Выбрать главу

Los cuatro elegidos.

Como supervisor del cónclave, Mortati ya había avisado a la Guardia Suiza a través de los canales habituales para alertar de la ausencia de los hombres. Todavía no tenía noticias. Otros cardenales ya habían advertido la desconcertante ausencia. Los cuchicheos de preocupación habían comenzado. ¡Entre todos los cardenales, esos cuatro deberían haber llegado a tiempo! Mortati empezaba a temer que ésa iba a ser una larga noche.

Sin embargo, no imaginaba cuánto.

CAPÍTULO 35

Por cuestiones de seguridad y control de ruidos, el helipuerto de la Ciudad del Vaticano está localizado en su extremo noroeste, lo más alejado posible de la basílica de San Pedro.

—Tierra firme —anunció el piloto al aterrizar. Bajó del aparato y abrió la puerta corredera para que descendieran sus pasajeros.

Langdon bajó y se volvió para ayudar a Vittoria, pero ella ya había saltado ágilmente al suelo. Todos los músculos de su cuerpo parecían obedecer un único objetivo: encontrar la antimateria antes de que dejara un terrible legado.

Tras extender una lona protectora sobre el parabrisas, el piloto los condujo hasta un carrito de golf eléctrico que había allí cerca. El vehículo los transportó silenciosamente a lo largo de la frontera oeste; un baluarte de cemento de quince metros de altura, lo suficientemente grueso para resistir las embestidas de un tanque. Siguiendo el interior de la muralla, apostados a intervalos de cincuenta metros, guardias suizos vigilaban el lugar. El carrito giró a la izquierda al llegar a la via dell’Osservatorio. Los letreros señalaban en todas direcciones:

PALAZZO DEL GOVERNATORATO

COLLEGIO ETIOPICO

BASILICA DI SAN PIETRO

CAPPELLA SISTINA

Aceleraron y pasaron por delante de un edificio achaparrado en el que se podía leer: RADIO VATICANA. Asombrado, Langdon se dio cuenta de que se trataba del centro emisor de la programación radiofónica más escuchada del mundo, que llevaba la palabra de Dios a millones de oyentes de todo el globo.

Attenzione —los advirtió el piloto antes de girar bruscamente en una rotonda.

Cuando el carrito dio la vuelta, Langdon apenas pudo creer lo que de repente vieron sus ojos. «Giardini Vaticani», pensó, el corazón de la Ciudad del Vaticano. Enfrente se alzaba la parte posterior de la basílica de San Pedro, algo, se dijo, que poca gente llegaba a ver. A la derecha se encontraba el palacio del Tribunal, la lujosa residencia papal cuya barroca ornamentación sólo igualaba Versalles. El austero edificio del Gobierno, sede de la Administración vaticana, quedaba ahora a sus espaldas. Y a la izquierda, la enorme construcción rectangular de los Museos Vaticanos. Langdon sabía que en ese viaje no tendría tiempo de hacerles una visita.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Vittoria al advertir que los jardines y los senderos estaban desiertos.

El guardia consultó su cronógrafo negro de estilo militar, un extraño anacronismo bajo la holgada manga.

—Los cardenales están reunidos en la capilla Sixtina. El cónclave empezará antes de una hora.

Langdon asintió, recordando vagamente que antes del cónclave los cardenales procedentes del mundo entero permanecían durante dos horas en la capilla Sixtina reflexionando y conversando entre sí. El objetivo era que renovaran viejas amistades, y facilitar así una elección menos acalorada.

—¿Y los demás residentes y empleados?

—Tienen prohibida la entrada en la ciudad por razones de secretismo y seguridad hasta que finalice el cónclave.

—¿Y cuándo finaliza?

El guardia se encogió de hombros.

—Sólo Dios lo sabe. —Sus palabras sonaron extrañamente literales.

Tras estacionar el carrito en el amplio jardín que había detrás de la basílica de San Pedro, el guardia escoltó a Langdon y a Vittoria por un escarpado camino de piedra hasta llegar a una plaza de mármol situada a un lado del templo. Cruzaron la plaza y se acercaron a la pared trasera de la basílica. Luego atravesaron un patio triangular, la via Belvedere, y llegaron a una serie de edificios apiñados. La historia del arte había provisto a Langdon de suficientes conocimientos de italiano para poder entender sus letreros: la imprenta del Vaticano, el laboratorio de restauración de tapices, la estafeta y la iglesia de Santa Ana. Tras cruzar otra pequeña plaza llegaron a su destino.

El cuartel de la Guardia Suiza, un edificio de piedra achaparrado, es contiguo al del Corpo di Vigilanza, al nordeste de la basílica de San Pedro. A cada lado de la entrada, inmóviles como dos estatuas, podía verse a un par de centinelas.

Langdon tuvo que admitir que esos guardias ya no resultaban tan cómicos. Aunque también llevaban el uniforme azul y dorado, ambos portaban la tradicional alabarda vaticana, una lanza de más de dos metros con una afilada cuchilla en la punta con la que, según los rumores, se había decapitado a incontables musulmanes defendiendo a los cruzados cristianos en el siglo XV.

Cuando se acercaron, los dos guardias dieron un paso al frente y cruzaron las alabardas, bloqueándoles la entrada. Uno de ellos miró al piloto, confuso.

I pantaloni —dijo, señalando los pantalones cortos de Vittoria.

El piloto hizo un gesto con la mano para desechar su protesta.

Il comandante vuole vederli subito.

Los guardias fruncieron el entrecejo y, aunque renuentes, se hicieron a un lado.

En el interior, el aire era fresco. No se parecía en absoluto a las oficinas de seguridad administrativas que Langdon había imaginado. Los pasillos, decorados y amueblados de un modo impecable, contenían pinturas que sin duda cualquier museo del mundo habría expuesto en su galería principal.

El piloto señaló una empinada escalera.

—Por aquí abajo, por favor.

Langdon y Vittoria descendieron por los escalones de mármol blanco, que estaban flanqueados por una serie de esculturas de hombres desnudos. Los genitales de todas las estatuas estaban cubiertos por una hoja de higuera más clara que el resto del cuerpo.

«La gran castración», pensó Langdon.

Era una de las tragedias más espantosas del arte del Renacimiento. En 1857, el papa Pío IX decidió que una representación tan exacta de los órganos sexuales masculinos podía incitar a la lujuria en el interior del Vaticano. Así pues, se hizo con un cincel y un mazo y cercenó los genitales de todas y cada una de las estatuas masculinas de la ciudad. Mutiló obras de Miguel Ángel, Bramante y Bernini. Las hojas de higuera se utilizaron para ocultar los daños. Cientos de esculturas fueron emasculadas. Langdon solía preguntarse si en algún lugar habría una enorme caja llena de penes de piedra.

—Aquí —anunció el guardia.

Llegaron al final de la escalera y se encontraron ante una pesada puerta de acero. El guardia tecleó un código de entrada y ésta se abrió.

Al otro lado del umbral reinaba el caos.

CAPÍTULO 36

El cuartel de la Guardia Suiza.

Langdon se quedó de pie en la entrada, observando la colisión de siglos que tenía ante sí. Una auténtica «mezcla de elementos». Se trataba de una biblioteca renacentista lujosamente adornada con estanterías empotradas, alfombras orientales y tapices de colores. Al mismo tiempo, sin embargo, la habitación estaba repleta de equipos de alta tecnología: paneles de ordenadores, faxes, mapas electrónicos del complejo vaticano y televisores sintonizados en la CNN. Hombres ataviados con pantalones de colores tecleaban frenéticamente en sus ordenadores y escuchaban con atención lo que se decía en sus auriculares futuristas.