—Y supongo que ahora está buscando esa cámara mediante todos los recursos disponibles, ¿no?
El comandante negó con la cabeza.
—No, señor. Localizar la cámara les llevaría cientos de horas a nuestros hombres. Tenemos otras preocupaciones en estos momentos, y, con el debido respeto a la señorita Vetra, esa gota de la que habla es minúscula. No puede ser tan peligrosa como asegura.
Vittoria perdió la paciencia.
—¡Esa gota puede aniquilar por completo la Ciudad del Vaticano! ¿Es que no ha escuchado nada de lo que le he explicado?
—Señora —dijo Olivetti con su acerada voz—, tengo una dilatada experiencia con explosivos.
—Su experiencia es obsoleta —replicó ella con dureza—. A pesar de mi indumentaria, que tan problemática le parece, soy una física que trabaja en el complejo subatómico más avanzado del mundo. He diseñado personalmente la trampa de antimateria que de momento evita la aniquilación. Y le advierto que si no encuentra ese contenedor en las próximas seis horas, el siglo que viene sus guardias no tendrán nada que proteger salvo un gran agujero en el suelo.
Olivetti se volvió hacia el camarlengo hecho una furia.
—Signore, no puedo permitir que esto llegue más lejos. Unos bromistas le están haciendo perder el tiempo. ¿Los illuminati? ¿Una gota que nos destruirá a todos?
—Basta —dijo el camarlengo; lo hizo en voz baja pero la palabra pareció resonar por toda la cámara. Luego se hizo el silencio. Ventresca siguió hablando entonces casi en un susurro—: Peligrosa o no, illuminati o no, sea esa sustancia lo que sea, está claro que no debería hallarse en el Vaticano... Y menos todavía en vísperas de un cónclave. Quiero que la encuentren y que se la lleven. Organice una búsqueda de inmediato.
Olivetti insistió:
—Signore, aunque todos los guardias registraran el complejo, podríamos tardar días en encontrar esa cámara. Además, después de hablar con la señorita Vetra he hecho que uno de mis hombres buscara en nuestra guía de balística más avanzada alguna mención a esa sustancia llamada antimateria. No ha encontrado ninguna. Absolutamente nada.
«Imbécil presuntuoso —pensó Vittoria—. ¿Una guía de balística? ¿Y no has mirado en una enciclopedia? ¡En la letra A!»
—Signore —proseguía el comandante—, si está sugiriendo que llevemos a cabo un registro ocular de todo el Vaticano, debo expresar mi oposición.
—Comandante —la voz del camarlengo hervía de rabia—, ¿he de recordarle que, cuando se dirige a mí, se está dirigiendo usted a este despacho? Advierto que no se toma en serio mi posición. Sin embargo, según la ley, ahora mismo soy yo quien está al mando. Si no me equivoco, los cardenales se encuentran ahora a salvo dentro de la capilla Sixtina, y sus preocupaciones de seguridad son mínimas hasta que el cónclave termine. No entiendo a qué se debe su resistencia a buscar ese artilugio. Casi se diría que quiere hacer daño a ese cónclave.
—¡Cómo se atreve! —replicó Olivetti con desdén—. ¡He servido durante doce años a su papa! ¡Y al papa anterior durante otros catorce! ¡Desde 1438, la Guardia Suiza ha...!
La radio que Olivetti llevaba al cinto lo interrumpió:
—Comandante?
Olivetti lo cogió y presionó el transmisor.
—Ho da fare! Cosa c’è?
—Scusi —dijo el guardia suizo por la radio—. Llamo de comunicaciones. Pensé que debía informarle de que hemos recibido una amenaza de bomba.
Olivetti no pudo mostrar menos interés.
—¡Pues ocúpense de ello! Sigan el protocolo habitual, y redacten un informe.
—Así lo hemos hecho, señor, pero es que esa persona... —El guardia se interrumpió un momento—. No lo molestaría, comandante, si no fuera porque ha mencionado la sustancia que usted me ha pedido que investigara. La antimateria.
Todos los presentes intercambiaron miradas de asombro.
—¿Que ha mencionado el qué? —tartamudeó Olivetti.
—La antimateria, señor. Mientras intentábamos localizar la llamada, he investigado un poco más. Y la información que he encontrado sobre la antimateria es..., bueno, francamente resulta algo preocupante.
—Pero ¿no había dicho que en la guía de balística no había mención alguna?
—Lo he encontrado en internet.
«Aleluya», pensó Vittoria.
—Parece que se trata de una sustancia altamente explosiva —continuó el guardia—. Cuesta creer la veracidad de esta información, pero aquí dice que, en comparación, la carga explosiva de la antimateria es cien veces más potente que la de una cabeza nuclear.
Olivetti se vino abajo. Fue como ver desplomarse una montaña. El sentimiento de triunfo de Vittoria, sin embargo, se vio truncado por la expresión de terror del camarlengo.
—¿Han localizado la llamada? —balbució Olivetti.
—No ha habido suerte. Móvil encriptado. Las líneas SAT se interferían entre sí, de modo que no se podía triangular. La señal IF sugiere que el tipo se encuentra en algún lugar de Roma, pero no ha habido modo de ubicarlo.
—¿Ha exigido algo? —preguntó Olivetti en voz baja.
—No, señor. Únicamente nos ha advertido de que la antimateria está escondida en el complejo. Parecía sorprendido de que yo no lo supiera. Me ha preguntado si ya la había visto. Y como usted me había preguntado al respecto, he decidido avisarlo.
—Ha hecho lo correcto —dijo Olivetti—. Bajaré dentro de un minuto. Avíseme si vuelve a llamar.
Hubo un momento de silencio en la radio.
—Todavía está en línea, señor.
Fue como si una descarga eléctrica sacudiera el cuerpo de Olivetti.
—¿La línea está abierta?
—Sí, señor. Llevamos diez minutos intentando localizar la llamada, sin éxito. El tipo debe de ser consciente de ello, porque se niega a colgar hasta que pueda hablar con el camarlengo.
—Páseme la llamada —ordenó Ventresca—. ¡De inmediato!
Olivetti se volvió hacia él.
—Padre, no. La Guardia Suiza está mejor preparada para manejar esto.
—¡De inmediato!
Olivetti dio la orden.
Un momento después, el teléfono que había sobre el escritorio del camarlengo empezó a sonar. Ventresca presionó el botón del altavoz.
—¿Quién se ha creído que es usted?
CAPÍTULO 41
La voz que surgió del altavoz del teléfono del camarlengo era metálica y fría, además de arrogante. Todos los presentes en la estancia le prestaron atención.
Langdon intentó ubicar su acento. «¿Oriente Medio, quizá?»
—Soy un mensajero de una antigua hermandad —anunció la voz con una extraña cadencia—. Una hermandad que han ninguneado durante siglos. Soy un mensajero de los illuminati.
Langdon notó que sus músculos se tensaban al tiempo que sus últimas dudas se desvanecían. Por un instante sintió la misma mezcla de emoción, privilegio y miedo que había experimentado esa mañana al ver el ambigrama.
—¿Qué quiere? —preguntó el camarlengo.
—Represento a hombres de ciencia. Hombres que, al igual que ustedes, buscan respuestas; respuestas sobre el destino del ser humano, su propósito, su creador...
—Quienquiera que sea —dijo Ventresca—, yo...
—Silenzio! Será mejor que escuche. Durante dos milenios su Iglesia ha dominado la búsqueda de la verdad. Ha aplastado a sus opositores con mentiras y profecías funestas. Ha manipulado la verdad según sus necesidades y asesinado a quienes descubrían cosas que no convenían a su política. ¿Le sorprende acaso ser el objetivo de hombres ilustrados de todo el globo?