—Los hombres ilustrados no recurren al chantaje para defender sus causas.
—¿Chantaje? —El desconocido se rio—. Esto no es ningún chantaje. No tenemos ninguna exigencia. La abolición del Vaticano no es negociable. Hemos esperado cuatrocientos años a que llegara este día. A medianoche, su ciudad será destruida. No hay nada que puedan hacer para evitarlo.
Olivetti se abalanzó hacia el altavoz:
—¡El acceso a esta ciudad está restringido! ¡Es imposible que hayan podido introducir ningún explosivo!
—Habla con la ignorante devoción de un guardia suizo. ¿Es quizá un oficial? Debería saber que durante siglos los illuminati se han infiltrado en las organizaciones más elitistas de todo el globo. ¿De veras cree que el Vaticano es inmune?
«Dios mío —pensó Langdon—, cuentan con alguien dentro.»
No era ningún secreto que la capacidad de infiltración era la principal característica del poder de los illuminati. Se habían infiltrado en la masonería, en los principales bancos, e incluso en algunos gobiernos. De hecho, Churchill le dijo una vez a la prensa que si los espías ingleses se hubieran infiltrado en el régimen nazi del mismo modo que los illuminati lo habían hecho en el Parlamento inglés, la guerra habría terminado en un mes.
—No es más que un farol —dijo Olivetti—. Es imposible que su influencia se extienda a ese nivel.
—¿Por qué? ¿Porque sus guardias están al acecho? ¿Porque vigilan cada rincón de su mundo privado? ¿Y qué hay de los mismos guardias suizos? ¿Acaso no son hombres? ¿Realmente cree que se juegan la vida por la fábula de un hombre que camina sobre el agua? Pregúntese de qué otro modo puede haber entrado el contenedor en su ciudad. O cómo pueden haber desaparecido esta misma tarde cuatro de sus más preciados bienes.
—¿Cuatro bienes? —Olivetti frunció el entrecejo—. ¿A qué se refiere?
—Uno, dos, tres, cuatro... ¿Todavía no los ha echado en falta?
—¿De qué demonios está hablan...? —Olivetti se quedó callado de golpe y abrió como platos los ojos, como si acabaran de propinarle un puñetazo en el estómago.
—Se ha hecho la luz —anunció el desconocido—. ¿Quiere que le lea sus nombres?
—¿Qué está pasando? —intervino el camarlengo, desconcertado.
El desconocido se rio.
—¿Su comandante todavía no le ha informado? Qué vergüenza. No me extraña. Cuestión de orgullo. Imagino la deshonra que sentirá al contarle la verdad... Que cuatro de los cardenales que había jurado proteger parecen haber desaparecido...
Olivetti estalló.
—¿De dónde ha sacado esa información?
—Camarlengo —se regodeó el desconocido—, pregúntele a su comandante si todos sus cardenales están presentes en la capilla Sixtina.
Los ojos verdes del sacerdote se posaron sobre Olivetti, pidiéndole una explicación.
—Signore —le susurró Olivetti al oído—, es cierto que cuatro de los cardenales todavía no se han presentado en la capilla Sixtina, pero no hay por qué alarmarse. Han acudido a la residencia esta mañana, de modo que sabemos que se encuentran a salvo dentro del Vaticano. Usted mismo ha tomado té con ellos hace unas pocas horas. Simplemente no han llegado todavía al encuentro que precede al cónclave. Los estamos buscando, pero estoy seguro de que sólo están dando un paseo y han perdido la noción del tiempo.
—¿Dando un paseo? —En la voz del camarlengo ya no había rastro alguno de calma—. ¡Hace más de una hora que deberían estar en la capilla!
Langdon dirigió a Vittoria una mirada de asombro. «¿Han desaparecido unos cardenales? ¿Eso era lo que buscaban abajo?»
—Seguro que nuestra selección le parecerá de lo más convincente —dijo el desconocido—. Está el cardenal Lamassé de París, el cardenal Guidera de Barcelona, el cardenal Ebner de Fráncfort...
Olivetti parecía encogerse más y más con cada nuevo nombre.
El desconocido se detuvo un momento, como regocijándose especialmente en el último.
—Y de Italia... El cardenal Baggia.
El camarlengo se desinfló como una vela mayor en plena calma chicha y se dejó caer en su silla con el entrecejo fruncido.
—I preferiti —susurró—. Los cuatro favoritos... Incluido Baggia, el posible próximo sumo pontífice... ¿Cómo es posible?
Langdon había leído lo suficiente acerca de elecciones papales modernas para comprender la desesperación en el rostro del camarlengo. Aunque técnicamente cualquier cardenal menor de ochenta años podía ser nombrado papa, sólo unos pocos contaban con el respeto necesario para obtener la mayoría de dos tercios en un procedimiento de votación ferozmente partisano. Eran conocidos como los preferiti, y ahora éstos habían desaparecido.
Gotas de sudor empezaron a perlar la frente de Ventresca.
—¿Qué piensa hacer con esos hombres?
—¿Usted qué cree? Soy descendiente de los hassassin.
Langdon sintió un escalofrío. Conocía bien el nombre. A lo largo de los años, la Iglesia se había granjeado no pocos enemigos. Los hassassin, los caballeros templarios, ejércitos que habían sido perseguidos o traicionados por el Vaticano...
—Libere a los cardenales —pidió el camarlengo—. ¿No tiene suficiente con la amenaza de destruir la ciudad de Dios?
—Olvídese de sus cardenales. Ya los ha perdido. Tenga por seguro que sus muertes serán recordadas por millones de personas. El sueño de todo mártir. Los convertiré en celebridades mediáticas. Uno a uno. A medianoche los illuminati habrán captado la atención del mundo entero. ¿Para qué cambiar el mundo si éste no presta atención? El horror de las ejecuciones públicas resulta embriagador, ¿no? Ustedes lo demostraron hace tiempo... La Inquisición, la tortura de los caballeros templarios, las cruzadas. —Se calló un momento—. Y, por supuesto, la purga.
El camarlengo permanecía en silencio.
—¿No recuerda la purga? —preguntó el desconocido—. Claro que no, no es usted más que un niño. Y, en cualquier caso, los sacerdotes son unos historiadores pésimos. ¿Quizá porque se avergüenzan de su historia?
—La purga —se oyó decir a sí mismo Langdon—. 1668. La Iglesia marcó a fuego a cuatro científicos illuminati con el símbolo de la cruz para purgar sus pecados.
—¿Quién ha dicho eso? —quiso saber el desconocido, más intrigado que preocupado—. ¿Quién más se encuentra ahí?
Langdon notó que comenzaba a temblar.
—Mi nombre no importa —dijo intentando que su voz no sonara quebrada. Hablar con un illuminatus vivo lo desconcertaba... Para él era como si hablara con George Washington—. Soy un académico que ha estudiado la historia de su hermandad.
—Fantástico —respondió la voz—. Me alegra que todavía haya gente que recuerde los crímenes cometidos contra nosotros.
—La mayoría creemos que ustedes ya no existen.
—Una idea equivocada que la hermandad se ha encargado de fomentar. ¿Qué más sabe sobre la purga?
Langdon vaciló. «¿Qué más sé? ¡Que toda esta situación es de locos, eso es lo que sé!»
—Tras marcarlos, los científicos fueron asesinados y sus cuerpos arrojados en distintos lugares públicos de Roma a modo de advertencia a otros científicos para que no se unieran a los illuminati.
—Así es. Ahora nosotros haremos lo mismo. Quid pro quo. Considérenlo una retribución simbólica por los hermanos que ejecutaron. Sus cuatro cardenales morirán, uno cada hora a partir de las ocho. A medianoche habremos captado la atención de todo el mundo.