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Langdon se apartó de la puerta y se volvió hacia Vittoria.

—¡Será mejor que tengas razón, porque este tipo no parece muy contento!

—¡Maldita sea! —exclamó ella con el auricular en la oreja—. Una grabación.

—¿Una grabación? —preguntó Langdon—. ¿El papa tiene un contestador automático?

—No era el despacho del papa —repuso ella, colgando el auricular—. Era el maldito menú semanal del comedor del Vaticano.

Langdon le ofreció una débil sonrisa al guardia, que seguía mirándolo furiosamente a través del cristal al tiempo que avisaba a Olivetti con su radio.

CAPÍTULO 38

La centralita del Vaticano se encuentra en el Ufficio di Communicazione, que está situado detrás de la estafeta. Se trata de una sala relativamente pequeña con un aparato Corelco 141 de ocho líneas. La oficina recibe más de dos mil llamadas diarias, la mayoría de las cuales se redirigen automáticamente al sistema pregrabado de información.

Esa noche, el único operador de comunicaciones de guardia permanecía sentado en silencio frente a una taza de té. Se sentía orgulloso de ser uno de los pocos empleados a los que permitían estar en el Vaticano. Por supuesto, el honor se veía algo empañado por la presencia de guardias suizos en la puerta. «Un escolta para ir al baño —pensó el operador—. Ah, las indignidades que debemos soportar en nombre del santo cónclave.»

Afortunadamente, esa tarde no habían recibido muchas llamadas. O quizá no había ninguna fortuna en ello, pensó. El interés del resto del mundo en los acontecimientos del Vaticano parecía haber disminuido en los últimos años. El número de llamadas de la prensa era menor, y ni siquiera los pirados telefoneaban con la misma frecuencia. La oficina de prensa esperaba que el acontecimiento de esa noche tendría un aire más festivo. Lamentablemente, sin embargo, a pesar de que la plaza de San Pedro estaba repleta de camiones, éstos pertenecían básicamente a los medios de comunicación italianos y europeos. Sólo había un puñado de medios globales, y sin duda habrían enviado a sus periodistas de segunda fila.

El operador se aferró a su taza y se preguntó cuánto duraría la noche. «Hasta medianoche, más o menos», supuso. Hoy en día, la mayoría de la gente vinculada al Vaticano ya sabía quiénes eran los favoritos para convertirse en papa mucho antes de que el cónclave se reuniera, así que el procedimiento sería más un ritual de tres o cuatro horas que una verdadera elección. Por supuesto, disensiones de último momento podían prolongar la ceremonia hasta el amanecer, o incluso más tiempo. El cónclave de 1831 había durado cincuenta y cuatro días. «El de esta noche, no», se dijo. Según los rumores, pronto habría fumata blanca.

Los pensamientos del operador se desvanecieron cuando sonó una línea interna en la centralita. Miró la parpadeante luz roja y se rascó la cabeza. «Qué raro —pensó—. La línea cero. ¿Quién puede estar llamando a la centralita esta noche desde dentro? ¿Todavía queda alguien?»

Vaticano. Pronto? —dijo tras descolgar el teléfono.

La voz al otro lado de la línea habló con rapidez y en italiano. El operador reconoció vagamente el acento típico de la Guardia Suiza, italiano con acento francosuizo. Quien hablaba, sin embargo, no era un guardia.

Al oír la voz de la mujer, el operador se puso en pie de golpe y a punto estuvo de derramar el té. Volvió a mirar la línea. No se había equivocado. «Una extensión interna. Debe de haber algún error —pensó—. ¿Una mujer dentro del Vaticano? ¿Esta noche?»

La mujer hablaba deprisa y parecía furiosa. El operador se había pasado suficientes años atendiendo el teléfono para saber cuándo se trataba de un pazzo. Esa mujer, en cambio, no parecía estar loca. Se expresaba de un modo atropellado pero racional, tranquilo y eficiente. Desconcertado, escuchó su petición.

Il camerlengo? —preguntó el operador, intentando averiguar todavía de dónde diantre procedía la llamada—. No puedo ponerla... Sí, sé que está en el despacho del papa pero... ¿Quién dice que es usted?... Y quiere advertirle de... —Escuchó, cada vez más y más nervioso. «¿Que todo el mundo está en peligro? ¿Cómo? ¿Y desde dónde llama?»—. Quizá debería pasarla con la Guardia Suiza... —Se interrumpió de pronto—. ¿Dónde dice que está usted?

Aturdido, escuchó a la mujer y luego tomó una decisión.

—Espere un momento, por favor —respondió, y la puso en espera antes de que pudiera contestarle.

Luego llamó a la línea directa del comandante Olivetti. «Es absolutamente imposible que esa mujer...»

Contestaron al instante.

Per l’amore di Dio! —le gritó una voz familiar—. ¡¿Quiere hacer el favor de pasar de una vez la maldita llamada?!

La puerta del centro de seguridad de la Guardia Suiza se abrió con un siseo. Los guardias se hicieron a un lado y el comandante Olivetti entró en la sala como una exhalación. Al doblar la esquina en dirección a su despacho, confirmó lo que su guardia acababa de decirle por la radio: Vittoria Vetra estaba junto a su escritorio, hablando por su teléfono privado.

«Che coglioni! —pensó—. ¡Vaya pelotas tiene esa tía!»

Lívido, se dirigió hacia su despacho y metió la llave en la cerradura. En cuanto abrió la puerta, gritó:

—¡¿Se puede saber qué está haciendo?!

Vittoria lo ignoró.

—Sí —dijo ella por teléfono—. Y debo advertirle...

Olivetti le arrebató el auricular de las manos y se lo llevó al oído.

—¡¿Con quién narices hablo?!

Durante apenas una fracción de segundo, el comandante pareció perder su rigidez.

—Sí, camarlengo... —afirmó—. Correcto, signore..., pero por cuestiones de seguridad... Claro que no... La retengo aquí por... Claro, pero... —Escuchó—. Sí, señor —dijo finalmente—. Los llevaré arriba de inmediato.

CAPÍTULO 39

El Palacio Apostólico es un conglomerado de edificios situados cerca de la capilla Sixtina, al nordeste de la Ciudad del Vaticano. Con una incomparable vista de la plaza de San Pedro, el palacio alberga tanto los aposentos como el despacho del papa.

Vittoria y Langdon siguieron en silencio al comandante Olivetti mientras los conducía por un largo corredor de estilo rococó. Tras ascender tres tramos de escaleras, entraron en un pasillo amplio y poco iluminado.

Langdon estaba impresionado con las obras de arte que adornaban las paredes: bustos en perfecto estado, tapices, frisos..., obras que valían cientos de miles de dólares. Tras recorrer dos terceras partes del pasillo, pasaron por delante de una fuente de alabastro. Olivetti torció a la izquierda y se dirigió hacia una de las puertas más grandes que Langdon había visto nunca.

Lo studio privato del papa —declaró el comandante mirando a Vittoria con resentimiento. Ella ni siquiera pestañeó. Se acercó a la puerta y llamó.

«El despacho del papa», pensó Langdon, a quien le costaba asimilar que estaba a punto de entrar en una de las estancias más sagradas de toda la cristiandad.

Avanti! —dijo alguien desde el interior.

Cuando la puerta se abrió, el estadounidense tuvo que cubrirse los ojos. La luz del sol era cegadora. Poco a poco consiguió vislumbrar la imagen que tenía ante sí.

El despacho del papa parecía más una sala de baile que un despacho. Los suelos eran de mármol rojo, y las paredes estaban adornadas con frescos de vivos colores. Del techo colgaba una enorme lámpara de araña y, más allá, una serie de ventanas abovedadas ofrecían una asombrosa vista de la soleada plaza de San Pedro.