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—Pero está aquí, y usted responde ante él.

Olivetti se cruzó de brazos.

—Señor Langdon, es cierto que las leyes del Vaticano dictan que el camarlengo asuma la jefatura ejecutiva durante el cónclave, pero sólo para asegurar una elección imparcial. Es como si su presidente muriera y uno de sus asistentes se sentara temporalmente en el Despacho Oval. El camarlengo es joven, y sus conocimientos sobre seguridad, o cualquier otra cosa, son extremadamente limitados. A efectos prácticos, yo soy quien está al cargo aquí.

—Llévenos con él —dijo Vittoria.

—Imposible. El cónclave comenzará dentro de cuarenta minutos. El camarlengo se encuentra en el despacho del papa, preparándose. No tengo intención alguna de molestarlo con cuestiones de seguridad.

Vittoria abrió la boca para responder, pero en ese instante llamaron a la puerta. Olivetti fue a abrir.

Era un guardia con el uniforme completo. Señaló su reloj.

È l’ora, comandante.

Él comprobó su reloj y asintió. Se volvió hacia Langdon y Vittoria como si fuera un juez y acabara de decidir su destino.

—Síganme.

Salieron de la sala de vigilancia y cruzaron el centro de seguridad hasta un pequeño cubículo acristalado que había junto a la pared del fondo.

—Mi despacho. —Olivetti los hizo entrar. La habitación no tenía nada de especiaclass="underline" un escritorio repleto de cosas, archivadores, unas sillas plegables, un refrigerador de agua—. Volveré dentro de diez minutos. Les sugiero que utilicen el tiempo para decidir cómo les gustaría proceder.

Vittoria giró sobre sus talones.

—¡No puede marcharse! Ese contenedor es...

—No tengo tiempo para eso —espetó con furia Olivetti—. Quizá debería retenerlos aquí hasta que pase el cónclave, cuando sí tenga tiempo.

Signore —insistió el guardia señalando de nuevo su reloj—. Bisogna spazzare la capella.

Olivetti asintió y se dispuso a salir.

Spazzare la capella? —preguntó Vittoria—. ¿Se marcha para barrer la capilla?

El comandante se volvió y le clavó la mirada.

—Barremos la capilla en busca de artilugios electrónicos, señorita Vetra: es una cuestión de discreción. —Señaló sus piernas con un ademán—. No espero que usted lo comprenda.

A continuación, cerró de un portazo, haciendo temblar el grueso cristal del cubículo. Con un ágil movimiento, sacó una llave, la introdujo en la cerradura y la hizo girar. Un pesado cerrojo se deslizó.

Idiota! —gritó Vittoria—. ¡No puede dejarnos aquí dentro!

A través del cristal, Langdon vio que Olivetti le decía algo al guardia y éste asentía. En cuanto el comandante salió de la sala, el guardia dio media vuelta y se los quedó mirando desde el otro lado del cristal, con los brazos cruzados y una pistola enorme al cinto.

«Genial —pensó Langdon—. Y ahora, ¿qué?»

CAPÍTULO 37

Vittoria le dirigió una furibunda mirada al guardia suizo que había al otro lado de la puerta. Él le devolvió la mirada, aunque el colorido uniforme contradecía su aire decididamente siniestro.

«Che fiasco —pensó Vittoria—. Retenidos por un hombre armado que va vestido con un pijama.»

Langdon permanecía en silencio. Ella esperaba que su cerebro de Harvard estuviera ideando un modo de salir de allí. Por su expresión, sin embargo, advirtió que en realidad se sentía demasiado consternado para poder cavilar nada. Lamentó haberlo involucrado en eso.

El primer instinto de Vittoria fue sacar su teléfono móvil y llamar a Kohler, pero sabía que eso sería una estupidez. En primer lugar, seguramente el guardia entraría y se lo quitaría. En segundo, si el ataque de Kohler seguía su curso habitual, seguramente todavía estaría incapacitado. Además, tampoco serviría de nada... En esos momentos, Olivetti no parecía dispuesto a creer a nadie.

«¡Recuerda! —se dijo—. ¡Recuerda la solución!»

«Recordar» era un truco filosófico budista. En vez de pedirle a su mente que encontrara la solución a un desafío aparentemente imposible, Vittoria se limitaba a pedirle que la recordara. La suposición de que uno ya conocía la respuesta le hacía pensar que la respuesta debía existir, y así se eliminaba cualquier sensación incapacitadora de desesperación. Vittoria usaba a menudo ese procedimiento para resolver dilemas científicos que la mayoría consideraban irresolubles.

En ese momento, sin embargo, el truco de recordar no le ofrecía resultado alguno. Así pues, sopesó sus opciones y sus necesidades. Tenía que avisar a alguien. Alguien en el Vaticano debía tomarla en serio. Pero ¿quién? ¿El camarlengo? ¿Cómo? Estaba encerrada en una caja de cristal con una única salida.

«Herramientas —se dijo—. Siempre hay herramientas. Vuelve a examinar tu entorno.»

Instintivamente, relajó los hombros y la mirada y respiró profundamente tres veces. Notó cómo su pulso se ralentizaba y sus músculos se destensaban. El caótico pánico de su mente se disolvió. «Muy bien —pensó—, libera tu mente. ¿Cómo se puede cambiar esta situación? ¿Cuáles son los recursos de los que dispones?»

Una vez en calma, la analítica mente de Vittoria Vetra se volvía una poderosa fuerza. En unos segundos se dio cuenta de que su encarcelamiento era en realidad la clave para escapar.

—Voy a hacer una llamada —anunció de repente.

Langdon levantó la mirada.

—Iba a sugerirte que llamaras a Kohler, pero...

—A Kohler, no. A otra persona.

—¿A quién?

—Al camarlengo.

Langdon parecía totalmente perdido.

—¿Vas a llamar al camarlengo? ¿Cómo?

—Olivetti ha dicho que se encontraba en el despacho del papa.

—Así es, pero ¿acaso conoces el número privado del papa?

—No. Pero no voy a llamar desde mi teléfono. —Con la cabeza señaló un teléfono de alta tecnología que había sobre el escritorio de Olivetti. Estaba repleto de teclas de marcación abreviada—. El jefe de seguridad debe de tener línea directa con el despacho del papa.

—También tiene a un levantador de pesas con una pistola plantado a dos metros de nosotros.

—Y estamos encerrados.

—De eso ya me he dado cuenta.

—Quiero decir que el guardia no puede entrar. Éste es el despacho privado de Olivetti. Dudo que nadie más tenga llave.

Langdon miró al guardia.

—Ese cristal es bastante delgado, y su pistola, muy grande.

—¿Y qué va a hacer? ¿Dispararme por utilizar el teléfono?

—¡Quién sabe! Este lugar es muy extraño, y tal y como están las cosas...

—O eso —dijo Vittoria—, o nos pasamos las siguientes cinco horas y cuarenta y ocho minutos aprisionados en el Vaticano. Al menos, así tendremos un asiento de primera fila cuando la antimateria estalle.

Langdon se puso lívido.

—Pero el guardia avisará a Olivetti en cuanto levantes el auricular. Además, hay unas veinte teclas, y no veo ninguna identificación. ¿Vas a probarlas todas a ver si tienes suerte?

—No —dijo ella dirigiéndose hacia el teléfono—. Sólo una. —Descolgó y presionó el primer botón—. Número uno. Me apuesto uno de esos dólares de los illuminati que llevas en el bolsillo a que esta tecla es la del despacho del papa. ¿Qué otra cosa puede ser de mayor importancia para un guardia suizo?

Langdon no tuvo tiempo de responder. El centinela que había fuera empezó a golpear el cristal con la culata de la pistola mientras le hacía señas a Vittoria para que colgara.

Ella le guiñó un ojo. El hombre montó en cólera.