Lo primero que pensó Langdon fue que debía de estar soñando. El aparato parecía tan capaz de volar como un Buick. Las alas eran prácticamente inexistentes, apenas dos aletas en la parte trasera del fuselaje, y en la sección de cola sobresalían un par de alerones dorsales. El resto del avión —unos sesenta metros de un extremo a otro— era completamente liso, sin ventanillas.

—Doscientos cincuenta mil kilos con el depósito lleno —dijo el piloto cual padre presumiendo de su hijo recién nacido—. Funciona con hidrógeno semisólido. El armazón es una matriz de titanio con fibras de carburo de silicio. Su relación peso/empuje es de 20:1; la de la mayoría de los aviones de reacción es de 7:1. El director debe de tener mucha prisa por verlo. No suele enviar este bicho.

—¿Este trasto vuela? —inquirió Langdon.

—Oh, sí. —El piloto sonrió. Luego condujo a Langdon por la pista hasta el avión—. Resulta algo desconcertante, lo sé, pero será mejor que se acostumbre. Dentro de cinco años sólo se verán estos cacharros: TCAV, Transportes Civiles de Alta Velocidad. Nuestro laboratorio es uno de los primeros en poseer uno.

«Menudo laboratorio debe de ser», pensó Langdon.

—Éste es un prototipo del Boeing X-33 —prosiguió el piloto—, pero hay muchos otros. Está el National Aero Space Plane, los rusos tienen el Scramjet, los ingleses el HOTOL. El futuro ya está aquí, y dentro de poco llegará al sector público. Ya puede ir usted despidiéndose de los aviones convencionales.

Langdon contempló con recelo el aparato.

—Pues creo que prefiero un avión convencional.

El piloto le señaló la escalerilla.

—Por aquí, por favor, señor Langdon. Cuidado con el escalón.

Minutos después, Langdon se hallaba sentado en el interior de la cabina vacía. El piloto le abrochó el cinturón de seguridad en su asiento de la primera fila y luego desapareció en dirección a la parte delantera del avión.

Curiosamente, la cabina parecía la de un avión comercial, salvo porque no tenía ventanillas, lo que ponía algo nervioso a Langdon. Desde hacía años, sufría de una leve claustrofobia a causa de un incidente ocurrido en su infancia que nunca había llegado a superar del todo.

La aversión de Langdon a los espacios cerrados no le impedía llevar una vida normal, pero siempre había supuesto una frustración para él. Se manifestaba de un modo sutil. Evitaba los deportes que se practicaban en recintos cerrados, como el raquetbol o el squash, y había pagado gustosamente una pequeña fortuna por su espaciosa casa victoriana de techos altos a pesar de tener a su disposición alojamiento económico en la universidad. A menudo había pensado que la atracción que desde joven sentía por el mundo del arte se debía a su amor por los espacios abiertos de los museos.

Los motores del avión se pusieron en marcha. Langdon tragó saliva y esperó. El aparato comenzó a rodar por la pista. Por el hilo musical de la cabina empezó a sonar música country.

Un teléfono que había a su lado en la pared sonó dos veces. Descolgó el auricular.

—¿Diga?

—¿Está usted cómodo, señor Langdon?

—Para nada.

—Relájese. Estará aquí dentro de una hora.

—¿Y exactamente dónde es aquí? —preguntó Langdon al darse cuenta de que no sabía adónde se dirigía.

—Ginebra —respondió el piloto, acelerando los motores—. El laboratorio está en Ginebra.

—Ginebra —repitió él, sintiéndose un poco mejor—. Al norte del estado de Nueva York. Yo tengo familia cerca del lago Seneca. No sabía que allí hubiera un laboratorio de física.

El piloto rio.

—No la Ginebra de Nueva York, señor Langdon —repuso—. La Ginebra de Suiza.

Él tardó un momento en asimilar la información.

—¿Suiza? —Sintió que el pulso se le aceleraba—. Pero ¿no había dicho que el laboratorio estaba a una hora?

—Y lo está. —El piloto rio entre dientes—. Este avión alcanza una velocidad de Mach 15.

CAPÍTULO 5

El asesino se abría paso por entre la multitud de una bulliciosa calle europea. Era un hombre robusto. Oscuro y fuerte. Ágil a pesar de su constitución. Todavía tenía los músculos en tensión por la excitación del encuentro.

«Ha ido bien», se dijo. A pesar de que su patrón nunca le había revelado su rostro, el asesino se sentía honrado de estar en su presencia. ¿Habían pasado ya quince días desde que su patrón se había puesto en contacto con él? El asesino recordaba aún todas y cada una de las palabras que se habían pronunciado en aquella llamada.

—Mi nombre es Janus —le había dicho el desconocido—. Nos une cierto parentesco. Compartimos un enemigo común. Si no me equivoco, sus servicios pueden contratarse.

—Eso depende de a quién represente usted —le respondió el asesino.

El desconocido se lo dijo.

—¿Se trata de una broma?

—Veo que ya nos conocía usted —respondió el desconocido.

—Por supuesto. La hermandad es legendaria.

—Y, sin embargo, todavía duda de mí.

—Todo el mundo sabe que los hermanos desaparecieron.

—Una mera estratagema. El enemigo más peligroso es aquel a quien nadie teme.