«¡Dios mío! —pensó Langdon—. ¡Ésta sí que es una habitación con vistas!»
Al otro extremo de la estancia, un hombre sentado frente a un escritorio de madera tallada escribía frenéticamente.
—Avanti! —volvió a decir. Dejó a un lado la pluma y les hizo una seña para que se acercaran.
Olivetti los guio con paso marcial.
—Signore —dijo en tono de disculpa—, non ho potuto...
El hombre lo interrumpió, se puso en pie y estudió a sus dos visitantes.
El camarlengo no se parecía en nada a los frágiles y beatíficos ancianos que Langdon solía imaginar deambulando por el Vaticano. No llevaba rosarios ni medallas, ni tampoco pesados hábitos. Iba vestido con una simple sotana negra que parecía resaltar su sólida complexión. Debía de tener unos treinta y tantos años, un niño para los estándares vaticanos. Era sorprendentemente atractivo, tenía el pelo castaño ondulado y espeso y unos radiantes ojos verdes que brillaban como avivados por los misterios del universo. Al acercarse, sin embargo, Langdon advirtió en ellos un profundo agotamiento, como los de un alma que acabara de pasar los quince días más difíciles de su vida.
—Soy Carlo Ventresca —dijo en un perfecto inglés—. El camarlengo del papa fallecido. —Su tono era modesto y amable, con apenas una leve inflexión italiana.
—Vittoria Vetra —se presentó ella, dando un paso adelante y ofreciéndole la mano—. Gracias por recibirnos.
Olivetti dio un respingo cuando el camarlengo estrechó la mano de la joven.
—Éste es Robert Langdon —indicó Vittoria—. Profesor de simbología religiosa en la Universidad de Harvard.
—Padre —lo saludó él con su mejor acento italiano. Inclinó la cabeza y extendió la mano.
—No, no —insistió el camarlengo, indicándole que se levantara—. El despacho de su santidad no me hace santo. No soy más que un sacerdote; un camarlengo que ofrece sus servicios en tiempos de necesidad.
Langdon se incorporó.
—Por favor —dijo Ventresca—, siéntense.
El camarlengo dispuso una serie de sillas alrededor de su escritorio. Langdon y Vittoria se sentaron. Olivetti, en cambio, prefirió permanecer de pie.
El sacerdote se sentó tras su escritorio, cruzó los brazos, suspiró y observó a sus visitantes.
—Signore —dijo Olivetti—. Es culpa mía que la mujer lleve esta ropa. Yo...
—No es su ropa lo que me preocupa —respondió el camarlengo, demasiado agotado para perder el tiempo con eso—. Lo que sí me preocupa, en cambio, es que el operador telefónico del Vaticano me llame media hora antes del cónclave y me diga que una mujer está telefoneando desde su despacho privado para alertarme de una seria amenaza de seguridad de la que no he sido informado.
Olivetti permanecía rígido, con la espalda arqueada como la de un soldado bajo una intensa inspección.
Langdon se sentía hipnotizado por la presencia del camarlengo. Aquel sacerdote joven y cansado tenía un aire de héroe mítico e irradiaba carisma y autoridad.
—Signore —repuso Olivetti en tono de disculpa pero sin dejar de mostrarse inflexible—, no debería preocuparse por cuestiones de seguridad. Tiene usted otras responsabilidades.
—Sé muy bien cuáles son mis responsabilidades. Y también sé que, como direttore intermediario, soy responsable de la seguridad y del bienestar de todos los presentes en el cónclave. ¿Puedo saber qué está pasando?
—Tengo la situación bajo control.
—Pues no lo parece.
—Padre —los interrumpió Langdon, sacó del bolsillo el arrugado fax y se lo entregó al camarlengo—, por favor.
El comandante Olivetti dio un paso adelante para intervenir.
—Padre, por favor, no se preocupe por...
Ignorando a Olivetti, el sacerdote cogió el fax. Miró la imagen del cadáver de Leonardo Vetra y dejó escapar un grito ahogado.
—¿Qué es esto?
—Ése es mi padre —dijo Vittoria con voz quebrada—. Era sacerdote y un hombre de ciencia. Fue asesinado anoche.
El rostro del camarlengo se suavizó al instante y levantó la mirada hacia ella.
—Lo siento mucho, hija mía. —Se persignó y volvió a mirar el fax con la repugnancia que sentía reflejándose en sus ojos—. ¿Quién podría...? ¿Y esa quemadura?... —El camarlengo hizo una pausa, aguzando la mirada para ver mejor la imagen.
—Pone «illuminati» —señaló Langdon—. Estoy seguro de que el nombre le resulta familiar.
El rostro del camarlengo adoptó una extraña expresión.
—He oído hablar de ellos, sí, pero...
—Los illuminati asesinaron a Leonardo Vetra para robar una nueva tecnología que él...
—Signore —intervino Olivetti—, eso es absurdo. ¿Los illuminati? Está claro que esto no es más que una elaborada falsificación.
Ventresca pareció considerar las palabras del comandante. Luego se volvió y contempló a Langdon con tal intensidad que éste tuvo la sensación de que le faltaba el aire en los pulmones.
—Profesor, me he pasado la vida en la Iglesia católica. Conozco la tradición de los illuminati..., así como la leyenda de las marcas a fuego. No obstante, debo advertirle que soy un hombre que vive en el presente. El cristianismo ya tiene suficientes enemigos, no es necesario resucitar viejos fantasmas.
—Ese símbolo es auténtico —repuso Langdon, ligeramente a la defensiva. Extendió la mano y giró el fax para que el camarlengo lo pudiera comprobar.
El sacerdote guardó silencio al ver la simetría.
—Ni siquiera los ordenadores modernos —añadió Langdon— han sido capaces de elaborar un ambigrama simétrico de esta palabra.
El camarlengo se cruzó de brazos y permaneció callado un largo rato.
—Los illuminati desaparecieron hace mucho —dijo finalmente—. Es un hecho.
El profesor asintió.
—Ayer habría estado de acuerdo con usted.
—¿Ayer?
—Antes de la cadena de acontecimientos que ha tenido lugar hoy. Creo que los illuminati han resurgido para consumar un antiguo pacto.
—Discúlpeme. Mis conocimientos de historia están algo oxidados. ¿A qué antiguo pacto se refiere?
Langdon respiró profundamente.
—A la destrucción de la Ciudad del Vaticano.
—¿Destruir la Ciudad del Vaticano? —El camarlengo parecía más confuso que asustado—. Pero eso es imposible.
Vittoria negó con la cabeza.
—Me temo que tenemos más malas noticias.
CAPÍTULO 40
—¿Es eso cierto? —preguntó asombrado el camarlengo, volviéndose hacia Olivetti.
—Signore —reconoció él—, admito que hay en el Vaticano una especie de artilugio. Es visible en uno de nuestros monitores de seguridad, pero en cuanto a lo que dice la señorita Vetra sobre el poder de esa sustancia, no puedo...
—Un momento —dijo el camarlengo—. ¿Puede ver esa sustancia?
—Sí, signore. A través de la cámara inalámbrica número ochenta y seis.
—Entonces, ¿cómo es que todavía no la han encontrado? —preguntó Ventresca, irritado.
—Es muy difícil, signore.
Olivetti le explicó la situación.
El sacerdote lo escuchó, y Vittoria pudo advertir su creciente preocupación.
—¿Está seguro de que está dentro del Vaticano? —quiso saber el camarlengo—. Quizá alguien ha cogido la cámara y está retransmitiendo las imágenes desde otro lugar.
—Imposible —dijo Olivetti—. Las murallas externas del Vaticano están protegidas electrónicamente para resguardar nuestras comunicaciones internas. Esa señal sólo puede provenir del interior, o no la recibiríamos.