—Esperen aquí —dijo el guardia.
Langdon y Vittoria aguardaron mientras el guardia cruzaba la sala en dirección a un hombre muy alto y enjuto que iba vestido con un uniforme militar azul oscuro. Estaba hablando por un teléfono móvil y, de tan erguido, casi parecía inclinarse hacia atrás. El guardia le dijo algo y el hombre lanzó una mirada a Langdon y a Vittoria. Asintió, volvió a darles la espalda y siguió hablando por teléfono.
El guardia regresó entonces junto a ellos.
—El comandante Olivetti estará con ustedes enseguida.
—Gracias.
El guardia se marchó de vuelta a la escalera.
Langdon estudió a Olivetti desde el otro lado de la sala y se dio cuenta de que se trataba del comandante en jefe de las fuerzas armadas del país. Vittoria y él permanecieron a la espera, observando el bullicio que tenía lugar a su alrededor. Guardias de brillante uniforme iban de un lado a otro gritando órdenes en italiano.
—Continuate a cercare! —exclamó uno por teléfono.
—Avete controllato nei Musei? —preguntó otro.
Langdon no necesitaba demasiados conocimientos de italiano para adivinar que todos en el centro de seguridad estaban volcados en la intensa búsqueda. Ésa era una buena noticia. La mala era que no parecían haber encontrado aún la antimateria.
—¿Estás bien? —le preguntó a Vittoria.
Ella se encogió de hombros y le ofreció una sonrisa cansada.
Finalmente, el comandante terminó su llamada, y, al cruzar la sala hacia ellos, tuvieron la impresión de que crecía a cada paso. Langdon era alto, y no estaba acostumbrado a levantar la mirada ante mucha gente, pero la estatura del comandante Olivetti ciertamente lo exigía. Al ver de cerca su rostro sano y acerado, el profesor advirtió de inmediato que se trataba de un hombre curtido en mil batallas. Llevaba el pelo oscuro cortado a cepillo, y en sus ojos ardía la endurecida determinación de años de intenso entrenamiento. Se movía con rígida exactitud, y el discreto audífono que llevaba oculto detrás de una oreja lo hacía parecer más un miembro del servicio secreto de Estados Unidos que de la Guardia Suiza.
Olivetti se dirigió a ellos en un inglés con fuerte acento. Su tono de voz era sorprendentemente bajo para un hombre de su estatura, apenas un susurro, pero se expresaba con eficiencia militar.
—Buenas tardes —saludó—. Soy el comandante Olivetti. Comandante principale de la Guardia Suiza. Yo soy quien ha llamado a su director.
Vittoria levantó la mirada.
—Gracias por recibirnos, señor.
El comandante no respondió. Les indicó que lo siguieran y los condujo a través de la maraña de dispositivos electrónicos hasta llegar a una puerta que había en una pared lateral de la sala.
—Pasen —indicó sosteniendo la puerta abierta para que entraran.
Langdon y Vittoria accedieron entonces a una oscura sala de control en la que un panel de monitores de vídeo transmitía en un bucle infinito imágenes en blanco y negro del complejo. Un joven guardia permanecía sentado, observando las imágenes atentamente.
—Può andare —dijo Olivetti.
El guardia recogió sus cosas y se marchó.
El comandante se acercó a una de las pantallas y la señaló. Luego se volvió hacia sus invitados.
—Esta imagen procede de una cámara remota que permanece escondida en algún lugar de la Ciudad del Vaticano. Exijo una explicación.
Langdon y Vittoria miraron la pantalla y suspiraron al unísono. La imagen era inequívoca. Sin duda. Se trataba del contenedor de antimateria del CERN. En su interior, una brillante gota de un líquido metálico flotaba ominosamente en el vacío, iluminada por el led del reloj digital. Curiosamente, la zona en la que se encontraba el contenedor estaba casi por completo a oscuras, como si la antimateria se hallara en un armario o en una habitación cerrada. En la parte superior del monitor parpadeaba un texto sobreimpreso: EMISIÓN EN DIRECTO. CÁMARA 86.
Vittoria miró el tiempo restante en el parpadeante indicador del contenedor.
—Menos de seis horas —le susurró a Langdon con el rostro tenso.
Él consultó su reloj.
—O sea, que tenemos hasta... —Se interrumpió, notando un fuerte nudo en el estómago.
—Medianoche —dijo Vittoria con una mirada fulminante.
«Medianoche —pensó Langdon—. Quieren darle un toque dramático al asunto.» Fuera quien fuese quien la noche anterior había robado el contenedor, lo había calculado todo a la perfección. Sintió una sombría aprensión al darse cuenta de que en ese mismo instante se encontraba en la zona cero.
—¿Pertenece este objeto a sus instalaciones? —El susurro de Olivetti sonó todavía más sibilante.
Vittoria asintió.
—Sí, señor. Nos lo han robado a nosotros. Contiene una sustancia extremadamente combustible llamada antimateria.
El rostro del comandante permaneció imperturbable.
—Estoy muy familiarizado con las bombas incendiarias, señorita Vetra, y nunca he oído hablar de nada llamado «antimateria».
—Es una nueva tecnología. Hay que encontrarla cuanto antes o bien evacuar la Ciudad del Vaticano.
Olivetti cerró lentamente los ojos y luego los volvió a abrir, como si al volver a enfocar a Vittoria pudiera cambiar lo que acababa de oír.
—¿Evacuar? ¿Sabe usted lo que tiene lugar hoy aquí?
—Sí, señor. Y las vidas de sus cardenales están en peligro. Quedan unas seis horas. ¿Han hecho algún progreso con la búsqueda del contenedor?
El hombre negó con la cabeza.
—No hemos empezado a buscar.
Vittoria se atragantó.
—¿Cómo? Pero si hemos oído a sus guardias hablar acerca de la búsqueda...
—Buscan algo, sí —asintió Olivetti—, pero no su contenedor. Mis hombres andan detrás de otra cosa que a usted no le concierne.
—¿Ni siquiera han empezado a buscar el contenedor? —A Vittoria se le quebró la voz.
Las pupilas del comandante parecieron hundirse todavía más. La suya era la mirada desapasionada de un insecto.
—Señorita Vetra, deje que le explique algo. El director de sus instalaciones se negó a revelarme por teléfono ningún detalle sobre ese objeto; sólo me dijo que debía encontrarlo cuanto antes. Ahora mismo estamos extremadamente ocupados, y no puedo permitirme el lujo de destinar hombres a su búsqueda hasta que sepa algo más al respecto.
—En este momento sólo hay un detalle relevante, señor —repuso ella—, y es que dentro de seis horas ese artilugio va a volatilizar todo este complejo.
Olivetti permanecía inmóvil.
—Señorita Vetra, hay algo que debe saber. —Su tono de voz tenía un punto condescendiente—. A pesar de la arcaica apariencia de la Ciudad del Vaticano, todas sus entradas, tanto las públicas como las privadas, están equipadas con los sistemas de detección más avanzados que se conocen. Si alguien intentara entrar con algún tipo de bomba incendiaria, la hallaríamos de inmediato. Contamos con escáneres de isótopos radiactivos, filtros olfativos diseñados por la DEA estadounidense para detectar la más tenue huella química de combustibles y toxinas. También utilizamos los detectores de metales y escáneres de rayos X más avanzados que existen.
—Impresionante —dijo Vittoria empleando el mismo tono impasible que Olivetti—. Lamentablemente, la antimateria no es radiactiva, su huella química es la del hidrógeno puro y el contenedor es de plástico. Ninguno de sus aparatos podría detectarla.