—Pero el artilugio dispone de una fuente de energía —dijo Olivetti señalando el led parpadeante—. El más mínimo rastro de níquel-cadmio sería registrado por...
—Las baterías también son de plástico.
Al comandante se le estaba empezando a agotar la paciencia.
—¿Baterías de plástico?
—Electrolito de gel de polímero con teflón.
Olivetti se inclinó hacia ella como queriendo acentuar la diferencia de estatura.
—Signorina, el Vaticano recibe docenas de amenazas de bomba todos los meses. Yo mismo he instruido a cada uno de los guardias suizos acerca de la tecnología de los explosivos modernos. Sé perfectamente que no existe en la Tierra una sustancia lo bastante poderosa para hacer lo que ha descrito, a no ser que esté hablando de una cabeza nuclear con un núcleo de combustible del tamaño de una pelota de béisbol.
La joven se lo quedó mirando fijamente.
—La naturaleza todavía tiene muchos misterios por desvelar.
Olivetti se acercó todavía más a ella.
—¿Puedo preguntarle quién es usted exactamente y cuál es su cargo en el CERN?
—Soy miembro del personal de investigación y el enlace con el Vaticano para esta crisis.
—Perdone el atrevimiento, pero si esto es una crisis de verdad, ¿por qué estoy hablando con usted y no con su director? Y ¿cómo se le ocurre presentarse en el Vaticano con pantalones cortos? ¿Acaso no sabe que es una falta de respeto?
Langdon dejó escapar un gruñido. No podía creer que, en esas circunstancias, el hombre se mostrara quisquilloso con el código de vestimenta. Aunque, claro, si unos penes de piedra podían provocar pensamientos lujuriosos en los residentes del Vaticano, no había duda de que Vittoria Vetra con pantalones cortos era una amenaza para la seguridad nacional.
—Comandante Olivetti —intervino para intentar desactivar lo que parecía una segunda bomba a punto de estallar—. Mi nombre es Robert Langdon. Soy profesor de simbología religiosa en Estados Unidos y no tengo relación alguna con el CERN. He podido ver una demostración del poder de la antimateria y puedo asegurarle que, tal y como le ha dicho la señorita Vetra, se trata de una sustancia increíblemente peligrosa. Tenemos razones para pensar que una secta antirreligiosa la ha colocado en su complejo con la esperanza de desbaratar el cónclave.
Olivetti se volvió hacia él.
—Tengo a una mujer con pantalones cortos diciéndome que una gota de líquido va a hacer saltar por los aires el Vaticano y a un profesor estadounidense que asegura que somos el objetivo de una secta antirreligiosa. ¿Exactamente qué es lo que quieren que haga?
—Encontrar el contenedor —dijo Vittoria—. Inmediatamente.
—Imposible. Ese artilugio podría estar en cualquier parte. La Ciudad del Vaticano es enorme.
—¿Sus cámaras no disponen de localizador GPS?
—No suelen robarlas. Podríamos tardar días en encontrar la cámara desaparecida.
—No tenemos días —replicó Vittoria con firmeza—. Sólo seis horas.
—¿Seis horas hasta qué, señorita Vetra? —De repente Olivetti alzó la voz. Señaló la imagen que aparecía en la pantalla—. ¿Hasta que termine esa cuenta atrás? ¿Hasta que el Vaticano desaparezca? Créame, no me hace gracia que consigan eludir mi sistema de seguridad. Tampoco me gusta que aparezcan misteriosos dispositivos mecánicos dentro de mi recinto. Estoy preocupado; forma parte de mi trabajo estar preocupado. Pero lo que acaban de contarme me resulta inaceptable.
Langdon no pudo reprimirse.
—¿Ha oído usted hablar de los illuminati?
El glacial exterior del comandante se resquebrajó. Puso los ojos en blanco, como un tiburón a punto de atacar.
—Se lo advierto: no tengo tiempo para esto.
—Entonces, ¿ha oído hablar de los illuminati?
Los ojos de Olivetti se clavaron sobre Langdon como si de dos bayonetas se tratara.
—Pertenezco a la Guardia Suiza del Vaticano. Por supuesto que he oído hablar de los illuminati. Desaparecieron hace décadas.
Langdon se metió la mano en el bolsillo y sacó el fax con la imagen del cuerpo marcado de Leonardo Vetra. Se la entregó a Olivetti.
—Soy especialista en la hermandad —dijo mientras el comandante estudiaba la fotografía—. Me cuesta aceptar que puedan seguir en activo, pero la aparición de este emblema junto con el hecho de que exista una conjura de los illuminati en contra del Vaticano me ha hecho cambiar de parecer.
—Esto no es más que una falsificación generada por ordenador. —Olivetti le devolvió el fax.
Langdon se lo quedó mirando con incredulidad.
—¿Una falsificación? ¡Mire la simetría! Precisamente usted debería advertir la autenticidad de...
—Autenticidad es precisamente lo que a usted le falta. Puede que la señorita Vetra no le haya informado, pero los científicos del CERN llevan décadas criticando la política de la Santa Sede. No dejan de pedirnos que nos retractemos de la teoría creacionista, que pidamos disculpas formales por Galileo y Copérnico o que revoquemos nuestras críticas contra las investigaciones peligrosas o inmorales. ¿Qué le parece más probable?, ¿que una secta satánica de cuatrocientos años de antigüedad reaparezca o que algún bromista del CERN esté intentando desbaratar un acontecimiento sagrado con una elaborada falsificación?
—Esa fotografía —dijo Vittoria conteniendo la rabia— es de mi padre. Asesinado. ¿Cree usted que estoy para bromas?
—No lo sé, señorita Vetra. Pero mientras no obtenga algunas respuestas coherentes no pienso dar la alarma. La vigilancia y la discreción son mi deber, para que se puedan llevar a cabo los asuntos espirituales con la necesaria claridad mental. Hoy más que nunca.
—Al menos posponga el acontecimiento —pidió Langdon.
—¿Que lo posponga? —Olivetti estaba boquiabierto—. ¡Qué arrogancia! Un cónclave no es un partido de béisbol que uno pueda aplazar por la lluvia. Se trata de un acontecimiento sagrado con un código y un procedimiento estrictos. No importa que mil millones de católicos estén esperando un líder. No importa que fuera haya medios de comunicación del mundo entero. Los protocolos de este acontecimiento son sagrados; no están sujetos a modificación. Desde el año 1179, los cónclaves han sobrevivido a terremotos, hambrunas, e incluso a la peste. Créame, no se va a cancelar por culpa de un científico asesinado y una pequeña gota de Dios sabe qué.
—Quiero hablar con la persona que esté al mando —exigió Vittoria.
Olivetti la fulminó con la mirada.
—Yo soy esa persona.
—No —dijo ella—. Me refiero a alguien del clero.
Al comandante se le empezaban a marcar las venas de la frente.
—El clero se ha ido. A excepción de la Guardia Suiza, en estos momentos únicamente los miembros del Colegio Cardenalicio están presentes en la Ciudad del Vaticano. Y se encuentran dentro de la capilla Sixtina.
—¿Y el camarlengo? —dijo Langdon con rotundidad.
—¿Quién?
—El camarlengo del papa fallecido. —Langdon repitió la palabra seguro de sí mismo, esperando que su memoria no lo estuviera traicionando. Recordaba haber leído algo sobre el curioso proceso de sucesión tras la muerte de un pontífice. Si estaba en lo cierto, en el ínterin, el poder autónomo pasaba temporalmente al asistente personal del finado, su camarlengo, un secretario que supervisaba el cónclave hasta que los cardenales escogían a un nuevo santo padre—. Si no me equivoco, en estos momentos el camarlengo es quien está al mando.
—Il camerlengo? —Olivetti frunció el entrecejo—. El camarlengo no es más que un simple sacerdote. Era el asistente del papa fallecido.